Sáb 24.09.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

PRECARIEDADES

› Por J. M. Pasquini Durán

El predominio conservador de las últimas dos décadas del siglo XX dejó en el mundo algunos legados persistentes, aunque las teorías del “neoliberalismo” hayan perdido la hegemonía. Es el caso, evidente en el país, del crecimiento con pobreza. O sea, el producto del país puede aumentar a tasas elevadas, como pasó en el primer mandato de Menem y sucede ahora, pero esa mayor riqueza no se distribuye de tal manera que los índices de miseria desciendan en la misma proporción. Otro defecto heredado tiene que ver con las características de los nuevos empleos: son precarios en su mayoría, muchos en “negro”, con menores salarios que los “blancos” y el trabajador queda subordinado a las condiciones que imponga la voluntad del empleador. Las últimas estadísticas oficiales, conocidas el jueves, sobre las manchas de pobreza y de indigencia en el territorio nacional son la evidencia más incontrastable de esa maléfica herencia. Nueve millones de personas viven por debajo de la línea de pobreza y un tercio de ese total cae en la categoría de indigentes, pero la medición abarca el sesenta por ciento de la población total, por lo que la geografía del hambre puede ser aún mayor que la anotada. Son cifras de indignidad y de vergüenza, no para los que las sufren, sino para los que las toleran o las miran con indiferencia.
Hay otro aspecto de los datos que aumenta la densidad del problema, porque revelan que la tendencia a disminuir las zonas del desamparo ha desacelerado la marcha de los últimos dos años. En los papeles del Gobierno la desgracia retrocedió a los niveles del año 2001, pero la incertidumbre más grande tiene que ver con el futuro. La devastación conservadora desarticuló gran parte de la capacidad productiva, por lo que la recuperación de los últimos dos años da la impresión que toca techo en el sector privado, ya que la creación de nuevas fuentes de trabajo o la ampliación de las existentes son difíciles en el corto plazo, mucho más lentas desde ya que las urgencias de los que necesitan salir del pozo. En situaciones de desastre como ésta, el aporte de las obras públicas no sólo es recomendable, es imprescindible, de donde el Estado recupera en toda su dimensión el rol de patrocinador del bienestar general.
Esa conclusión lleva a otra, ineludible: el Estado deberá regenerarse desde arriba hacia abajo, en todos sus niveles, para ganar calidad y eficiencia, desterrando la corrupción impune, la indolencia y las prácticas petrificadas. La reforma no consiste en meros ajustes administrativos, sino en un cambio cultural de conductas. Tiene que ver con las maneras de hacer política, de ejercer el poder y de manejar los negocios públicos. Tampoco la demanda se agota en el Ejecutivo nacional, porque en la vida cotidiana el Estado suele corporizarse en las instancias provinciales y comunales, donde son, o deberían ser, interlocutores válidos para los ciudadanos. Las disputas electorales, por lo menos en los reflejos mediáticos de mayor difusión, suelen focalizarse en las instituciones nacionales, pero la verdadera selección debería ocurrir al revés, desde abajo hacia arriba, empezando por elegir bien a los concejales y al intendente.
El informe del Indec sobre pobreza registra los peores indicadores en el norte del país (Chaco, Jujuy, Misiones), los mejores en la Ciudad de Buenos Aires y la Patagonia, mientras que el conurbano bonaerense, distrito de alta concentración demográfica, tiene más pobres que hace seis meses (45,1 contra 44,4 por ciento). Las provincias más afectadas suelen coincidir con regímenes dominados por oligarquías políticas que, a veces, son casi feudos familiares. En ese sentido, la actual fragmentación partidaria (hay más de mil partidos anotados para las próximas elecciones) puede ser el efecto de la búsqueda de renovaciones, aunque en muchos casos se trata de apariciones oportunistas que se encienden y se apagan en cada comicio. Lo cierto es que, por el momento, la reconstrucción del Estado indispensable no figura en las agendas de las principales fuerzas políticas, cuyas cúpulas están más preocupadas en agrupar aparatos cazavotos, asociándose inclusive con las oligarquías provincianas, que en producir los cambios regenerativos en la política y en el Estado con la misma urgencia que tienen las expectativas sociales.
Entre los deberes clásicos del Estado moderno, al revés de lo que propician los adoradores del mercado, figura la obligación de mantener ciertos criterios de equidad en la distribución de las riquezas nacionales. En varios, si bien escasos, momentos de la Argentina el reparto daba mitades equivalentes al sector del trabajo y del capital. Los conservadores de fin de siglo XX inclinaron la balanza hacia los más ricos, aquí y en cuanto sitio tuvieron la oportunidad. La decisión de volver a los parámetros de la equidad hoy figuran en la agenda de las Naciones Unidas (Declaración del Milenio), en los informes del Banco Mundial y en cualquier discurso que se considere “políticamente correcto”, pero lo cierto es que la práctica concreta sigue circulando por el jardín de los senderos que se bifurcan.
Por uno de esos senderos circulan los sindicatos que pujan por demandas salariales y mejores condiciones laborales. Sin embargo, el conflicto social no logra todavía ser reconocido por el poder y por buena parte de la sociedad como un motor del progreso colectivo. El legado cultural del período conservador, con el consentimiento de burocracias gremiales, estableció que la protesta es sinónimo de desorden y anarquía. En algunos casos, hasta se insinúa que hay sectores que deberían tener prohibido el derecho de huelga, por ejemplo los trabajadores de la salud, de las líneas aéreas, de la educación, de la Justicia y de otros servicios públicos, puesto que perjudican a los diferentes usuarios. Ni qué hablar de los prejuicios hostiles sobre los “piqueteros”, en su mayoría personas sin trabajo estable y digno, y otros manifestantes callejeros, para no mencionar a centenares de militantes sociales que están bajo proceso judicial, igual que si fueran ladrones de gallinas. La imagen más nítida del divorcio entre la política y la sociedad es que mientras ocurren los pleitos laborales, los candidatos continúan sin inmutarse recitando las oraciones elaboradas por sus equipos de campaña.
Desde hace varios años, incluso en la época del “pensamiento único”, los reformistas sostienen que el instrumento democrático para recuperar la equidad es el régimen tributario, organizándolo de manera que el consumo popular y los salarios paguen impuestos mínimos y las transacciones financieras, el consumo suntuario y las riquezas carguen con el peso mayor de las cargas. Suena lógico, de sentido común, pero ninguna de esas hipótesis acertó en definir cuáles son las relaciones de fuerza y la capacidad de poder necesarias para que los privilegiados por la transformación conservadora devuelvan una parte de su inmensa porción de la torta nacional.
Por el momento, el Estado nacional sigue manteniendo un sistema de subsidios y ahora el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires anuncia que en el presupuesto porteño del próximo año están contempladas las partidas para otorgar una ayuda adicional que reduciría la indigencia (que es mínima en la Capital) a cero y mejoraría los ingresos de las familias que no alcanzan a superar la línea de pobreza (el 13 por ciento de la población metropolitana). Aunque las cifras varían según los casos, el programa titulado “ciudadanía porteña” contempla un subsidio mensual que rondará los 250 pesos por familia. Ningún subsidio, por supuesto, puede reemplazar el ingreso de un salario ganado por cada persona en aptitud de ocupar un empleo legal y digno, pero la asistencia aunque precaria es buen recurso para la emergencia. Dado que la Ciudad tiene un importante caudal de ingresos legítimos, suena auspicioso el anuncio de ejercer la solidaridad con los más desamparados.
De todos modos, queda a la vista el fondo del problema esencial: cuando se trata de recuperar la equidad en la distribución de la riqueza, ¿quién le pone el cascabel al gato? En tanto no haya respuesta valedera y precisa, las estadísticas pueden ir o venir y las elecciones pasarán, como otras tantas precariedades de la realidad nacional. También de la internacional, porque al mediodía de ayer el barrio más pobre de Nueva Orleans volvía a inundarse por la rotura del dique que debía protegerlo. La pobreza fue la primera en inundarse, pero en las horas siguientes los demás diques comenzaron a ceder y eso que el huracán Rita todavía no había tocado tierra.
Los conservadores de la estirpe de Bush consideran “naturalmente” precaria la vida de una parte de la especie humana, sea por las guerras o por las iracundias del medio ambiente, maltratado primero por los que pueden, por ahora, escapar primero de las consecuencias de su irresponsabilidad con el hábitat de todos. Por más que hablen de la equidad, les importa poco la suerte de los “perdedores” y, si no fuera escandaloso, seguro que catalogarían como “inviables” a los excluidos. Y lo dirían en tono doctoral, con el ceño fruncido de tanto estudiar y pensar, para consumo de audiencias masivas. ¿Y si un día los precarios reales tomaran la palabra? Pondrían fin, con seguridad, a tantas precariedades que hoy preocupan a muchos, aun a los que pisan tierra firme y seca.

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