EL PAíS
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Mundos
› Por J. M. Pasquini Durán
La Organización de Naciones Unidas (ONU) vive malos ratos institucionales porque no logró hasta ahora remodelarse a tono con los cambios en el mundo. Por un lado, cada día es más indispensable un foro que atienda las cuestiones candentes de un planeta donde sus partes son cada vez más interdependientes, pero para cumplir esa misión debe ser reorganizada a fin de superar el esquema que resultó de la Segunda Guerra Mundial, según el cual cinco potencias tienen el derecho de veto que las convierte en una oligarquía institucional. Para los conservadores extremos, desde Reagan hasta Bush, con el G-8 de los países ricos ya es suficiente multilateralismo. Para los países que necesitan democratizar las relaciones internacionales y mayor equidad en el intercambio comercial y financiero, la ONU es imprescindible siempre que logre reformar los actuales criterios de gestión. Dado que la contradicción no se resuelve ni llegan los cambios necesarios, el organismo está neutralizado y sus declaraciones son catálogos de intenciones con escasas consecuencias prácticas.
La reciente Asamblea General no escapó a la norma, tal como se mostró en el balance de los resultados de la guerra contra la pobreza formulada hace un lustro en la Declaración del Milenio o en los insulsos párrafos del actual documento sobre la reforma del organismo. En su intervención ante la Asamblea General, el presidente Néstor Kirchner se puso del lado de los reformistas y propuso “el desarrollo económico, la seguridad y los derechos humanos” como “los pilares básicos de las Naciones Unidas”. En los fundamentos de la propuesta surgen con mayor claridad las intenciones últimas: “La ausencia del estado de derecho y las violaciones masivas a los derechos humanos en distintos lugares provocan grandes sufrimientos y profundizan la inestabilidad política y los conflictos civiles. Las nuevas y graves amenazas a la seguridad internacional han tenido todo el efecto del debate internacional. La pobreza, las desigualdades sociales, la injusticia, la exclusión social y el divorcio entre las expectativas y las realidades introducen notas de inestabilidad, conspirando contra el fortalecimiento de la democracia y el desarrollo”.
Apoyándose en los datos positivos de la economía nacional, Kirchner aprovechó para criticar a los organismos internacionales de crédito, en primer lugar el Fondo Monetario Internacional (FMI), sumándose así a otras opiniones, incluso de Estados Unidos y Europa, que consideran agotada la función del FMI tal como fue diseñada en Bretton Woods hace 61 años, puesto que hoy actúa como agencia de cobranzas y gestor de negocios para los más poderosos grupos financieros multinacionales. Pese a sus opiniones, el actual gobierno trata al Fondo como un acreedor privilegiado, lo cual demuestra que este tipo de situaciones derivan de relaciones de poder o, para decirlo en términos yrigoyenistas, de “efectividades conducentes”. De todos modos, el discurso tiene el valor que se destaca de sólo compararlo con los argumentos de las llamadas “relaciones carnales” en los años ’90. De igual manera, por la simple comparación, la posición antiterrorista del presidente argentino, atento a las causas como a los efectos, contrastó con la cerrada doctrina guerrerista de Bush y Blair. Las masacres cotidianas en Irak son el desenlace brutal y sin destino de esas teorías de “guerras preventivas” con olor a negocios multimillonarios para unos pocos.
En cuanto al panorama económico-social que expuso Kirchner al mundo fue, como no podía ser de otra manera en este tipo de mensajes, promisorio y optimista. Las cifras y porcentajes que mencionó pueden ser, y lo serán en tiempo de campaña electoral, motivo de polémica. Por ejemplo: ¿hay que incluir a los receptores de planes de Jefes de Hogar, ciento cincuenta pesos por mes, en la categoría de “ocupados”? No obstante la validez dealgunas críticas, es obvio para todos que hay signos de reactivación, pero también es cierto que la distribución de los ingresos sigue siendo muy injusta. Será por eso que el Presidente no pudo mostrar, en el contexto de la Declaración del Milenio contra la pobreza, que en el país haya disminuido la brecha que separa a ricos y pobres. Todavía en el país y en otras zonas del mundo sucede el fenómeno de contar al mismo tiempo con crecimiento macroeconómico y con pobreza masiva. Recuperar el equilibrio en los indicadores estadísticos, y sobre todo en la realidad humana de cada día, es el más grande desafío del siglo XXI.
Aparte de la gestión gubernamental, ese desafío aparece con pocas notas de esperanza entre los partidos y candidatos que aspiran a sentarse en los sillones del poder institucional. Por desgracia, lo que aparece escrito en los programas de campaña, según la experiencia, son idénticos a los dibujos en la arena: se borran de un manotazo. No puede extrañar, entonces, que la memoria colectiva, incluso como legado para las generaciones más jóvenes, el peronismo, como sinónimo de justicia social, siga recibiendo el sesenta por ciento de los votos (el último Perón tuvo el sesenta y dos por ciento) aunque ahora repartido en fracciones distintas y hasta antagónicas. El recuerdo de aquel primer peronismo de mitad del siglo XX sigue imponiéndose, con la esperanza del retorno, por sobre las falencias de los que lo combatieron por derecha o por izquierda y hasta por encima de los fracasos y frustraciones de gobiernos peronistas nacionales y provinciales que se sucedieron desde entonces. Los que se preguntan por qué todavía hay mayoría de votos de origen peronista deberían buscar la respuesta en los indicadores de la distribución de la riqueza.
Pero si el peronismo de hoy (¿cuál de todos?) no satisface esa nostalgia, ¿por qué esos votantes no fijan expectativas en el antiperonismo? Otra vez funciona la memoria, que parece flaca en oportunidades pero resurge cuando la voluntad colectiva la quiere convocar. Los motivos de esa no confianza (non sfiducia es el término inventado por los italianos) habría que buscarla en la conducta de la Revolución Libertadora, recordada estos días entre otros por el historiador Luis Alberto Romero, de formación antiperonista: “En lugar de aplacar la lucha facciosa, que el peronismo había acelerado, la Revolución Libertadora dobló la apuesta y la amplificó. En lugar de restituir la ilusión democrática, en la que habían querido legitimarse, destruyó la posibilidad misma de una democracia creíble. Los fusilamientos significaron un salto cualitativo en el largo proceso de instalación de la violencia en la política en la Argentina, y sobre todo, de esa forma particular consistente en la eliminación física del enemigo”.
Los legados de la historia, esos que calan hondo porque son como bisagras en la evolución de una sociedad, sobreviven por mucho tiempo, convertidos a veces en hábitos, reflejos, prejuicios, además de las ideas y prácticas políticas. En las opiniones contra los piqueteros que aparecen en las clases medias y altas se pueden rastrear idénticos sentimientos contra los “cabecitas negras” de hace siete décadas. La movilización de ayer a Plaza de Mayo, multisectorial, probó que cuando hay voluntad política de las partes el orden democrático es posible. Falta tal vez que los medios masivos de difusión apliquen el mismo criterio para no ocuparse de estos mítines sólo si hay grescas, gases y corridas. Un desfile pacífico de ciudadanos no será “aburrido” cuando las crónicas aprendan a mirar en esos cuerpos, en esos rostros, el pasado, el presente y también el futuro de muchos, de todos, porque no hay manera de salir de los desastres –y el país vivió un cuarto de siglo catastrófico– sin contar con los prójimos.