EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Desde su fundación en 1876, la Sociedad Rural Argentina (SRA), expresión de una elite agropecuaria integrada hoy por diez mil socios, el 0,02 por ciento del total de la población, fue un “factor de poder”. La denominación refiere a los grupos que, sin requerir el consentimiento mayoritario, por diferentes motivos ejercen una dosis de autoridad sobre los negocios públicos para acomodarlos a sus intereses particulares y minoritarios. En su nombre se cometieron atrocidades, como las que registró Osvaldo Bayer, con indiscutible rigor documental, en La Patagonia Rebelde. Durante décadas, la feria anual de la SRA en Palermo fue el tribunal donde los presidentes de la Nación eran sometidos a examen y, a la manera del Coliseo en el Imperio Romano, las tribunas decidían con el aplauso o la rechifla sin someterse a la azarosa fatiga democrática de las urnas, considerada entre muchos de ellos un típico entretenimiento de la chusma. A ese ejercicio ilegal del poder se debe, en buena medida, que el sistema político democrático no tenga hasta hoy un partido conservador serio y competitivo que dispute las mayorías electorales. Durante el siglo XX, las Fuerzas Armadas actuaron como grupos de tareas de los factores de poder. Es fácil deducir de ese prontuario, expuesto aquí en apretadísima síntesis, que en la cultura de la SRA pueden existir criterios de beneficencia, pero de ningún modo alguna obligación solidaria hacia los que menos tienen ni mucho menos principios de justicia social, a los que considera sonsonetes de la demagogia populista.
Para ir a los bifes, sin más evocaciones históricas, el lunes último la SRA firmó un acuerdo de precios con el Gobierno y los demás participantes en la cadena de producción de carnes, pero a las pocas horas hizo borrón y cuenta nueva. Al parecer, según sus voceros, habían entendido que dicho acuerdo era un ventajoso contrato comercial, por el cual la industria congelaba por un año el precio de unos pocos cortes de consumo masivo y a cambio los ganaderos de la SRA eran beneficiados con el descuento de diez puntos en las retenciones a la exportación de la vaca entera. Dado que esas retenciones ya fueron absorbidas por la suba de la cotización del dólar y que el precio interno de la carne, desde la devaluación, aumentó más del doble que el índice general, si el acuerdo hubiera sido como quisieron entenderlo resultaba que el Estado nacional, con el dinero de todos, terminaba subsidiando al “factor de poder”. El presidente Néstor Kirchner, ausente en la tribuna examinadora de las ferias rurales, los acusó de avaricia, pero tal vez el término exacto debió ser insaciables, es decir que nada los colma, siempre quieren más. Ese tipo de conductas, en los primeros años ’70, definían al sector que en los graffiti y consignas populares, sobre todo en los ámbitos juveniles, era nombrado como “la puta oligarquía”. Hay que decir que los radicalizados jóvenes de aquellos años erraron en diversas apreciaciones de la realidad, pero no en todas.
En la víspera, sin renunciar al diálogo, Felisa Miceli, titular de la cartera de Economía, anunció un registro de exportadores (ver página 4) y sugirió algunas otras medidas tendientes a sostener lo que calificó de objetivo irrenunciable: abastecer la canasta promedio de consumo masivo, sobre todo a los sectores de menores ingresos, con productos a precios accesibles. La carne es uno de ellos ya que apenas la situación mejoró un poco el consumo interno subió de 55 a 65 kilos/persona. Es que si el Gobierno no controla el movimiento de los precios volverá a dispararse la carrera entre inflación y salarios, desbaratando así los equilibrios de la economía nacional, en un cuadro donde todavía hay millones de familias agobiadas por las penurias de la pobreza. Dado que por sus orígenes y naturaleza, el Gobierno y el Estado de la república democrática tienen que velar por el bienestar general si no quieren traicionar su mandato, como hicieron tantos otros en el pasado, no pueden renunciar a este tipo de pulseadas.
La SRA tiene el derecho, por supuesto, a defender sus intereses, pero no como factor de poder sino igual que todos, según manda la Constitución, a través de sus representantes. Tiene la vaca atada, la influencia mediática y, al decir de alguna vocera, la materia gris para formar un partido que represente a esa minoría y busque la adhesión cívica en las próximas elecciones. Ahí anda el gobernador neuquino Jorge Sobisch en conversaciones con el vicepresidente Daniel Scioli y el empresario de fútbol Mauricio Macri para rejuntarse a la derecha del arco ideológico nacional. No tendrán el olor a establo del ganadero de linaje, pero tampoco lo tenían Videla ni Onganía y sirvieron lo mismo, aunque es cierto que uno tuvo a Martínez de Hoz y el otro a Krieger Vasena, que arrancaban aplausos en las ferias palermitanas. Dado que no se pueden esperar uniformados serviles, estos civiles podrían, si fuera necesario, elegir el economista adecuado entre la mucha mano de obra que quedó vacante de los años ’90.
Hay otras minorías que merecen la atención de la sociedad, porque se la ganaron a lo largo de treinta años. Al cerrar la última Marcha de la Resistencia encabezada por su agrupación, Hebe de Bonafini expuso su razón: “Estamos obteniendo revoluciones por el voto democrático en toda Sudamérica sin derramar sangre, pero sobre la sangre derramada por miles y millones”. Y arengó: “No dejemos pasar este momento histórico, si no fracasaremos como pueblo”. Tampoco olvidó la crítica: “Los partidos de izquierda sacan menos votos que Moria Casán”. Hebe, como la llaman todos los que la aprecian, expresó ahí un sentimiento que no les pertenece sólo a ese puñado de Madres de la Plaza, más allá del acuerdo o el disenso con la decisión anunciada. Esa expectativa esperanzada acompaña en este momento al Gobierno: tal vez no tenga la contundencia de un “factor de poder”, porque en otras oportunidades históricas pudo ser burlada o defraudada, pero si el Gobierno no quiere matar su futuro político no podrá ignorarla en la gestión concreta de gobierno.
Esa gestión no sólo está amenazada por la SRA, sino por núcleos de poder más grandes y multinacionales. La disputa por los recursos naturales, en primer lugar las fuentes de energía y el agua, es el principal campo de disputa de esa revolución que imagina la señora de Bonafini. Son áreas que demandan respuestas estratégicas, en las que no se puede improvisar ni probar el método de ensayo y error. Entre otras oportunidades, la ocasión ofrece la posibilidad de un reencuentro entre la tarea de gobierno y la capacidad de elaboración de los centros académicos. Desde ya que los intereses del mercado son demasiado estrechos para abarcar el tamaño del desafío, pero también la política sola es insuficiente para abordar esos temas, donde se juega no sólo el control de soberanía, de autodeterminación y de riquezas nacionales, sino también la calidad del hábitat humano.
Es increíble, por ejemplo, que en el caso de las papeleras uruguayas y los potenciales riesgos de contaminación, el discurso que excita los sentimientos públicos sea el del gobernador Busti que se desayunó ambientalista el día después de que se bajó de la brigada de gobernadores duhaldistas que miraban a Kirchner con la nariz fruncida. ¿Cómo es posible que la diplomacia integradora, de cooperación solidaria, no haya formado una comisión mixta de especialistas universitarios de ambas orillas para que elaboren un dictamen con bases científicas que pueda servir de insumo al diálogo político? La política debe servir al pueblo, en lugar de satisfacer sus mezquinos apetitos, pero ese servicio implica, a veces, contener los desbordes emocionales de la comunidad en lugar de incentivarlos para cazar votos, reparar prestigios resquebrajados o linchar adversarios. La ecología, el medio ambiente, son espacios propicios a los excesos, de un lado por la indiferencia depravada de los negocios y, del otro, por la romántica nostalgia del retorno a la región más transparente, como llamó Carlos Fuentes a su México antes de la cruel polución que hoy lo asedia. No es cuestión de alimentar la creación de nuevas elites oligárquicas en lo que debería ser el campo propicio para el progreso real de la vida. Una aproximación de realismo preocupado, comprometido de verdad, sobre todo si se pretende una “revolución democrática”, pone a prueba los auténticos liderazgos.
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