EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
La jornada de la víspera, a treinta años de aquel asalto al poder por las Fuerzas Armadas, será recordada para siempre porque provocó una movilización popular impresionante, como hace mucho tiempo que no se veía en el país. Una muchedumbre policlasista, con fuerte presencia de clases medias, de una vasta pluralidad ideológica y multietaria con predominio juvenil, la mayor parte de los presentes integrada a la marea humana sin encuadramientros orgánicos, por propia decisión, mostró que con esfuerzo está arraigándose, al fin, una cultura nueva, ajena a dogmas y prejuicios pero con una vocación definida por la libertad y la justicia. Pese a algunas provocaciones y a la mezquina pretensión de grupúsculos por manipular el contenido del acto en la Plaza de Mayo, la ciudadanía allí congregada supo pasar por encima de esos incidentes y rendir solidaridad con las Abuelas y las Madres, heroínas indiscutidas de una resistencia inclaudicable de veintinueve años sucesivos.
Al mediodía de ayer, la expresión de ese pensamiento nuevo tuvo otro momento excepcional con el mensaje presidencial pronunciado en el solemne recinto del Colegio Militar. Nunca antes, ni siquiera en la etapa del Juicio a las Juntas, un jefe de Gobierno expuso con tanta precisión y amplitud el relato de lo que ocurrió, las culpas y responsabilidades, los compromisos éticos con la memoria, la necesidad de identificar y castigar a los culpables para emancipar del estigma a los inocentes y el compromiso del Estado con la verdad y la justicia. En su mensaje, Kirchner se pronunció por la inconstitucionalidad de los indultos decretados por Menem, pero confió en la Corte Suprema para que confirme o modifique esa opinión. La noche anterior, en otra ceremonia, el Presidente promovió a generales a los coroneles Cesio, expulsado con deshonor por los verdugos del terrorismo de Estado, y Rico, asesinado por los sicarios de la Triple A, gestos que ratifican esa política de Estado.
La profusión de recordatorios, que colmó la semana de toda clase de actos, alcanzó grados de saturación porque parecía que nadie quería figurar ausente, algunos tal vez motivados por la oportunidad, ya que el empuje del Estado y el gobierno nacional impulsaban con fuerza la evocación de aquella tragedia. Hay muchos actos de gobierno que merecen controversia, pero en estos temas el mérito es incuestionable. Basta comparar las conductas: durante poco más de dos tercios de los años posdictatoriales las formas de república democrática rigieron la vida en sociedad. Sin embargo, dentro y fuera de los sucesivos gobiernos, las representaciones cívicas, con honrosas pero escasas excepciones, tuvieron inflexiones de conciliación con el ominoso pasado (leyes de olvido, indultos, propuestas de reconciliación aunque no hubiera confesión y arrepentimiento). Sin la activa presencia de los familiares de las víctimas y de los defensores de los derechos humanos, quién sabe en qué recodo de la historia se habrían atascado las legítimas e imprescriptibles demandas de verdad, memoria y justicia.
No fue un recorrido lineal hacia adelante porque hubo tramos en zig-zag y otros de franco retroceso, pero en cada etapa las ondas expansivas de esa labor constante logró penetrar en capas más amplias de la población, desprendiendo antes que nada los mitos sembrados por el terror y las confusiones aparecidas con la democracia, como la teoría de los dos demonios que pretendía comparar peras con manzanas. La Nación, actual vocera de esa teoría, en el editorial del domingo 19 afirma “entre el 25 de mayo de 1973 y el 23 de marzo de 1976 los distintos grupos subversivos produjeron más de 6500 hechos de violencia, en los que murieron 1358 personas”, pero no cita fuentes de la estadística. En cambio, el mismo matutino en su edición de ayer informa sobre documentos desclasificados enWashington de los cuales se puede inferir que después del Mundial de 1978, el Ejército se hacía cargo de 22 mil muertos.
Sin contar esta semana, hay mil quinientas marchas de la resistencia, que dan cuenta de esa formidable experiencia de constancia y paciencia, sin linchamientos ni revanchas particulares, que será para siempre una referencia ejemplar, porque desde el abismo de una tragedia supo elevar su causa hasta los actuales niveles. El mitin de ayer fue como la cúspide de esa gesta, aunque todavía el final pertenece al horizonte. Tamaño comportamiento elevó la calidad de la convivencia democrática en la medida que instaló el principio de igualdad ante la ley, pese a que algunos sectores tratan de interpretar que si uno es víctima de algo no sólo tiene razón sino el derecho a destruir al victimario de cualquier manera.
Ese victimismo revanchista no tiene nada que ver con la conducta de treinta años de los movimientos que defienden y promueven los derechos humanos. Lo que sí puede aceptarse como un legado verdadero es el duro aprendizaje acerca de la relación con los poderes: aunque sea parte funcional del sistema, la delegación de responsabilidades nunca puede ser tan absoluta que el ciudadano se siente a esperar que alguien, elegido, provea a sus necesidades y bienestar. No habrá progreso verdadero y sostenido si cada porción de la comunidad desecha la responsabilidad particular por el futuro colectivo.
Hoy en día, sea por convicción o por oportunismo casi no importa, la multiplicación de los mensajes provocaron el interés y la curiosidad de muchos, sobre todo de las nuevas generaciones, para quienes sucesos de hace treinta años pueden percibirlos tan remotos como el primer viaje a la Luna. Los relatos, por supuesto, no tienen un solo enfoque, ya que todavía la sociedad no hizo la síntesis necesaria para tener una versión acabada y completa de lo que pasó. Por ahora hay acumulación de saberes y memorias que van sumando a la conciencia general. El abanico es tan amplio que en una punta están los que todavía califican a las masacres de la dictadura como “excesos y errores”, algo así como los “daños colaterales” que invoca el ejército de ocupación en Irak cada vez que arrasan con la vida y los bienes de civiles desarmados, hasta los que, en la otra punta, anuncian el triunfo del bien sobre el mal como un destino inexorable. Si fuera así, ¿para qué luchar?, bastaría con esperar el buen final. Por fortuna, los defensores de los derechos humanos nunca cejaron en el empeño. Esa trayectoria de lucha tal vez sea el legado más sobresaliente de las tres décadas pasadas.
La dictadura más cruel del país en el siglo XX no nació de un repollo. Tampoco fue la repuesta ineludible a un gobierno grotesco o a la insurgencia de milicias juveniles, porque aquel golpe de Estado formó parte de una sucesión de asaltos al gobierno en el Cono Sur y en casi toda la región. Eran piezas de un plan más amplio cuyo propósito central era desarmar la oposición popular a una reorganización de las economías regionales según las pautas conservadoras más estrictas. Hay archivos, documentos y toda clase de evidencias para comprobarlo. Sin embargo, esta dictadura tuvo una ferocidad superior a las demás. ¿Cuánto de lo monstruoso que pasó había incubado antes en la sociedad argentina? ¿Qué sustratos perversos salieron a la superficie para que jefes y oficiales de las Fuerzas Armadas y de seguridad actuaran con semejante desprecio inmisericorde por el otro?
Por lo pronto, habría que reconocer que los militares pudieron avanzar hasta donde llegaron porque encontraron las puertas entreabiertas. Igual que otros golpes anteriores, aunque éste peor que ninguno, no hubiera sido posible sin el consentimiento, entusiasta o resignado, de los civiles que tenían responsabilidades decisorias en todo tipo de instituciones, los partidos políticos en primer lugar y luego, de la Iglesia cupular a los medios de prensa, de los sindicatos a los organizadores del Mundial deFútbol, de los indiferentes a los nacionalistas sobresaltados de Malvinas. Es uno de los más tremendos fracasos de aquella república plagada de facciones antagónicas que sólo concebían el futuro a través de la aniquilación del Otro.
La revisión no es un ejercicio morboso de repartición de culpas, sino el honrado intento de identificar las raíces de la tragedia, puesto que la dictadura fue la pústula abierta de una cultura que estaba allí, en la sociedad. Reconocer esas raíces, con los ojos bien abiertos, hará más fácil en el presente distinguir los rescoldos de lo que quedó, algo así como muros de subjetividad que se niegan a la convivencia en pluralidad, no sólo en la derecha también en la izquierda como se pudo ver anoche en el tramo final de la impactante marcha.
Los desaparecidos políticos son una realidad convulsionante, pero ¿acaso lo son menos los excluidos económicos? ¿Cuántas veces treinta mil han muerto en estas tres décadas por alguna consecuencia de la hambruna y la miseria? ¿Cuántos niños de hoy tienen su propio futuro desaparecido? Es un desperdicio, por cierto, que entre tanta memoria desplegada durante estos días, en la mayoría de los informes hayan estado ausentes o tuvieran escasa relevancia civiles de la talla de José Alfredo Martínez de Hoz, mencionado en el mensaje presidencial de ayer, cuyo primer discurso después del golpe ilumina el sentido profundo de la asonada militar. En esos textos y hechos, además, están las semillas de lo que terminaría por florecer en la década de los noventa y que todavía hoy se aferra a ciertos poderes económicos como la hiedra al muro. La oligarquía ganadera es un ejemplo apropiado en las actuales circunstancias.
Si es verdad que ya quedó en claro que el respeto a los derechos individuales y civiles son obligaciones permanentes de la república democrática y de todas sus instituciones, es tiempo de pensar en los derechos humanos por lo que tienen que ver con el pasado, pero también por sus implicancias más amplias del presente. Para decirlo en términos sencillos y directos: los derechos ciudadanos estarán siempre incompletos si no se realiza la justicia social, desde el derecho a la protesta hasta la equitativa distribución de las riquezas. Cada mujer u hombre en derecho de ciudadanía no puede ser desmembrado: si vota, la democracia ya cumplió, si no come, no trabaja o no se educa es culpa de cada individuo, pretenden los demócratas formalistas. No habrá verdadera democracia si las mayorías no gozan de la plenitud de oportunidades. Eso es lo bueno de este presente: la vida empuja más que la muerte.
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