EL PAíS › VERBITSKY EN ITALIA
Verbitsky participó en un seminario organizado por la Universidad de Roma y el Instituto Latinoamericano de Italia, con algunos de los principales especialistas en la Argentina y América Latina, entre ellos Loris Zanatta, Vanni Blengino y Camilla Cattarulla, el ex cónsul Enrico Calamai y el profesor Claudio Tognonato. También presentó en la Feria del Libro de Turín la edición italiana de su libro “El silencio” y dio dos conferencias en la Universidad de Milán. Esta fue su exposición en Roma.
› Por Horacio Verbitsky
La política de desaparición forzada de personas fue adoptada por los altos mandos de las Fuerzas Armadas argentinas antes de la toma del poder, el 24 de marzo de 1976, y es la clave del fracaso de su gobierno, que se extendió hasta diciembre de 1983.
Antes del golpe, el Comandante de Operaciones Navales reunió a las planas mayores de todas las unidades de la mayor base naval de la Argentina. Les explicó que los detenidos que fueran condenados a muerte por tribunales secretos y sin garantías de defensa serían trasladados en aviones navales hasta alta mar y arrojados a las aguas. Dijo que se había consultado ese método con las autoridades eclesiásticas. Cuando los oficiales regresaban angustiados de los vuelos, los capellanes les decían que en la guerra había que matar, pero que el vuelo era una forma cristiana de muerte, porque las víctimas no sufrían. Con parábolas bíblicas adaptadas a la lógica cuartelera les explicaban que era preciso separar la paja del trigo.
El Episcopado argentino fue conducido durante las dos décadas previas al golpe por obispos integristas. El revival tomista iniciado por León XIII, la Acción Católica organizada por Pío XI como una milicia al servicio de la jerarquía para la catolización de la sociedad, entraron en crisis a partir del mensaje de Pío XII en la Navidad de 1944, de resignada aceptación de la democracia pluralista que se divisaba en el horizonte político luego del colapso de los totalitarismos.
Lejos de ello, en la Argentina retuvo los principales arzobispados del país y la propia presidencia de la Conferencia Episcopal, a través de los obispos Antonio Caggiano y Adolfo Tortolo, quienes también fueron titulares del Vicariato general castrense.
Recibieron el aporte intelectual y de cuadros de una organización que se destacó en la guerra colonial de Argelia, Cité Catholique. Sus capellanes apoyaron los métodos criminales del Ejército francés y acompañaron la posterior rebelión de la OAS. Después de la derrota coroneles y capellanes huyeron a la Argentina, donde a cambio de refugio enseñaron los métodos del secuestro, la tortura y la desaparición forzosa. Usaban para el adiestramiento en la Argentina la película que Gillo Pontecorvo filmó para denunciar las atrocidades cometidas en La battaglia di Algeri.
En la Argentina como en Francia se basaban en el derecho natural y la doctrina cristiana para reivindicar la licitud de medios descartados por lo que llamaban “el sentimentalismo liberal”, entre ellos la tortura y la ejecución aun de opositores no armados en una guerra justa. Pero mientras el primado de Francia y vicario general castrense, cardenal Feltin, condenaba esos procedimientos como anticristianos, el primado de la Argentina y vicario general castrense, cardenal Caggiano, los aprobaba.
La obra cumbre de Cité Catolique es El marxismo-leninismo, un libro escrito en 1961 por su fundador Jean Ousset. La obra se publicó en Buenos Aires pocos meses después que en Francia. Su traductor fue el coronel jefe de la inteligencia del Ejército y su prologuista, el cardenal Caggiano. Según Caggiano, se debe “preparar el combate decisivo”, aunque los enemigos todavía “no han presionado las armas”. Como suele ocurrir en un continente de importación la doctrina del aniquilamiento precedió al alzamiento revolucionario.
Mientras Caggiano proponía la cruzada medieval contra los moros como el paradigma a seguir para la lucha contra el comunismo en las últimas décadas del siglo XX, el Concilio Vaticano II avanzaba un paso más allá que Pío XII y en la reconciliación con el mundo incluía hasta al bloque soviético.
Los integristas argentinos resistieron el aggiornamento cuanto pudieron. El obispo cismático francés Marcel Lefébvre menciona al cardenal argentino Caggiano entre quienes lo apoyaban pero prefirieron no manifestarse en minoría, a la espera de una oportunidad más propicia.
En 1969 el Episcopado argentino aprobó un documento en el que intentó leer los signos de los tiempos, según el Concilio y los documentos del CELAM en Medellín. A instancias de una minoría activa de obispos dijo que las injustas estructuras de opresión equivalían a un pecado y que si la dominación se expresaba en todos los terrenos, también la liberación debería darse en los campos político, económico, social y cultural. Los obispos argentinos declararon que participarían en el proceso de liberación con la violencia evangélica del amor. Pero cuando una generación de jóvenes católicos trató de aplicar esas enseñanzas, encontró al Episcopado estrechando filas con los defensores de esas estructuras del pecado, bendiciendo las armas de quienes irían a masacrarlos y aconsejándoles métodos represivos que permitieran a la Iglesia mirar hacia otro lado, como la desaparición forzada de personas.
La experiencia de Chile, donde el primer campo de concentración funcionó en un estadio de fútbol a la vista del mundo, fue decisiva. No menos anticomunista que sus pares argentinos, el cardenal Raúl Silva Henríquez denunció estos atropellos y la Iglesia se convirtió en el principal antagonista de la política represiva de Pinochet. El Episcopado argentino eligió la clandestinidad, para no tener que pronunciarse. Tan remiso fue a denunciar lo que ocurría que las primeras listas de víctimas y los primeros pedidos de explicaciones fueron impulsados por algunos obispos brasileños, como el arzobispo de San Pablo, Paulo Evaristo Arns.
Los secuestros se realizaban a la vista de los vecinos de las casas saqueadas o de los compañeros de trabajo en las oficinas tomadas por asalto, por hombres armados que ostentaban signos inequívocos de autoridad oficial y en muchos casos protección policial. Sin embargo, cuando los familiares que habían asistido impotentes a la desaparición recurrían al sistema judicial en busca de informaciones, decenas de miles de veces la respuesta fue negativa. Nada se sabe de esa persona, ninguna autoridad pública ordenó su detención, es imposible determinar dónde se encuentra. Esta combinación de evidencia y negación tuvo efectos devastadores y erigió a la política de desaparición de personas en la principal fuente del terror. Las cosas más atroces podían suceder sin perturbar la apariencia de normalidad con que continuaba la vida cotidiana de quienes no habían padecido esa experiencia siniestra. El Episcopado expresaba su preocupación, pero en términos tan generales que podría pensarse que las personas desaparecidas fueron llevadas de viaje en un platillo volador por misteriosos extraterrestres. Al declarar en el juicio a las juntas de 1985, el periodista Jacobo Timerman explicó por qué se había resuelto proceder al margen de la ley. El jefe de la Armada, almirante Emilio Massera, le dijo que una palabra del Vaticano afectaría “el crédito internacional”.
–Sería preferible que dictaran la ley marcial y aplicaran la pena de muerte, pero con oportunidad de defensa ante un tribunal –argumentó Timerman.
–En ese caso intervendría el Papa, y contra la presión del Papa sería muy difícil fusilar, respondió un colaborador de Massera.
Pocos meses después el propio Timerman fue secuestrado. En demostración de su teoría, salvó la vida por la intervención del Vaticano.
También el general Ramón Genaro Díaz Bessone, uno de los seis más altos jefes militares que tomaron el poder en 1976 y que una vez retirado del Ejército fue ministro de Videla y escribió varios libros justificatorios de la guerra sucia, explicó que el método de la desaparición forzada de personas se adoptó por temor a la reacción del Vaticano. En una entrevista con la periodista francesa Marie-Monique Robin, explicó así las razones de la clandestinidad represiva:
–¿Usted cree que hubiéramos podido fusilar 7.000? Al fusilar tres nomás, mire el lío que el Papa le armó a Franco. Se nos viene el mundo encima. Usted no puede fusilar 7.000 personas.
Es posible que el carácter clandestino del exterminio haya demorado el comienzo de la presión internacional sobre la Junta Militar. Pero la pretensión de que era posible desaparecer a decenas de miles de personas y contar con el resignado silencio de sus familiares, como si esas personas nunca hubieran existido, se demostraría inviable y está en la base del fracaso de la dictadura militar. Esto fue así pese a la cooperación de la Iglesia.
En mayo de 1977 el Episcopado pidió explicaciones al gobierno sobre los desaparecidos. El dictador Videla respondió que había cinco causas de desaparición: pase a la clandestinidad, eliminación por parte de “la propia subversión”, autosecuestro “para desaparecer del escenario político”, suicidio y, recién por último, “un exceso de la represión de las fuerzas del orden”. Dijo que era imposible cuantificar el origen de cada uno de esos hechos, que “no son justificados pero pueden ser comprensibles”. Esta cínica afirmación motivó una alborozada carta del presidente del Episcopado, cardenal Primatesta: al hablar así Videla mostró “la rectitud y sinceridad varonil, la firmeza y valentía cristiana”, que le adornan y honran en su lucha abnegada “contra la conspiración de maldad y violencia de la antipatria”.
En diciembre de 1977 Videla insistió ante periodistas extranjeros que los desaparecidos “no están, no existen, están desaparecidos”. El ex general Viola los llamó en 1979 “ausentes para siempre”. El ex general Galtieri dijo al año siguiente que el Ejército no daría explicaciones y el ministro del Interior, general Harguindeguy, se jactó de que los hombres de la dictadura sólo se confesaban ante su Dios. Esta política insana provocó una reacción contraria a la buscada y enfrentarla fue la tarea que asumieron los organismos defensores de los derechos humanos.
La visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979 y su terminante informe en 1980, el Premio Nobel de la Paz otorgado al año siguiente a Adolfo Pérez Esquivel, la guerra perdida ante Gran Bretaña por el control de las islas Malvinas, pusieron de manifiesto la imposibilidad de sostener en el tiempo la abolición de la realidad por decreto.
Antes de entregar el poder, los militares promulgaron un decreto de autoamnistía que prohibió futuras investigaciones sobre los horrores de su gobierno. Pero la retirada en desorden, luego de la derrota frente a Gran Bretaña que contó con el apoyo logístico de Estados Unidos, permitió que esa amnistía fuera declarada nula. A diferencia de otros países donde se escogió uno u otro camino, en la Argentina hubo tanto una Comisión de la Verdad, como procesos penales en los que fueron juzgados los máximos responsables militares de las violaciones a los derechos humanos.
Las investigaciones de los organismos defensores de los derechos humanos fueron la base sobre la que trabajó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en 1984 y también el origen de gran cantidad de pruebas en el juicio a las primeras juntas militares de 1985. El informe de la Conadep y la condena a los jefes de las primeras juntas militares trajeron algo de paz a las familias privadas en forma violenta de sus seres queridos. Pero serios obstáculos impidieron que avanzaran los juicios a los ejecutores directos. Los alzamientos militares que se sucedieron a partir de 1987 derivaron en las leyes de punto final y obediencia debida y los decretos de indulto firmados por los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem.
Aunque la sociedad seguía objetando la impunidad, otros problemas, como la crisis económica, atraían su atención. Parecía que después de tantos años de tensión militar e inestabilidad económica, la sociedad argentina estaba dispuesta a aceptar una transacción pragmática. La exigencia de que los militares se hicieran cargo de sus actos había perdido prioridad en la agenda colectiva. Menem pensó que el recuerdo del pasado había desaparecido. Pero los duros hechos volverían a desmentir esta pretensión que también había ilusionado a los militares y a Alfonsín. No es posible olvidar por orden del Príncipe.
Lejos de ello, las leyes y decretos de perdón reavivaron la exigencia de verdad y justicia. Aquello que la política no permitió concretar en sede judicial, arraigó en la conciencia de la sociedad con tanta fuerza que, una década más tarde, permitiría no sólo avanzar en el esclarecimiento de cada caso, sino también obtener la anulación de las leyes de impunidad y reiniciar el enjuiciamiento de los perpetradores. Así lo demostró, en 1995, la confesión espontánea del capitán de la Armada Adolfo Scilingo, el primer oficial de las Fuerzas Armadas en reconocer su participación personal en el asesinato de prisioneros, que eran arrojados con vida al mar desde aviones de la Prefectura y la Armada. Invocando normas culturales que se remontan a la Edad de Piedra, varios familiares de desaparecidos, encabezados por el presidente fundador del CELS, Emilio Mignone, pidieron a la Justicia que declarara el derecho a la verdad y al duelo, y la obligación del respeto por el cuerpo humano. Esto ha sido parte del patrimonio cultural de la humanidad desde que el hombre de Neanderthal fue enterrado en una cueva sobre un lecho de ramas y cubierto con un manto de flores. El culto a los muertos es un signo de humanización aún más importante que el uso de herramientas o del fuego, nos distingue del resto del reino animal. Quienes nos niegan el derecho a sepultar a nuestros muertos nos niegan nuestra propia condición humana, sostuvo Mignone. La justicia reconoció esos derechos, declaró que el Estado tenía la obligación de reconstruir el pasado y revelar lo que sucedió con cada desaparecido. Así comenzaron los juicios de la verdad que luego se extendieron al resto del país.
En el vigésimo aniversario del golpe de 1976 decenas de miles de personas movilizadas en las plazas del país explicitaron un nuevo estado de conciencia social. En ese nuevo clima, viejas causas se aceleraron en varios países de Europa contra los responsables de la desaparición de sus ciudadanos en la Argentina.
La causa de mayor impacto fue la iniciada en España por el fiscal Carlos Castresana, en la que el juez Baltasar Garzón pidió la extradición de un centenar de militares argentinos. No se trataba de crímenes cometidos en España o en contra de ciudadanos españoles en la Argentina, sino contra ciudadanos argentinos en la Argentina. Ése es el principio de la jurisdicción universal, que inspirado en el antiguo ius cogens predica que ciertos delitos aberrantes y atroces hieren a toda la humanidad y deben ser castigados allí donde se encuentren sus autores. En un proceso similar, el ex dictador de Chile Augusto Pinochet fue arrestado en 1998, durante una visita de placer a Londres, y comenzó un juicio de extradición a España, para ser juzgado por los crímenes cometidos en Chile contra ciudadanos chilenos. Es difícil atribuir a mera casualidad que esto haya ocurrido cuando se cumplía medio siglo de la adopción por las Naciones Unidas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Los hipersensibles jueces argentinos que durante años no habían aprovechado los resquicios que dejaron las leyes de impunidad sólo necesitaron horas para que Massera y Videla acompañaran a Pinochet en los titulares de la prensa mundial. Ambos fueron detenidos por el robo de hijos de desaparecidos, delito cuya persecución las leyes nunca habían impedido.
La creación de los tribunales internacionales para Rwanda y la ex Yugoslavia, el establecimiento del Tribunal Penal Internacional en Roma y su ratificación incluso por el ex presidente estadounidense Bill Clinton en los últimos días de su gobierno, dieron una perspectiva global al nuevo horizonte que divisaba la Argentina. Al acercarse el 25º aniversario del golpe militar las condiciones nacionales e internacionales eran las más propicias en décadas: Pinochet desaforado a su regreso a Chile y un centenar de sus camaradas detenidos o bajo proceso; los generales Carlos Suárez Mason y Santiago Riveros condenados por la justicia italiana luego del proceso en el aula bunker de Rebibbia; Alfredo Ignacio Astiz destituido a solicitud de la propia Armada por confesar en un reportaje que era el hombre mejor preparado para matar a un periodista o un político; la extradición de Suárez Mason solicitada por la fiscalía de Nuremberg; los juicios por la verdad en pleno desarrollo en distintos tribunales argentinos; los ex dictadores Videla y Massera y una docena de altos jefes de la dictadura presos por el robo de bebés; una causa abierta en Buenos Aires contra Videla, Pinochet y el ex dictador paraguayo Stroessner por el plan Cóndor; los crímenes contra la humanidad declarados imprescriptibles y no sujetos a amnistía por la Cámara Federal de Buenos Aires en una causa contra Pinochet por el asesinato en Buenos Aires del general Carlos Prats, por el mismo grupo de la DINA que atentó en Roma contra el político DC Bernardo Leighton.
El Centro de Estudios Legales y Sociales consideró que no subsistían razones jurídicas, ni éticas ni políticas, nacionales o internacionales, que sostuvieran las leyes de impunidad y solicitó a la justicia que las declarara nulas. El juez federal Gabriel R. Cavallo hizo lugar a ese planteo en marzo de 2001. Dos semanas después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (el más alto tribunal de justicia reconocido por la Constitución argentina reformada en 1994) resolvió en su sede de Costa Rica un caso similar. Al juzgar la “Masacre de Barrios Altos”, cometida por un grupo de militares peruanos durante la presidencia de Alberto Fujimori, estableció que las graves violaciones a los derechos humanos no pueden ser amnistiadas ni su persecución penal cesar por el paso del tiempo.
Los fugaces gobiernos de Fernando de la Rúa y el senador Eduardo Duhalde trataron de impedir el avance de las causas reabiertas y negaron las extradiciones de militares argentinos pedidas por la justicia española. El nuevo presidente Néstor Kirchner no compartía esa idea y lo hizo saber. En su primera semana de gobierno pasó a retiro a la cúpula castrense que había formado parte de una negociación con Duhalde y la Corte Suprema de Justicia para garantizar la impunidad. También derogó el decreto de De la Rúa que sustraía a los jueces los pedidos de extradición, impulsó el juicio político a los miembros de la mayoría automática menemista en la Corte Suprema y propició la anulación legislativa de las leyes de impunidad, que el Congreso dispuso en agosto de 2003. Esa nulidad fue declarada también por la Corte Suprema de Justicia, que invocó el fallo interamericano de Barrios Altos, obligatorio para la Argentina desde la reforma constitucional de 1994. El 24 de marzo de 2004 firmó la resolución por la cual el predio de la ESMA se dedicará a un Espacio de la Memoria y los Derechos Humanos. En 2005, se identificaron los restos de tres Madres de Plaza de Mayo que habían sido secuestradas 28 años antes cuando dentro de una Iglesia juntaban firmas y dinero para publicar una denuncia sobre la desaparición de sus hijos, sin que la jerarquía se sintiera obligada a reclamar por ese sacrilegio. Peor aún, cuando la Conferencia de Superioras de las Ordenes Religiosas de Francia pidió a la Iglesia argentina que intercediera por las dos religiosas que fueron secuestradas junto con las Madres, el cardenal Primatesta respondió que “esperamos que las acusaciones veladas o abiertas de connivencia de sacerdotes o religiosos con asociaciones o movimientos de tipo subversivo inaceptables para el cristiano, sean todas aclaradas, y que nadie haya sido culpable de semejante error criminal”. El tránsito completo fue reconstruido: luego de ser torturadas en la ESMA las arrojaron desde aviones navales al mar, que devolvió sus cuerpos a la playa.
Los desaparecidos no están, no existen, están desaparecidos. La siniestra frase del dictador Videla, junto con la idea eclesiástica de que ésa pudiera considerarse una forma cristiana de muerte vuelve una y otra vez, como el peor castigo para esa vanidad criminal. Nada tiene tanta existencia en la Argentina como los desaparecidos.
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