Dom 16.04.2006

EL PAíS  › OPINION

Estampitas para la Semana Santa

› Por Mario Wainfeld

“Las fotografías, a diferencia de la memoria, no conservan en sí mismas significado alguno. Ofrecen unas apariencias –con toda la credibilidad y gravedad que normalmente les prestamos– privadas de su significado.
El significado es el resultado
de comprender”.


John Berger, “Mirar”.

Muchas personas han visto a Forrest Gump dialogando con un par de presidentes norteamericanos o a Woody Allen (en el papel de Zelig) junto a Adolf Hitler. Cualquier espectador de tevé puede presenciar hoy un partido de fútbol cinco que comparte el actual Ronaldinho con él mismo cuando tenía diez años. Hace unos meses se vio a Cassius Clay, en la flor de su condición, boxeando contra su propia hija, a la misma edad. La capacidad de trucar imágenes es comidilla de cualquier persona discretamente informada y, por efecto de avances técnicos, está al alcance de cualquier amateur. Pese a ello, se sigue predicando (a menudo con éxito de público) que una imagen vale más que mil palabras. Y protagonistas de la política se esmeran en urdir imágenes para probar hechos poco creíbles. Hablamos, entre otras cosas, de la foto entre Néstor Kirchner y Jorge Bergoglio.

Susan Sontag escribió que las fotografías no son tanto un instrumento de la memoria como una invención o un sustituto de ésta. Y propuso que la pulsión contemporánea por la foto tiene, entre otras, dos funciones: munir de información al poder, transformar la historia en espectáculo para las masas.

En la cotidianidad, haciéndose cargo de la costumbrista desconfianza de los ciudadanos, ha surgido la confesa praxis de “juntarse para la foto”. Dos o más protagonistas se “inmortalizan” no ya para demostrar que quisieron estar juntos sino (perdón por la reiteración de palabras) para demostrar que quieren demostrar que están juntos. La foto no prueba que se quieren, por así expresarlo. Prueba (sólo pretende probar) que pactaron posar para una foto.

Como el Presidente y el cardenal, sin ir más lejos.

El backstage fue prolongado y, valga la expresión, jesuítico. Kirchner no quería jugar de visitante y accedió (dándose el gusto de hacerlo por sorpresa) a verse con Bergoglio en una recordación de sacerdotes asesinados por la dictadura y preteridos por la jerarquía. Bergoglio no dio el brazo a torcer, evitando pedir una audiencia al Presidente, algo que en su curioso evangelio se parangona con los pecados de la carne que, se sabe, son los peores.

Nadie tiene que creer, no es ése el mensaje, que los dos contendientes ansiaran darse la mano. La imagen es, por añadidura, sincera al revelar (por omisión) que no tienen intención de hablarse.

La foto informa que los enfrentamientos han mermado. Pero, contra el perezoso proverbio popular, necesita de palabras para ser interpretada cabalmente. Y las palabras que le deberían conferir sentido son usualmente taimadas. Los epígrafes o los artículos que fungen de tales suelen escamotear el contexto o por lo menos su núcleo más interesante, que es la relación del estado nacional con la jerarquía de la Iglesia Católica, a la que el lenguaje común, el periodístico y a veces el oficial apodan a secas “la Iglesia”, lo que es toda una definición. A dos puntas, pues deja de lado otras confesiones pero también a los católicos que no integran la jerarquía.

La discusión pública por venir es “si Kirchner irá al Tedéum en la Catedral metropolitama”, planteo que en esos términos remeda a una foto trucada. El punto debe ser la relación del Estado nacional (que contingentemente representa el Presidente) con la Iglesia Católica. Relación que, a su modo a veces brutal, Kirchner venía ubicando en un interesante estadio de autonomía, sin interferencia en la libre expresión del culto, que es una libertad constitucional básica.

El Tedéum es una interesante cifra de la relación entre el Estado y (bueno) la Iglesia. El Tedéum es, dicho de modo charro, un acto religioso que pide el gobernante. No les cabe, por definición y por cuestiones protocolares, a los sacerdotes convocar a un Tedéum. El Presidente lo pide y los prelados, claro, acceden. Así viene ocurriendo desde los albores de la Patria, comentan (las mayúsculas son suyas) opinadores conservadores o corporativos, y esa persistencia temporal es para ellos prueba de pertinencia, hasta de salud. Tal vez, en un país con pobre tradición republicana, la recurrencia pruebe lo contrario. Un pequeño contrato entre los gobiernos y un poder extra democrático, en el que la pretensa obligatoriedad del gesto diluye la primacía del convocante y lo traviste en prerrogativa del requerido. Católicos con convicciones republicanas añaden un “detalle”: el Tedéum empezó siendo escenario de una oración por la patria y se transformó en tribuna de una homilía. En las homilías, la jerarquía eclesiástica logra un estrado que contertulios de quinchos ABC1 valorizan como excelso para incursionar sobre temas terrenos. Temática sobre la cual los obispos no capacitan más que cualquier otro ciudadano. Es un ejercicio interesante cotejar qué se dijo en esas homilías –que son públicas, a diferencia de los cónclaves de obispos o los documentos internos tan meneados ahora para desmentir complicidades patentes– acerca de distintos gobiernos, por ejemplo de las dictaduras y de los elegidos por la ciudadanía.

El Tedéum, aun mediando un proceso de laicización de la sociedad, es una suerte de derecho adquirido por la Iglesia para sermonear a algunos gobernantes de cuerpo presente. El lector advertido podrá decir que se negociará (o ya se negocia) que este Tedéum sea diferente, light, que (si el Ejecutivo hace su paso de baile) el cardenal Bergoglio se avendrá a moderar su verba. Si así fuera, ambos ganarían, propondrá una lectura ramplona y veloz. Kirchner se habría “acercado” a la jerarquía y ésta habría probado (al menos para una platea siempre inclinada a la alabanza) su moderación y espíritu democrático.

A los ojos de este cronista, la negociación sería una módica regresión a la relación privilegiada de lobby calificado que la cúpula de la Iglesia no resigna, pues le cuesta horrores ceñirse a las rutinas democráticas y a la condición igualitaria que supone una república.

Preguntarse si habrá Tedéum, ya se dijo, es trucar el tema. Preguntarse cuántos países no teocráticos del mundo (incluidos aquellos poblados por mayorías católicas) conservan esa costumbre colonial sería más interesante. Es una práctica en extinción, claro está, una rémora local.

La foto del decano

Atilio Alterini fatiga canales de televisión y (acaso) algún despacho oficial blandiendo algunas fotos que lo muestran presidiendo actos reivindicativos de los derechos humanos. Jornadas, conferencias, una mesa compartida en la Facultad de Derecho con los camaristas federales que juzgaron a las Juntas militares.

Recusado por haber sido “funcionario de la dictadura”, el decano de Derecho que estuvo (¿sigue estando?) a un tris de ser rector de la Universidad de Buenos Aires, apela a las imágenes, prueba supuestamente irrefutable de su inocencia.

En verdad, su aptitud puede y debe ser analizada mediante parámetros más amplios, por caso, cuál fue su desempeño en democracia de dos cargos importantes para los que fue elegido: el de decano, el de presidente del Colegio Público de Abogados de la Capital. El minimalismo de la defensa de Alterini, su simplismo en el debate no lo posiciona por debajo de quienes lo cuestionan. Estos también se han congelado en una imagen del pasado y no se preocupan por armar un relato de lo que hizo Alterini en los últimos veinte años.

La controversia, cuyos modos y expresiones argumentales desmerecen a la universidad pública en su conjunto, versa sobre una cuestión fundante que exige mayor rigor a todos. El cuestionamiento a conductas del pasado, incluso a las ocurridas durante la dictadura, es válido y puede mover a cualquiera a desechar, a través de los mecanismos legales, a un postulante. El autor de esta nota no lo votaría, si tuviera competencia para hacerlo.

Pero impedirle ser elegible para cargos públicos es una severa restricción a derechos constitucionales básicos, sólo admisible en casos extremos, debidamente regulados con anterioridad. La violación de derechos humanos, debidamente comprobada, puede ser un ejemplo de esa excepcionalidad. La discusión de la admisibilidad de Luis Abelardo Patti como diputado es un peliagudo precedente, que debe ser asumido con extremo rigor. Sería un retroceso o aun una suerte de revanchismo supuestamente bien intencionado banalizarlo o resolverlo sin aportar pruebas contundentes.

Lo visible está bajo tierra

Visibilidad y lesividad son condición necesaria para el éxito de quienes se movilizan reclamando derechos sociales. Los que no se notan, los que no interfieren en la cotidianidad de los otros no logran ser escuchados en la metrópolis.

Los movimientos de desocupados fueron pioneros en eso de hacerse ver, acudiendo a una vieja herramienta laboral, el piquete. Claro que no lo hicieron desafiando al patrón, que no tenían, sino interpelando al conjunto social, interfiriendo en su camino. La búsqueda de visibilidad tenía una justificación que era su dispersión, su escasa pertinencia geográfica (habitantes de pueblos fantasmas del interior o de los suburbios) y la falta de recursos legales.

Los trabajadores organizados están menos desprotegidos. Cuentan con leyes, con un Ministerio que se ocupa de sus cuitas, a esta altura con convenciones colectivas de trabajo. Sin embargo, algunas organizaciones, usualmente minoritarias en sus sindicatos aunque dotadas de fuerte legitimidad en sus bases, vienen optando por modos de acción directa, neo-piqueteros. El paro de empleados de subte fue un nuevo ejemplo de una tendencia reiterada. Sus demandas no suelen ser antisistema y, en muchos casos, ni siquiera colisionan con líneas maestras de la política gubernamental. Más bien pugnan por estar incluidos entre los sectores mejor posicionados del movimiento obrero. No reivindican el pionero derecho de estar en el mapa político como hacían los primeros piqueteros. Antes bien, sus demandas toman niveles de sofisticación que hubieran sido asombrosos tres años atrás. En este caso, se pide un reencasillamiento sindical y, en lo inmediato, un pronto despacho del tribunal arbitral de la CGT. Un reclamo de un derecho que no parece tan acuciante, expresado por un paro que impacta negativamente en la vida cotidiana de miles de trabajadores que querían viajar, es un conflicto de intereses denso, que no merece despacharse en dos líneas.

Lo que sí espejó la imagen de quienes se hicieron ver bajando a los túneles es cómo las luchas sociales resignifican las acciones del Gobierno. Dos medidas sensatas y hasta superadoras de la administración Kirchner –que son las de no reprimir protestas callejeras y la de tender a intervenir en los conflictos laborales a favor de los trabajadores– pueden ser capturadas por organizaciones críticas del Gobierno. Y meterlo en un brete para el que la derecha tiene una salida tan sencilla como perversa: reprimir, invocando el apoyo de la mayoría silenciosa que quedó a pie. Una salida mucho peor que la actual impasse que fastidia y desorienta al Gobierno, que no viene encontrando mecanismos de composición de intereses populares, arduos de implementar y hasta de imaginar.

La dialéctica sigue empecinada en ser dinamizadora de la historia. No es posible fotografiarla, pero aunque no la veamos en las imágenes congeladas, vaya si está.

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