Sáb 04.02.2006

EL PAíS  › OPINION

De amigos y enemigos

› Por Washington Uranga

El nombramiento de Oscar Sarlinga como nuevo obispo de Zárate-Campana no puede verse sino en el contexto de una lucha ideológica y de poder que hoy se plantea en la Iglesia Católica argentina y más particularmente dentro del Episcopado. Se trata por cierto de una batalla real, que enfrenta posiciones distintas en lo estrictamente religioso pero también en lo social y en lo político. Esto más allá de que algunos obispos, como el caso de Carmelo Giaquinta y Eduardo Mirás, salgan ahora al cruce de las informaciones periodísticas –que surgen por cierto de las mismas fuentes eclesiásticas– para hablar de “ciertas noticias que intentan desprestigiar” al obispo Mollaghan (del comunicado de Mirás) o “la figura pastoral” de Sigampa “lanzando el infundio de que su nombramiento no sería del agrado del Episcopado argentino” (del comunicado de Giaquinta). Ya no resulta creíble para la sociedad que los obispos quieran desautorizar las informaciones que hablan de discrepancias en el seno del Episcopado, pretendiendo una unidad de criterios que no existe ni en la Iglesia Católica ni en su jerarquía. Lo que no resulta tampoco entendible es cuál puede ser la gravedad o el daño que se le causa a la imagen de la Iglesia porque trasciendan a la luz pública diferencias de criterio, posiciones distintas, discrepancias. Por el contrario, para muchos éste puede ser un signo positivo. Paradójico resulta además que sean las mismas voces eclesiásticas que hoy critican desde una actitud corporativa a la prensa las que en otros momentos se quejaron porque los medios “nos tratan a todos los obispos como si todos fuéramos igual a Baseotto”.

Pero más allá de esta situación, lo que deja en evidencia el nombramiento de Sarlinga es el poder real que todavía ostenta la alianza Caselli-Sodano, incluso por encima de las opiniones del cardenal Bergoglio y del conjunto del Episcopado. Se sabe que la sociedad, construida durante el gobierno de Carlos Menem entre el ex embajador argentino ante la Santa Sede y el secretario de Estado del Vaticano, se sitúa tanto en el plano ideológico como en el económico y en el de los negocios en los que están involucradas ambas familias. Esta situación habla también de que en el Vaticano de Benedicto XVI son mejor recibidas las posiciones ortodoxas y conservadoras, antes que las tímidas aperturas que se vienen produciendo en la jerarquía argentina, su mayor compromiso social y con la defensa de los más pobres. Para Roma, en la persona de Sodano, resultan más potables los obispos de “reconocida ortodoxia” y para Caselli lo mejor es que sus amigos lleguen a posiciones de influencia dentro de la jerarquía para favorecer su propia incidencia.

Los obispos argentinos protestan en voz baja porque el Vaticano no los escucha y la dupla Sodano-Caselli los sigue burlando. Pero cuando tales quejas llegan a la opinión pública se preocupan “por la imagen de división que daña a la Iglesia”. Como si lo mejor fuera tapar la verdad con un manto y eso ayudara a resolver las diferencias. Pero como el hecho trasciende las fronteras institucionales en un país donde la Iglesia Católica tiene gran influencia en la sociedad, lo que está sucediendo debería también abrir a una lectura de parte de los políticos y de los dirigentes gubernamentales. Porque tal vez, en la Iglesia y fuera de ella, los enemigos comunes sean los mismos para todos aquellos que intentan generar cambios en la Argentina de hoy.

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