EL PAíS
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Al estilo del antiguo régimen
Por Mario Wainfeld
Perdido por perdido, Antonio Boggiano se mostró ayer dispuesto a defenderse con uñas y dientes. Abandonó su proverbial perfil bajo y protagonizó un raid por los programas matutinos de radio. Ya encariñado con el micrófono, siguió en el recinto del Senado, donde anunció “un serio desconcierto internacional” si la Cámara alta osa destituirlo. Entre el huracán Katrina, la crisis del PT, la enfermedad de Jacques Chirac, el empate electoral en Alemania (por no mencionar sino algunos ejes más sugestivos), el mundo parece enfrascado en ítems de más peso que su destino. Pero el magistrado no habló de modo desmesurado o desubicado. En verdad, envió un mensaje (apenas) cifrado. Su referencia cósmica no alude al posible enojo del concierto de las naciones democráticas, sino al de un Estado monárquico, la Santa Sede, que lo ha puesto bajo su ala protectora y hace lobby para evitar su caída.
Su Señoría vende cara su derrota. El más presentable de los automáticos buscó subrayar ese perfil desde el banquillo de los acusados. Confió su defensa a dos profesionales garantistas de indisputado prestigio y sólida formación. Lo cortés no quitó lo valiente. Boggiano batalló en el Congreso y también en Tribunales, y lo sigue haciendo.
El martes próximo, sin ir más lejos, la Corte podría resolver su recurso contra la suspensión en sus funciones que le impuso el Senado. Sus compañeros de tribunal están excusados de intervenir, serán relevados por conjueces designados al efecto. El fallo (impredecible por estar sujeto a la voluntad de un tribunal ad hoc) no tendrá repercusión sobre lo que decidan los legisladores pero, de ser favorable, le servirá a Boggiano para victimizarse.
El último automático ha hecho cuanto pudo por permanecer. Incluso despegarse de los otros cuatro compañeros de ruta que forjaron junto a él una etapa de oprobio de la cabeza del Poder Judicial. Amparado en su mayor decoro personal, en su formación más vasta, en el respeto académico del que goza, Boggiano abjuró de sus cofrades más veces de las que Pedro renegó de Jesús. El núcleo de su defensa es, precisamente, que su voto (que contribuyó a consumar el flagrante despojo en favor de la empresa Meller) nada tiene que ver con el de sus compañeros ya caídos.
Pero lo más astuto y diferenciador, respecto de sus ex aliados en desgracia, que obró Boggiano fue tratar de ganarse la confianza del actual gobierno. El rival confrontativo y belicoso de ayer sólo emergió cuando naufragó su estrategia inicial, que fue proponerse ser tan funcional al gobierno actual como lo fue al de Carlos Menem. Con prolijidad, sin fisuras, se propuso votar siempre en línea con los anhelos del Gobierno, en especial en las sentencias con implicancias económicas. Y a fe que su metamorfosis le valió simpatías (o cuando menos tolerancias) de postín en el Gabinete. Roberto Lavagna y Alberto Fernández estaban de muy mal humor cuando se inició su juicio político. Miguel Pichetto, jefe de la bancada senatorial justicialista, hizo público ese malestar en los albores del trámite. Pero los gestos de malestar y aun las declaraciones fueron sólo aprontes. El Gobierno debió encauzarse dentro de los márgenes del auspicioso proceso de higienización de la Corte. Los cambios institucionales tienen ese encanto, condicionan y limitan aun a aquellos que los promovieron.
Boggiano, que no ha sido manco ni ingenuo a la hora de resistir, hizo todo lo que marcaban las reglas del ancien régime para subsistir. En otro clima político e institucional, seguramente otra sería su suerte. Si (como parece que ocurrirá y como debe ser) es removido, será porque las reglas han cambiado, en buena hora.