Dom 02.07.2006

EL PAíS  › LOS CRIMENES DE AYER Y LOS DE HOY

Fantasmas

En La Plata y Buenos Aires comenzaron los juicios a Etchecolatz y el Turco Julián. Las familias de las víctimas y los organismos de derechos humanos buscaron con tenacidad nada más y nada menos que justicia. Otros crímenes que hoy estremecen al Gran Buenos Aires muestran que la democracia se asienta en terreno minado. En vez de enojarse con quienes dan la imprescindible voz de alerta convendría asumir la magnitud del deterioro, frente al que las buenas noticias económico-sociales no bastan.

› Por Horacio Verbitsky

Tristeza tem fim,
mas nao hoje nem amanhá.

Durante las primeras sesiones del juicio oral a los nueve ex comandantes en jefe, en 1985, los sobrevivientes de los campos de concentración El Atlético, El Olimpo y El Banco recordaban los cadenazos con que los castigaba el torturador al que conocían como el Turco Julián, las películas pornográficas que les traía el que se llamaba Colores. En la puerta de la sala de audiencias donde se narraban estas atrocidades, dialogaban sonrientes dos agentes policiales:

–Estos son unos ilusos. Se creen que alguna vez los van a encontrar.

–Colores, el Turco Julián. No se dan cuenta de que no existen. Son fantasmas.

El sentido común que expresaban esos custodios de uniforme daba por descontado que los ejecutores al por menor del plan criminal al por mayor nunca serían castigados, que ni siquiera se llegarían a conocer sus nombres, porque el sistema clandestino de represión adoptado incluía el anonimato de sus engranajes. Pero esta semana en el nuevo edificio de los tribunales federales de la Capital comenzó el juicio oral y público al Turco Julián, ahora bajo su nombre y apellido reales, Julio Simón y sólo la muerte, bajo arresto, salvó de la misma suerte a Colores, es decir Juan Antonio Del Cerro.

En ese caso intervino el azar: Colores fue detenido durante la investigación de la SIDE paralela que junto con Raúl Guglielminetti integró en los primeros años del gobierno radical. El juez federal Miguel Pons lo sometió a un interrogatorio exhaustivo, hasta que identificó con sus verdaderos nombres a Calculín, Alacrán, Anteojito, la Pepona y otros catorce policías y militares que fueron sus compañeros en el Grupo de Tareas 1, dependiente del Cuerpo de Ejército I. Yerno del ex juez Federico Peltzer, Colores entregó al tribunal pruebas que demuestran que el procedimiento de secuestro, alojamiento en campos de concentración como paso previo al traslado a la justicia, la libertad o la ejecución clandestina “fue íntegramente documentado e instrumentado mediante órdenes y requerimientos escritos”. Es la misma línea defensiva que veinte años después recomienda a sus clientes el abogado Florencio Varela. Pero lo decisivo fue la voluntad de los familiares de las víctimas, de los organismos defensores de los derechos humanos, que nunca se resignaron a las leyes y decretos de perdón sancionados por los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem, y de aquellos jueces cuyos fallos acompañaron ese reclamo hasta desmontar, ladrillo por ladrillo, el muro de la impunidad. Al mismo tiempo que se iniciaba el primer juicio oral en la Ciudad de Buenos Aires, continuaba en La Plata el que se sustancia por los crímenes cometidos por el subjefe de la policía de Buenos Aires, Miguel Etchecolatz.

Los primeros pocos

En 1987 y 1989, cuando Alfonsín promulgó la ley de obediencia y Menem firmó los decretos de indulto, unos pocos magistrados los consideraron inconstitucionales: los fiscales Aníbal Ibarra y Hugo Cañón; los jueces de primera instancia Carlos Oliveri, Juan Ramos Padilla y Luis Niño; los camaristas Gabriel Chausovsky (Paraná), Juan Antonio González Macías (Mendoza), Horacio Cattani y Mario Gustavo Costa (Capital Federal), Luis Cotter, Ignacio Larraza y Ricardo Planes (Bahía Blanca); el ministro de la Corte Suprema de Justicia, Jorge Bacqué, en cuyo extenso voto en minoría intervino el entonces secretario penal de la Corte, Leopoldo Schiffrin.

Quedaron en minoría y durante varios años, que coincidieron con el comienzo de la convertibilidad, pareció que el tema había sido olvidado por la sociedad, cuyas clases medias volvieron a practicar el gratificante deporte del déme dos, mientras terminaban de destruirse las bases productivas de la que hasta 1975 había sido la sociedad más igualitaria de América Latina, con un grado de desarrollo equivalente al de los principales países europeos. Pero en 1995 el capitán de la Marina Adolfo Scilingo confesó en forma espontánea su participación en dos vuelos durante los cuales treinta prisioneros fueron dormidos y arrojados al mar. Bajo la enorme conmoción que esto causó, el presidente fundador del CELS, Emilio Mignone, pidió a la Cámara Federal que declarara la “inalienabilidad del derecho a la verdad y la obligación del respeto al cuerpo y del derecho al duelo, el derecho a conocer la identidad de los niños nacidos en cautiverio” y que arbitrara las medidas necesarias “para determinar el modo, tiempo y lugar del secuestro y la posterior detención y muerte, y el lugar de inhumación de los cuerpos de las personas desaparecidas”. Al mismo tiempo, los familiares de las secuestradas religiosas Alice Domon y Leonie Duquet solicitaron al mismo tribunal que la Armada entregara la lista de las personas que estuvieron detenidas en la ESMA. La Armada respondió que la Cámara, que le había solicitado esas informaciones, no tenía facultades para proseguir la investigación porque “no hay acción pública. Rige el olvido, el silencio y el perdón a hechos pasados”. También opinaba que cumplir el requerimiento de la Cámara sería “facilitar un inútil conflicto de poderes” porque la jerarquía militar “no admite más que un superior en el vértice”, que es el Presidente de la Nación. La Cámara devolvió ese escrito por improcedente y dijo que constituía “un inadmisible juicio de valor acerca de lo dispuesto por este tribunal”. Era también una confusión gravísima acerca de la división de poderes republicana.

Así comenzaron los juicios por la verdad, que en forma gradual se fueron extendiendo al resto del país, en contra de los deseos de Menem pero también de los de Alfonsín, quien intentó presionar a los jueces, según confirmó durante un plenario de la Cámara uno de ellos, Juan Pedro Cortelezzi. En noviembre de ese mismo año 1995, la Corte Suprema de Justicia decidió conceder la extradición de Erich Priebke solicitada por Italia para juzgarlo por la masacre de las Fosas Ardeatinas, cometida por las tropas nazis que ocupaban Roma, en represalia por un atentado. En cumplimiento de una orden de Hitler, 335 italianos fueron asesinados, a razón de diez por cada uno de los 33 alemanes caídos en el ataque de un grupo partisano. La Corte Suprema dijo entonces que el artículo 118 de la Constitución Nacional hacía obligatoria la aplicación en el país del Derecho de Gentes, para el cual los crímenes contra la humanidad como los cometidos por Priebke no eran amnistiables ni su persecución cesaba por el mero paso del tiempo. Nadie asoció por entonces ese fallo con los crímenes de la dictadura militar.

Cambio de clima

Luego de la imponente manifestación en la Plaza de Mayo el 24 de marzo de 1996, el fiscal Carlos Castresana dictaminó en Madrid que si la jurisdicción argentina se cerraba debía abrirse la española, porque los crímenes de lesa humanidad ofenden a todo el género humano y sus autores deben ser perseguidos en cualquier lugar del mundo. El juez Baltasar Garzón aceptó el planteo y pidió la extradición de un centenar de militares argentinos, que los gobiernos de Menem, Fernando De la Rúa y Eduardo Duhalde negaron. Los exiliados chilenos reclamaron que otra causa se abriera por los crímenes impunes en su país. En 1998, en vísperas del cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Garzón consiguió la detención en Londres del ex dictador Augusto Pinochet y esto despertó a los jueces argentinos. Invocando la apropiación de bebés que las leyes y decretos de Alfonsín y Menem no habían perdonado, ordenaron la detención de Jorge Videla y Emilio Massera, que luego se extendió a una docena de ex altos jefes involucrados. Pinochet fue devuelto a Chile con el pretexto de una supuesta demencia senil, pero la justicia de su país lo privó de sus fueros y lo sometió a proceso. También reinterpretó la ley de autoamnistía de la dictadura: la desaparición forzada se consideraría un delito permanente, mientras no apareciera el cuerpo de la víctima. También en 1998 el Congreso argentino derogó las leyes de punto final y de obediencia debida, aunque el proyecto de Alfredo Bravo y Juan Pablo Cafiero no alcanzó los votos necesarios para declararlas nulas. En 1999, luego de un año de audiencias en el juicio por la verdad, iniciado por pedido de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en La Plata, el camarista Schiffrin planteó a sus colegas que Etchecolatz debía ser procesado. En mayo de 2000 la Cámara platense aceptó ese planteo. El mismo día, la Sala II de la Cámara Federal adoptó igual resolución respecto de Alfredo Astiz. En distintos países europeos avanzaban procesos por la represión en la Argentina contra sus nacionales. Astiz fue condenado en rebeldía en Francia, cuyo gobierno pidió su extradición. En Roma comenzó en junio de 2000 la audiencia pública en el juicio contra los generales Santiago Riveros y Carlos Suárez Mason. La fiscalía de Nuremberg abrió una investigación por la desaparición de ciudadanos alemanes. Suárez Mason fue condenado a indemnizar a sus víctimas, en un juicio iniciado por argentinos ante un tribunal norteamericano. El CELS entendió que ya no quedaban razones jurídicas, ni éticas, ni políticas, nacionales o internacionales, para que decisiones políticas tomadas bajo la presión de los alzamientos carapintada mantuvieran su vigencia en el nuevo contexto y decidió solicitar que la justicia declarara nulas las leyes de impunidad, el año anterior al vigésimo quinto aniversario del golpe.

La nulidad

La causa elegida la habían iniciado las Abuelas de Plaza de Mayo. El matrimonio compuesto por José Poblete Roa y Gertrudis Hlaczik de Poblete fueron secuestrados el 27 y 28 de noviembre de 1978, junto a la hija de ambos Claudia Victoria Poblete, entonces de ocho meses. Según lo probó la Cámara Federal en el juicio de 1985 a las juntas militares, los Poblete fueron conducidos al centro clandestino de detención denominado El Olimpo, donde aquellos fantasmas los torturaron con picana eléctrica y golpes con palos y los interrogaron acerca de la agrupación Cristianos para la Liberación a la que pertenecían. “Esta situación se mantuvo hasta el mes de enero de 1979 cuando Poblete y Hlaczik fueron sacados del centro Olimpo y presumiblemente eliminados físicamente”, dice el fallo por el que fue condenado Videla. Claudia Victoria fue entregada al coronel Ceferino Landa y su esposa, Mercedes Moreira, quienes la inscribieron como si fuera propia. La abuela materna no soportó lo ocurrido y se quitó la vida.

El Turco Julián decía que “nosotros acá somos Dios, decidimos sobre la vida y la muerte”. Durante las torturas, usaba un llavero con la cruz svástica y hacía escuchar a los detenidos marchas nazis, cuya letra le obligaban a traducir a Trudi Hlaczik. Se especializaba en golpear a los detenidos a cadenazos y luego les arrojaba agua salada en las heridas. Isabel Blanco fue secuestrada en la calle con su bebé en brazos. Así describió su ingreso a El Banco: “Dejé de ser una persona”. La desnudaron, le ordenaron que se agachara y se abriera los glúteos y comenzaron a golpearla y picanearla. Para obligarla a telefonear a su casa y hacer salir a su esposo encañonaron con un arma al bebé. También se llevaron a Elsa Lombardo, que vivía con ellos. Mientras los golpeaba El Turco Julián les dijo, divertido:

–Así que ustedes hacían cama de a tres.–Nosotros tenemos moral señor.

Isabel Blanco se arrancó la venda de los ojos.

–Casi me desmayó del golpe. Quedé deforme por el castigo. Lloré en el suelo. Me levantó y me dijo: “Qué suerte que vos podés llorar”.

En marzo de este año, el diario italiano La Reppublica lo entrevistó en la cárcel de Marcos Paz. Al periodista le llamaron la atención las cicatrices en sus manos.

El Turco Julián y Colores fueron detenidos en julio de 2000, como autores del secuestro de Claudia Victoria y su entrega a los Landa, quienes fueron condenados a 9 y a 6,5 años de cárcel. Pero las leyes de impunidad impedían juzgarlos por un crimen más grave, como la tortura y desaparición forzada de sus padres. No por casualidad, Simón fue defendido por el mismo abogado que había asistido a Priebke, Pedro Bianchi, notorio por la invitación a Massera y Astiz al cumpleaños de su mujer, que terminó en un escándalo cuando Mirta Legrand se retiró furiosa luego de que los anfitriones le llevaran a Astiz a su mesa.

El juez federal Gabriel Cavallo accedió a lo pedido por el CELS el 6 de marzo de 2001. Apenas dos semanas después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó un fallo similar en un caso peruano, el de la masacre de Barrios Altos. Igual que el juez argentino, el tribunal supremo del sistema interamericano, cuyos fallos son obligatorios desde la reforma constitucional de 1994, sostuvo que la legislación interna no puede ser un obstáculo al juzgamiento de tan graves violaciones a la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En noviembre del mismo 2001, los camaristas Martín Irurzun, Eduardo Luraschi y Horacio Cattani confirmaron la decisión. “En el contexto actual de nuestro derecho interno la invalidación y declaración de inconstitucionalidad de esas leyes no constituye una alternativa. Es una obligación”, escribieron. En 2002, el entonces Procurador General Nicolás Becerra dictaminó que ambas leyes eran nulas. “De alguna forma hay que salvar el decoro de una sociedad que debe sobrevivir con dignidad y cuyos intereses la Constitución nos manda defender. La planificación política jamás debiera asfixiar a la prudencia jurídica porque el jurista y el juez son la voz del Derecho que sirve a la Justicia”, sostuvo Becerra.

Este extenso recuento es necesario para mostrar que la posibilidad de hacer justicia con los autores de los crímenes más graves de la historia argentina se debe a una lenta construcción colectiva que, dentro y fuera del país, en los tribunales y en las calles aisló a los responsables, refutó sus argumentos, informó de sus actos a la sociedad y creó las condiciones para que el gobierno que asumió el 25 de mayo de 2003 propiciara la remoción de los obstáculos jurídicos que aún se interponían y la Corte Suprema la dispusiera, en mayo de 2005, en un fallo que sigue la lógica de los anteriores ya mencionados. Uno de los argumentos que más se utilizaron para impedir que ello ocurriera fue que serían detenidos miles de militares retirados y varios centenares en actividad, lo cual provocaría una crisis parecida a la de 1987. Al obvio interés de los ex jefes de la dictadura se sumaban el alfonsinismo y el menemismo, que procuraban reivindicar su política de olvido. Cinco años después de declarada por primera vez la nulidad, sólo dos centenares de militares y policías han sido detenidos (la mayoría bajo arresto domiciliario) y para contar a los que estaban en actividad al momento de ser procesados sobran los dedos de una mano. Esto no significa que sean los únicos involucrados, sino que la dictadura fue más exitosa de lo que la suerte de sus máximos jefes sugiere, que dejó pocos sobrevivientes y protegió a sus instrumentos con el método de la clandestinidad. Además es previsible que un porcentaje difícil de estimar de los imputados resulten absueltos, por la dificultad probatoria de los delitos en procesos en los que se respeta el derecho de defensa que no tuvieron sus víctimas.

Terreno minado

No es la única mina que permanece soterrada en el suelo sobre el que se asienta la democracia argentina. Debieron pasar treinta años para que comenzara a hacerse justicia, pero la coincidencia del comienzo de estos juicios con el cruel asesinato del adolescente Lucas Ivarrola por dos suboficiales de la Armada abre un espacio obligatorio de reflexión acerca de la forma de removerlas. El secuestro a la luz del día, las torturas y el asesinato con una crueldad sin límites, la tentativa de destruir el cuerpo y hasta el vehículo utilizado no pueden dejar de asociarse con los crímenes de la dictadura y con la impunidad de la que hasta ahora han gozado. Pero limitarse a esta lectura sería una simplicidad autocomplaciente. Los dos suboficiales ingresaron a las filas navales luego de concluida la dictadura, es dudoso que hayan aprendido allí los métodos que emplearon. Pocos días antes varios adolescentes sin relación con las Fuerzas Armadas habían mutilado cuatro dedos a un colectivero que no se resistió al asalto y decenas de episodios similares son registrados como noticias menores en la prensa: mutilaciones, cuerpos calcinados dentro de vehículos que aparecen en un descampado, incluso el asesinato de niños para castigar a sus padres son moneda corriente en el Gran Buenos Aires y, en menor medida, en otros lugares del país.

El ministro del Interior Aníbal Fernández no parece haber captado el sentido profundo de la observación que la jueza Mirta Guarino no pudo contener luego del reconocimiento del cadáver aún humeante, en compañía de la mamá de Ivarrola. No se proponía criticar las decisiones del gobierno nacional sobre las pasadas violaciones a los derechos humanos, campo en que Guarino puede mostrar un compromiso muy anterior al de quien la mandó a callar, sino llamar la atención hacia el cuadro desolador que ha hecho del Gran Buenos Aires una tierra de nadie, estragada por la desprotección. El empobrecimiento de sus habitantes, la desocupación, la delirante tasa de prisionización en cárceles donde son sometidos a vejámenes sistemáticos y también en comisarías donde viven hacinados, son otras de las consecuencias de la dictadura, como lo advertía hace 29 años Rodolfo Walsh, en un párrafo clarividente de su carta abierta a la Junta Militar: “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. El jueves, al agradecer que se diera su nombre al microcine de la Biblioteca del Congreso, Leonardo Favio recordó en un acto emotivo hasta las lágrimas aquellos tiempos en los que “éramos felices” y contó que cuando en su juventud estuvo preso en la cárcel de Villa Devoto, “cuando alguien se enfermaba le servían un bife más grande que a los demás”. También dijo que el país vivía hoy una nueva primavera y que volvía a florecer la esperanza, algo que no había creído que pudiera llegar a ver. La profundización de una política desarrollista apta para disminuir en forma sostenida los indicadores de desempleo, pobreza e indigencia; la afirmación de una política exterior independiente, como la Convención contra la Desaparición Forzosa de Personas que la Argentina y Francia patrocinaron ante el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, o el acuerdo con Bolivia para la provisión de gas natural en las cantidades necesarias y a un precio justo, que será transportado por ductos que ya no quedaran en manos del “capitalismo de los amigos” sino de empresas públicas, no pueden ser anestésicos para ignorar la gravedad de la situación social en la que proliferan los hechos aberrantes e incluso un cierto grado de indulgencia social hacia sus perpetradores, al menos cuando quienes los padecen se ajustan al estereotipo del negrito chorro que ha substituido al del subversivo de ayer como sujeto privado de derechos. La destrucción que las políticas de entonces sembraron progresa más aprisa que la recomposición que el actual gobierno impulsa. En vez de ver fantasmas cuando alguien lo señala, es preciso profundizar las medidas que tiendan a cerrar esa brecha y que, con toda evidencia, son justas y necesarias pero no suficientes.

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