EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Mercadeos
› Por J. M. Pasquini Durán
Algunos núcleos concentrados de la producción y el comercio añoran la convertibilidad o, mejor dicho, la rentabilidad en dólares. Prefieren un mercado de dimensiones reducidas pero con altas tasas de ganancias antes que el consumo masivo con márgenes razonables. Los más ambiciosos quisieran consumidores cautivos, obligados a pagar tarifas y precios únicos, sin competencia y ningún riesgo para el capital. Es la versión más perversa de los cánones del capitalismo, elaborada como doctrina para la etapa de la megaconcentración en monopolios y oligopolios. Esas prácticas producen una sociedad bipolar, de ricos y pobres, con una franja ancha de excluidos del consumo, o sea una comunidad con injusticias crispadas. Aplicada a los préstamos internacionales es el fundamento de la conducta defendida por organismos como el Fondo Monetario (FMI) y en el comercio mundial levanta barreras para impedir que la producción de los países en desarrollo pueda competir en los mercados centrales, en los que también crece el sector de los postergados y excluidos. De vez en cuando, casi siempre por circunstancias fortuitas y pasajeras, crece la demanda de alguna materia prima generando precios de excepción, momento que tratan de aprovechar los productores pero sin aumentar la oferta, aunque eso signifique desabastecer, y encarecer, al mismo producto en el mercado local. Está pasando en el país con la provisión de carne. Con otras mercaderías, aun sin la demanda foránea, el agio y la especulación son consecuencias directas de maniobras ilegales de quienes tienen el control del abastecimiento, con el único propósito de alcanzar la máxima rentabilidad en divisas. Sería interminable hacer el recuento de las maniobras posibles, pero cualquiera puede advertir sus efectos comparando precios y tarifas con los valores del primer trimestre de este año.
Cuando la inflación sube sin control, trae como consecuencia la restricción del consumo, el malestar de los excluidos y entre los trabajadores refuerza las presiones por mayores salarios, tan deprimidos después de años de congelamiento que no resisten las alzas de precios y tarifas sin imponerse nuevos sacrificios. Es el proceso contrario a la llamada “sociedad del bienestar”, sustituida a fines de los años 70 y principios de los 80 por las recetas conservadoras etiquetadas como neoliberalismo. La sustitución de un tipo de sociedad por otro no se hizo sin resistencias, pero fueron derrotadas, casi sin excepción, en algunos casos mediante espirales de violencia y baños de sangre, cuyas heridas todavía sangran en el cuerpo social. Conviene recordar siempre que la última dictadura del siglo XX en el país utilizó la contrainsurgencia como excusa, pero a la vez impuso el modelo económico de la bipolaridad social. Según ese recetario, el Estado ideal es el que ampara a la riqueza y resigna a la pobreza, aunque sea a palos. Para edificarlo, el poder concentrado de la economía quitó a la política su razón de existir, que dejó de ser un instrumento para modificar la realidad, y vació el sistema institucional de representantes, a través de los cuales gobierna el pueblo según la Constitución, en muchos casos por el método de compra y venta de voluntades hasta niveles de megacorrupción. El hastío con ese estado de cosas produjo la pueblada de diciembre de 2001, la sucesión de cinco presidentes en una semana, el saqueo de los ahorros públicos y la devaluación de la moneda, con decenas de muertos por la represión policial, para citar sólo algunas de las inolvidables conmociones al comienzo del siglo XXI. La referencia histórica no ofrece ninguna novedad, pero vale como contexto para hacer memoria: la puja por o contra la inflación puede ser o no una ocurrencia demagógica pero jamás es asunto menor, porque implica un debate con pliegues y repliegues, sobre el tipo de sociedad y de Estado, donde se definen rumbos que más temprano que tarde incidirán en las chances de conseguir justicia y bienestar para las grandes mayorías. El ministro Roberto Lavagna, en el coloquio de IDEA, recinto empresario en el que la idolatría del mercado tiene vara alta, aseguró que no cabe dramatizar el desafío de la inflación. Es conocida la afición del economista por los tonos mesurados, con los que suele diferenciarse de otras voces oficiales, pero corre el peligro de banalizar el problema. El criterio presidencial sobre cómo tratar el tema es diferente, a juzgar por lo que se pudo escuchar esta semana.
¿Por qué surgen presiones inflacionarias en este momento? Para los núcleos duros de la economía concentrada la presión por la máxima rentabilidad en dólares es un objetivo permanente, pero tratan de avanzar cuando perciben que en el Gobierno y el Estado hay fisuras o debilidades que pueden aprovechar en su beneficio. Las diferencias del gobierno nacional con Washington acerca de la integración conveniente para el país y la región, puestas de manifiesto en la Cumbre de Mar del Plata, combinadas con el propósito oficial de renegociar en diez cuotas el pago de los 10.000 millones de dólares de deuda con el FMI, les hacen pensar que tendrán aliados externos para atarle las manos a la administración de Kirchner por si se le ocurre dictar políticas de control que lesionarían la “libertad de mercado”. En el ámbito interno, por lo menos hasta el 10 de diciembre, saben que el Presidente no cuenta con un Congreso dispuesto a confrontar con los lobbies empresarios. Al mismo tiempo, intentan poner en duda la autoridad presidencial, reforzada después del 23 de octubre, sembrando incertidumbre y alarma en la población. El Presidente, por su lado, prefirió atacar con los tapones de punta, según su estilo de diálogo con la ciudadanía, y le puso nombre y apellido a los supermercados que, a su juicio, están “cartelizados”, o sea convertidos por asociación clandestina en una suerte de mafia, para ejecutar una desmedida remarcación de precios. Por ahora, es una hostilidad discursiva, porque es posible que si el Gobierno quisiera avanzar con medidas más contundentes, usando incluso alguna legislación vigente, hay buenas probabilidades de que tenga que confrontar con un frente coaligado de intereses que conservan la fuerza adquirida en el último cuarto del siglo XX.
La pregunta inevitable, entonces, es inquietante: ¿acaso la política sigue mellada como instrumento de poder y de cambio? Comparada con los años 90, es innegable que la actual administración hace esfuerzos, desde su origen, para reinstalar a la política en el centro del poder que habían ocupado los idólatras del mercado. Más aún: por distintas vías trata de alentar a la renovación de grupos empresarios, algo así como la recreación de una “burguesía nacional” más interesada en la producción que en la especulación. Una cosa es el deseo y otra muy diferente los tiempos de realización. La formación de nuevos cuadros de la política y de la economía es una tarea más lenta que las urgencias insatisfechas que apuran el paso del Gobierno. La ciudadanía, por su parte, simpatiza por mayoría con la figura y la gestión presidencial, pero aún desconfía de los aparatos partidarios y de las instituciones republicanas. Los trámites en la Legislatura porteña para el juicio político a Aníbal Ibarra no hacen más que alimentar esas prevenciones. Esta posición expectante, si no de incredulidad, por un lado alienta al compromiso cívico con las preocupaciones específicas de cada grupo o sector, pero por otro lado retiene a la democracia en sus formatos más simples y dispersos. Puede ser el punto de partida hacia la formación de nuevas políticas y la renovación verdadera de las instituciones de representación, siempre que haya voluntad de avanzar, tanto en la cúspide como en la base, y que todos rechacen la tentación de tomar atajos y diagonales, en nombre de dolores y demandas más que legítimas o de apetencias de poder desmesuradas.