EL PAíS
› RUMORES, TEMORES Y FANTASIAS EN LA CIUDAD SITIADA
Mar del Plata paranoide
Los vecinos dicen que Bush trae miles de ataúdes para esconder a los que matará y que alquiló dos frigoríficos para refrigerarlos antes de llevárselos al portaaviones “en Sea Harriers”. Mientras los comerciantes temen saqueos y el intendente habla de psicosis.
› Por Laura Vales
–Yo me llevo la familia a Tandil –dice Sandra–. Ayer, mi hija vino del colegio contando que la policía compró 20 mil bolsas para poner los cadáveres. Y ataúdes. Dicen que los guardaron en la municipalidad.
–La gente dice cualquier cosa, ¿no?
–Eso le dije yo a la nena, que no podía ser. Pero resulta que también se lo contó la profesora de inglés, que no es del colegio, es una maestra particular que le tuve que poner. La de inglés.
Sandra hace una pequeña sonrisa de incertidumbre, las cejas enarcadas. Agrega que en realidad al viaje ya lo tenían previsto de antes, para visitar a una hermana, y que espera que acá no pase nada, porque si llega a pasar algo así... “Mar del Plata es como un pueblo, estamos acostumbrados a estar tranquilos en el invierno”. Detrás de ella, sobre la rambla que bordea el mar, una cuadrilla de albañiles trabaja contra reloj para terminar los arreglos de la ciudad. Hoy es el último día antes de que el centro se vacíe de extraños, ya que toda el área será vallada por el operativo de seguridad de la Cumbre. A partir de mañana, sólo quienes tengan su acreditación van a poder circular por las 250 manzanas que rodean a los hoteles donde se alojarán los presidentes y se realizarán las deliberaciones. El operativo va a movilizar a las cuatro fuerzas y ya se ven sus aprestos: los marplatenses los sobrellevan, aunque hablan con escepticismo de la utilidad de la Cumbre y hay mucho descontento por la visita de George W. Bush.
Dos cuadras adelante por la costanera, en una de las cuadrillas, Manuel Aveque da un panorama más negro que el de Sandra. No le gusta la visita de Bush, “porque hay que ver cuántos inocentes mató y los que va matar ahora cuando venga, si pasa un atentado”, dice. El hombre se ha sacado el casco y hace un descanso para contestar la pregunta. Así que él también cree que va a pasar algo. “Sí. Es un peligro que él venga acá. Viniendo aca, ¿cuántos inocentes puede matar?” Uno de sus compañeros interviene con una frase: “Bush es una plaga, donde va, mata”. Y un minuto más tarde varios repiten la historia de las bolsas para los cadáveres, con una variante. En su versión no es el gobierno local quien las compró sino que los norteamericanos las trajeron, “fundas y algo de cuatro mil ataúdes”, detalla Manuel, “que transportaron los Sea Harriers”. ¿No es muy complicado pensar que van traer esa cantidad de ataúdes? El dice que no, que se sabe que “los norteamericanos mismos los trajeron. Y eso quiere decir –concluye– que ya vienen con todo programado.”
A dos días del inicio de la Cumbre, versiones como ésta tienen a la ciudad con los nervios de punta. Tanto que los rumores debieron ser desmentidos oficialmente por la municipalidad en conferencias de prensa, empezando por lo de las fundas y demás. Pero igual siguen circulando. A fin de cuentas, así es como funciona el rumor, cuanto más inverosímil más se repite, mejor va de boca en boca. Aquí todo el mundo tiene un pariente que le dijo que vio, o un amigo que escuchó que le dijeron. Y hay versiones para todos los gustos: se dice –a Página/12 se lo contó un conocido, a quien se lo dijeron de buena fuente- que los yanquis ya tienen alquilados dos frigoríficos cercanos. Para guardar los cuerpos, porque una funda puede muy bien contener los restos, pero no impide la descomposición.
La delegación norteamericana alquiló al Sheraton completo. Es vox populi que a todos los empleados les dieron asueto porque George W. Bush trae un staff, desde el cocinero al botones, pero el que vaya al hotel encontrará al plantel de siempre. “Aunque nosotros también esperamos, no sabemos qué va a pasar”, advierte en la oficina de seguridad uno de los dependientes. “Hasta hoy trabajamos, por ahí mañana vienen y nos dicen que nos vayamos a casa, ¿quién sabe?”. El hombre junta las manos en un rezo y alza los ojos al cielo: “¡Ojalá!” pide, con aire dramático. Junto a la oficina, que está ubicada en el subsuelo, hay un depósito en el que un enorme camión de Coca Cola está descargando sus botellas. Los empleados del hotel no pueden desmentir que la delegación estadounidense vaya a llegar con un container de alimentos y agua, tal vez sea así. Ese otro de los mitos más contados, el miedo de los norteamericanos a que los envenenen. Aunque los marines se dejen ver en los restaurantes del centro frente a suculentos bifes de chorizo, sin señales evidentes de preocupación.
El hotel está en un barrio de chalecitos bajos, con techos de teja, que quedará encerrado en unos de los anillos de estricta seguridad. El colegio Guttemberg está en esa área, a dos cuadras del Sheraton. El viernes tuvo una amenaza de bomba y debió ser desalojado. Las autoridades se lo tomaron con calma. “Los alumnos más grandes ayudaron a los más chiquitos y los padres hicieron una cadena por celular para venir a buscarlos”, dijo en el parque cercano donde esperó con los chicos Pedro González, de la dirección de la escuela. Pero hubo padres irritados. “Es un desastre; nos vallaron la zona, está lleno de policía y tuve que venir corriendo por la amenaza”, se quejó una mamá mientras metía a sus chicos en el auto. Antes de arrancar, dijo que se irían de la ciudad el lunes, por toda la semana.
La ansiedad desatada no mejora las cosas. El jueves, mientras los principales shoppings anunciaban que van a cerrar durante la Cumbre, una casa de venta de celulares le dijo a los diarios locales que guardará todos sus teléfonos en un sótano, “por el vandalismo”. En un efecto dominó, otros pequeños comerciantes se preguntaron si no sería mejor bajar también sus persianas. El intendente Daniel Katz los interpeló por televisión: “Paren con la psicosis”.
Hay rumores que traspusieron la ciudad. El más fuerte es el que dice que las custodias presidenciales, para prevenir un atentado, van a anular el uso de los teléfonos celulares a su paso. Uno de los responsables de prensa de la Cumbre recibió un llamado por este tema de un medio extranjeros. Enterados de la situación, quería hacer un contacto para instalar un sistema de telefonía satelital con los buques pesqueros que están en alta mar.
En la Rambla, dentro de la zona de exclusión, el dueño del bar La Chumbita escucha la anécdota y opina que tal vez sea una precaución razonable: mejor pensar en todo. Una de sus vecinas, cuenta, le recomendó que comprara alimentos, agua y una linterna porque si hay un atentado se va a cortar la luz. El barman sigue la conversación desde atrás de la barra. Sobre la costa, una lancha y varios gomones de la Prefectura patrullan en ambas direcciones la zona. El dueño cuenta que le gusta que haya policía, “ojalá fuera todo el año así”. Lo que lo pone loco es que hayan cambiado todas las farolas y arreglado la costanera porque viene Bush. “Nunca hacen nada. Ahora que viene Bush a él le hacen todo”. “Entonces”, retoma Página/12, “a ustedes el despliegue policial los hace sentir más seguros”. El dueño saca del bolsillo la acreditación que le permitirá cruzar los controles del vallado. La muestra. Es una tarjeta sin foto, ni código de barras. La miramos al trasluz: tampoco tiene sello de agua. Es nada más que un cartoncito impreso en blanco y negro. “¿Te parece que me puedo sentir seguro?”, pregunta. Se la guarda de nuevo el bolsillo, meneando la cabeza, con una de esas sonrisas tan argentinas, que lo dicen todo.
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