Sáb 08.04.2006

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

EMBLEMAS

› Por J. M. Pasquini Durán

La victoria aún es simbólica porque falta que se realice, pero el Gobierno logró el acuerdo para bajar los precios de once cortes de carne de alto consumo alrededor de veinte por ciento, debido a que la referencia es noviembre de 2005, y congelarlos durante este año, venciendo así las resistencias enconadas de un sector de la producción encabezado por la Sociedad Rural. Como sucede en toda negociación, la economía pública restituirá algunos beneficios a los ganaderos, pero ninguno, según los términos anunciados, afectará a la democracia distributiva. No es liviano el avance conseguido sobre las presiones inflacionarias, en especial porque los contrincantes ocasionales, la Sociedad Rural y sus aliados, no están acostumbrados a menguar sus intereses particulares en nombre de invocaciones gubernamentales a la solidaridad social. Con cierto tufillo a sarcasmo, en el momento del acuerdo uno de los criadores de bovinos comentó: “La carne no está cara, están bajos los salarios”. Hay que tener tupé, decían las señoras de antes que no usaban palabras feas, pero de paso el comentario apuntaba, con malicia, hacia otro frente social con malestares.

La medición de los salarios tiene en cuenta, primero que nada, la relación con el costo de vida pero, dada la injusta distribución de las riquezas nacionales, la sostenida reactivación de la economía, a la que los trabajadores han contribuido en proporción significativa aumentando la productividad con salarios congelados por años y décadas, las pretensiones actuales quieren superar la línea de pobreza pero no sólo, también mejorar la calidad de la vida. Es cierto que el desequilibrio de los ingresos entre ricos y pobres es un fenómeno mundial, debido al peso decisivo que tuvieron las políticas conservadoras en la mayor parte del planeta, en especial durante los años ’80 y ’90 con prolongaciones que llegan hasta el presente. Uno de cada cinco norteamericanos es pobre, mientras que los beneficios empresariales crecieron, en 15 años, un 87 por ciento. En España, el salario promedio real llegará a mediados de este año a 1500 euros mensuales, en bajada por séptimo trimestre consecutivo, por lo que el poder de compra será equivalente al del año 1997, en tanto el hombre más rico de ese país, Amancio Ortega (“Zara”), posee una fortuna estimada en 12.323 millones de euros, seguido por los balances de El Corte Inglés, Grupo Santander, Telefónica y Repsol. Los datos no justifican la resignación, puesto que ya se sabe: “Mal de muchos, consuelo de tontos”.

En los planes de gobierno tampoco pueden dar piedra libre a los salarios porque sería inevitable que después de ciertos límites los patronatos descarguen las diferencias sobre los costos de los consumidores, por lo que precios y salarios quedarían encerrados en el tradicional círculo vicioso, de manera que la inflación estaría a sus anchas para destruir el sueño de una vida mejor. El cálculo oficial pone el tope en veinte por ciento que, descontada la tasa de inflación, dejaría una mejora del cinco al siete por ciento en el promedio real de los salarios. El goteo de mejoras es de una gradualidad tan medida que es muy poco apta para desnutridos o cardíacos impacientes, pero sus amantes aseguran que así es la democracia cuando trata de restablecer equilibrios de bienestar perdidos en tantos años pasados. El debate político sobre los ritmos del gradualismo es inherente, por lo tanto, a la lucha de ideas en la democracia con pobreza masiva (¿cuánto tendrán, o podrán, esperar los más postergados?) y, de vez en cuando, no viene mal que esas discrepancias alcen la voz y ganen la calle, aunque se espanten los timoratos y los hipócritas que confunden la protesta popular con el caos de la violencia. ¿O será que la disconformidad sólo puede ser violenta en Francia, cuna de las reivindicaciones de libertad, igualdad y fraternidad? No es el caso, porque aquí los tiempos de la precarización laboral ya pasaron, entre la pasividad de buena parte de políticos y gremialistas, aunque sus restos asoman a cada rato. La situación de los talleres textiles que emplean, en negro subido, a bolivianos indocumentados apareció entre las llamas de un trágico incendio con víctimas fatales, incluidos cuatro menores. De pronto, volvió a encarnarse y salió a la calle una de las “verdades” del pasado régimen neoliberal de los años ’90 que todavía anda libre, igual que más de un genocida: para muchos trabajadores “peor que ser explotado es no ser explotado”. Las llamas del infierno siguen quemando las piernas de esta compleja democracia, a la que en ciertos momentos le falta de tantas maneras esa decisión redentora que suele inflamar el espíritu de las revoluciones. En su lugar, para decirlo con una definición de la actualidad francesa, circulan demasiados “poetas de la deploración” y especialistas en “declinología”.

A propósito de la puja salarial el Presidente, que está en todo, llamó en persona a la sensatez de las paritarias, para lo cual contó con la diligente adhesión de los sindicalistas de la CGT, atentos en la oportunidad, igual que en tantas otras del pasado, a ponerle el moño a los deseos de la Casa Rosada, afincados en la convicción que toda deuda de amistad se cobra en algún momento. Así, los porteros de consorcios rebajaron sus demandas de 40 a 18,5 por ciento y los camioneros de la familia Moyano de 28 a 19 por ciento, a lo que seguirán otros implicados en la misma línea. El año pasado formalizaron 568 convenciones colectivas, pero casi siempre la mayoría toma nota de los “leading case”.

Hace un año también el salario mínimo se elevó de 450 a 630 pesos mensuales, pero como la cota subió otra vez el Gobierno convocará al Consejo Nacional del Salario para mejorar algún grado, dicen que en cien pesos, de acuerdo con el ritmo democrático actual, en una rápida deliberación. La CGT demandó esa convocatoria, con la certeza que tienen los buenos amigos en la palabra dada. La CTA será convocada, aunque cada vez más lejos de obtener la personería gremial a causa de esas amistades necesarias. A Kirchner le gusta Mariano Moreno, a quien el historiador José María Rosa describe como tipo “enjuto, petiso y con la cara picada de viruelas”, cuyas opiniones sobre el trato hacia los demás, según la misma fuente, era contundente: “Debe observarse la conducta más cruel y sanguinaria con los enemigos de la causa (...) En cambio, a los amigos había que disimularles si en algo delinquiesen que no sea concerniente al sistema (pues) en tiempos de revolución ningún otro delito debe castigarse sino el de infidencia y rebelión contra los sagrados derechos de la causa y todo lo demás debe disimularse” (J.M. Rosa, Historia Argentina, T. II La Revolución, p. 206, ed. J.C. Granda). Claro que las comparaciones históricas no pueden tomarse siempre al pie de la letra, porque nunca faltará el mal pensado que vaya a pensar que la Argentina está viviendo una revolución.

Sin que medie circunstancia revolucionaria, algo de aquellas opiniones que Rosa le atribuye a Moreno asoman aquí y allá, tanto de tirios como de troyanos. Lo que está ocurriendo en los interiores de la universidad pública para elegir al rector ni siquiera tiene que ver con la democracia. Es un degradante espectáculo de lucha libre entre aparatos de minorías partidarias que hicieron nido en la institución, cuyo prestigio muy a menudo tiene la fragancia de lo que ya fue. Hace ya varios años que circulan propuestas de un puñado de especialistas para pensar de nuevo el gobierno y la misión de la universidad estatal, como una puesta al día de aquella reforma transformadora de principios del siglo pasado. En casos como éste, o en el de los trabajadores textiles y en muchos otros, el observador se queda con la impresión de que hasta las utopías quedaron a espaldas del presente. A esto contribuyen en buena medida los medios de difusión de la moderna tecnología, auténticos “poetas de la deploración”. Acudieron en barra a testimoniar los desastres naturales en la zona de Tartagal, de honorable memoria en las luchas populares de los pueblos asolados por las privatizaciones petroleras de los ‘90, con frases plañideras sobre la auténtica desgracia de tantas familias. Ninguno, sin embargo, decidió invertir un poco de esfuerzo para averiguar las causas de los drásticos cambios en el régimen de lluvias en la zona y su posible relación con la deforestación salvaje para el cultivo extensivo de la soja y otros fines. La tecnología satelital es utilizada en estos casos para aplicar las culturas primitivas que recibían las lluvias y los soles como una decisión de los dioses enojados o benévolos con la conducta de los miserables humanos. ¿O es que los ambientalistas indignados van detrás de las inversiones localizadas en el turismo de las riberas entrerrianas del río Uruguay y sólo se arrebatan por las futuras papeleras de la otra orilla?

Es casi increíble que los dos gobiernos democráticos, progresistas y socios del Mercosur hayan dejado que ese pleito de contaminación ambiental desbordara el ámbito de los Estados y su potestad sobre las políticas exteriores. Excepto que por alguna razón que callan de un lado o del otro especulen con sacar provecho político, así sea clientelar, de la absurda confrontación. Es tiempo ya de que la oposición al Frente Amplio deje de inspirarse en los intereses de Finlandia o que la diplomacia argentina tenga que rendir cuentas a un puñado de inversores turísticos que se movilizan en sus automóviles para ejercer el derecho de protesta.

Ambos gobiernos pueden, porque tienen que defender políticas nuevas ante sus propios pueblos, la región y el mundo, que encarar acuerdos sostenidos para realizar los estudios indispensables sin hacerlos depender de intereses económicos minoritarios de ambas márgenes. En esta cuestión también sería bueno terminar de una vez con las deploraciones que empalagan, para lo cual no hace falta ni siquiera buscar las utopías en el pasado. Alcanza con hacerse cargo de las mejores responsabilidades presentes.

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