EL PAíS › LAS CASAS DEL BAJO FLORES Y LA CONSTITUCION NACIONAL
La ocupación de un barrio en el Bajo Flores y la reglamentación parlamentaria de leyes constitucionales plantean el desafío de avanzar en la calidad de la ciudadanía. Todo intento de limitar el clientelismo y plantear soluciones universales provoca la reacción de los intereses afectados. La salida de la crisis y sus efectos políticos y sociales. No toda mala ley es inconstitucional ni cada artículo de la Constitución es un dechado de sabiduría. Ataques contra la prensa y promesas incumplidas.
› Por Horacio Verbitsky
La ocupación de un barrio de viviendas populares en el Bajo Flores y el saqueo organizado de algunas de sus unidades, fueron interpretados como “una guerra de pobres contra pobres”. Tampoco faltó un comentario escandalizado porque el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no reprimiera a los ocupantes y se comprometiera a construir viviendas “para los usurpadores” Más allá de la fuerte carga ideológica de esos superficiales lugares comunes (“les dan una vivienda y arrancan el parquet para hacer un asado”, fue una frase que se hizo célebre hace un exacto medio siglo) lo que este episodio abre a debate es el rol del Estado en la gestión de la crisis, el de las organizaciones surgidas de la sociedad en los peores momentos de desesperación y el tipo de articulación entre uno y otras.
El desafío consiste en superar la crisis con un avance en la calidad de la ciudadanía, en forma transparente y con una mejora de la eficiencia. El riesgo es el regreso a las situaciones de clientelismo más crudo, que sirvieron para impedir males mayores en el momento del estallido pero que pasado el peor momento obran como obstáculos para una normalidad digna. No por azar, exponentes arquetípicos de esas formas de relación perversa reclamaron la renuncia de la ministra de Derechos Humanos Gabriela Cerruti, que postula el cambio, forzando para ello la interpretación de una frase suya acerca de la prioridad que asume el techo ahora que ha disminuido en algo la desesperación por tender la mesa cotidiana. En casos como éste, además de buena información acerca de lo que sucede, resulta imprescindible el análisis de su sentido y tendencias posibles. Esto no se logra con fáciles reflejos de indignación ni de tremendismo sin salida. Las huellas de la crisis son profundas y han contaminado el funcionamiento de las instituciones, pero el conflicto de estos días es tan indicativo del viejo problema como de la avizorada solución.
Intermediación o tarjeta
El Instituto de Vivienda de la Ciudad había nombrado como asesores a sueldo a delegados y dirigentes de la Coordinadora de Villas. Tal vez en agradecimiento por tanta sensibilidad, organizaron las movilizaciones en defensa del ex jefe de gobierno Aníbal Ibarra durante el juicio político. Ese programa fue disuelto por la nueva administración. La Coordinadora también era intermediaria del Estado en la distribución de 60 mil cajas de comida (por un valor de 12 pesos cada una) y resistió cuanto pudo la inscripción en el Plan Ciudadanía Porteña de las personas que reunían las condiciones objetivas para acceder a ese derecho, que se ejerce mediante una tarjeta y sin intermediarios. Ochenta mil inscriptos en tiempo record, que reciben un promedio de 380 pesos mensuales, permitieron además disponer de un censo confiable de necesidades. En cambio la Coordinadora recibía las cajas pero nunca entregó un listado de beneficiarios. Otro programa que sirvió en la emergencia fue el Vale Ciudad, unos 27.000 tickets que permitían comprar por 130 pesos mensuales en los pequeños comercios de las villas. Como había quejas por los precios, la nueva administración extendió el acuerdo a los supermercados económicos Coto y Eki y a los de las colectividades asiáticas, sin saber que los negocios de las villas estaban vinculados con la Coordinadora. Otro programa que sacudió rutinas y afectó intereses fue el “Patria Grande”, elogiado por el presidente Néstor Kirchner durante el acto en Hurlingham con el presidente boliviano Evo Morales. En diez centros de inscripción llenaron sus formularios 87 mil familias de inmigrantes, que de ese modo obtienen un certificado de residencia precaria y un número de CUIL, que les permite legalizar su situación laboral y, si no tienen empleo, inscribirse en el programa Ciudadanía Porteña. Es imposible no asociar estos saludables cambios con el arribo nocturno de medio centenar de personas en camiones, algunas de ellas armadas, que venían de la villa y saquearon los edificios a punto de finalización. A los vecinos del barrio Rivadavia les dijeron que los incursores venían de Fuerte Apache, un nombre que se utiliza como el cuco para asustar a los chicos. Muchos de ellos ocuparon las viviendas para defenderlas, con la lógica del pánico ante lo desconocido que funcionó en 1989 y 2001.
En el año 2113
Con un déficit estimado en 100.000 unidades, la Ciudad sólo construyó 3.000 viviendas en los últimos cuatro años, pese a que los fondos son provistos por la Nación. Si por un milagro el crecimiento demográfico fuera nulo y las viviendas existentes se mantuvieran en perfecto estado de conservación, la Ciudad solucionaría su problema habitacional en el año 2113. En la década de 1960 el Rivadavia fue un barrio modelo. Pero hoy cuatro generaciones se hacinan en los mismos departamentos, deteriorados por el tiempo y la falta de inversión. Los nuevos planes no fueron para los vecinos del Rivadavia sino del consolidado de las tres villas aledañas, que se identifica con el burocrático nombre 1.11.14. Esto fomenta la competencia, porque las necesidades son comunes al barrio y las villas. Durante la gestión anterior no había listas que permitieran saber en forma fehaciente a quienes se adjudicarían las viviendas en construcción y el reparto se hacía entre miembros de la Coordinadora, funcionarios públicos y sus parientes. Además, se entregan créditos individuales de 75.000 pesos, para comprar o construir. Pero nadie sabe dónde hay que anotarse ni hay una ventanilla física o virtual donde averiguarlo. El resultado es que también esos créditos se entregaban con total discrecionalidad. La carencia de política y militancia en el gobierno anterior abría espacio para la delegación de funciones estatales en las dirigencias sociales o sindicales. Quien intentó transparentar la inscripción y la adjudicación de unidades y de créditos fue el ex subsecretario de Vivienda Eduardo Jozami, pero en marzo de 2002 fue despedido de mal modo por Ibarra. Con la clásica concepción de la silla vacía, le ofreció un cargo en el directorio de Autopistas Urbanas, que Jozami rechazó: “No soy de esos funcionarios que aceptan cualquier cargo por un sueldo atractivo”, dijo.
Entre los nuevos hábitos significativos estuvo la expectante actitud policial, cuyo primer reflejo no fue repartir palos entre los ocupantes. Con la remoción del ex secretario de seguridad Norberto Quantin y su reemplazo por Luis Tibiletti han cesado las interferencias a la directiva presidencial en favor de respuestas políticas antes que represivas a los problemas sociales. No fueron los efectivos policiales sino Cerrutti y el personal de su ministerio quienes se reunieron con los ocupantes, escucharon sus reclamos, los censaron y acordaron que las listas para futuras viviendas se confeccionarán sin intermediaciones. Las unidades se adjudicarán cuando comience a construirse cada edificio. Esto no significa cortar relaciones con las organizaciones de la sociedad. Por el contrario,Cerrutti designó a Lito Borello, del comedor Los Pibes, como coordinador de la Mesa de Enlace de Políticas Urbanas, lo que ayudará a que su gestión no gire en el vacío de las abstracciones, un riesgo simétrico al del clientelismo y la corruptela. En el acto de asunción estuvo presente el diputado kirchnerista de la CTA Edgardo Depetri, lo cual supone la aprobación oficial a esta movida que fastidió al secretario de Hacienda: Guillermo Nielsen protestó “porque designan a un piquetero en el gobierno sin consultarme”. El colaborador de Roberto Lavagna ya se peleó con toda la gente con la que podía pelearse y su continuidad en el gobierno de Jorge Telerman es apenas una conjetura.
Sin Planes
El dificultoso tránsito desde la emergencia hacia la normalidad también se reflejó en diferentes interpretaciones acerca de los últimos indicadores de empleo, pobreza e indigencia. Si la reducción en los niveles de indigencia y de pobreza no es controvertida, ocurre lo contrario con la distribución del ingreso. Entre mayo de 2003 y el primer trimestre de este año la cantidad de personas por debajo de la línea de la pobreza se redujo de 20 a 12,3 millones (del 54,7 al 32,3 por ciento). En el mismo lapso los indigentes disminuyeron de 10 a 4,4 millones de personas (del 26,3 al 11,5 por ciento). (Ver gráfico 1).
Kirchner anunció que por primera vez en una docena de años la desocupación había bajado en mayo al 9,8 por ciento. Esta afirmación requiere algunas precisiones. La primera es que los datos que produce sobre una base trimestral la Encuesta Permanente de Hogares del respetado organismo técnico Indec no deberían ser anunciados en forma desagregada mensual por el presidente, quien no duerme tranquilo el día que no puede anunciar una buena noticia. La segunda es que a este 9,8 por ciento de desocupación habría que sumarle el aproximadamente 2,2 por ciento de personas de la Población Económicamente Activa que recibe planes de ayuda como el Jefes y Jefas, con lo cual la desocupación real sería aún del 12 por ciento. La tercera es que esto le quitaría espectacularidad al anuncio pero incluso aumentaría la importancia de ese sostenido descenso: no sólo disminuye la desocupación, también cae el contenido de planes entre quienes se consideran ocupados. Cuando Kirchner asumió la presidencia, hace tres años, los planes equivalían al 5,2 por ciento de la Población Económicamente Activa y su descenso desde entonces ha promediado un 0,48 por ciento cada semestre.
Los más y los menos
Ese descenso en la cantidad de planes ha tenido incidencia sobre los indicadores que miden la brecha de ingresos entre quienes más y menos reciben, ya que implicó sustraer del estrato inferior algo más de 2000 millones de pesos al año que antes recibían en transferencias directas. Esto contribuye a explicar que la brecha entre el 10 por ciento más favorecido y el 10 por ciento de quienes la pasan peor creciera desde la asunción de Kirchner de 24 a 29 veces. (Ver gráfico 2).
Como se ve, ambos descendieron pero en porcentajes distintos, lo cual amplió la desigualdad entre el vértice y la base de la pirámide. Pero si se considera a la totalidad de la población, los resultados difieren. El 10 por ciento más castigado de la población perdió un 21,6 por ciento de su ya escasa participación en el ingreso, pero el 10 por ciento de los privilegiados también vio una disminución del 5,4 por ciento de los suyos. Si el cálculo se hace sobre el 20 por ciento de abajo y de arriba, las pérdidas respectivas son del 14,4 y el 3,3 por ciento. Esos ingresos se redistribuyeron en favor de los estratos medios, que mejoraron su participación en un 5,5 por ciento. El incremento más fuerte, del 7,3 por ciento se produjo en el estrato más bajo entre los medios. (Ver gráfico 3).
Calidad institucional
Un fallo de la justicia y dos proyectos de ley del Poder Ejecutivo giraron en torno de la calidad institucional. Para la jueza federal en lo Contencioso Administrativo Clara Do Pico la ley que reestructuró el Consejo de la Magistratura es constitucional. Las ONG que la impugnaron dijeron que no era necesaria una ley y que bastaba con modificar el reglamento, si había voluntad política, pero no objetaron el incremento de la representación política ni atacaron su constitucionalidad, como sí hicieron la oposición política y el gremialismo de los abogados. Do Pico sostuvo que la Constitución fue imprecisa en forma deliberada al “dejar a criterio de los legisladores la integración del Consejo”. Lo que el texto plantea no es la “absoluta igualdad” entre los órganos políticos resultantes de la elección popular, los jueces y los abogados, sino “procurar el equilibrio” entre ellos. Las falencias de la ley podrían subsanarse en su reglamentación y Kirchner prometió que convocaría a las organizaciones firmantes del documento “Una Corte para la Democracia” para que aportaran en ese sentido, pero transcurridos cinco meses ni él ni sus partidarios en el Consejo han cumplido ese compromiso. La ley que regula los decretos de necesidad y urgencia, reglamenta la Constitución de Olivos de 1994. El proyecto fue presentado por la Senadora Cristina Fernández de Kirchner y cumple con una manda constitucional que ignoraron los anteriores gobiernos justicialista y radical. Hace ya doce años que debería haberse creado la comisión encargada de tratar esos decretos. Las sucesivas fuerzas de oposición reclamaron que el silencio del Congreso significara su derogación táctica o ficta y las de gobierno que el silencio se interpretara como confirmación tácita o ficta. El proyecto de CFK, que cambió de bando, busca una diagonal entre esas posiciones extremas. Se crea la Comisión, el tratamiento del decreto es obligatorio, pero no fija un plazo para que se pronuncie. Ese camino intermedio beneficia al oficialismo, cuya mayoría legislativa lo pone al abrigo de cualquier sobresalto.
Pero no parece razonable acusarlo de inconstitucionalidad.
La Constitución y la ley
El otro proyecto, defendido en el Congreso por el jefe de gabinete Alberto Fernández, incrementa las atribuciones del responsable de la administración pública, encargado de “hacer recaudar las rentas de la Nación y ejecutar la Ley de Presupuesto”. La facultad contenida en el artículo 37 de la ley de administración financiera de “disponer las reestructuraciones presupuestarias que considere necesarias dentro del total aprobado por cada ley de presupuesto” se transferiría del Congreso al Jefe de Gabinete. Esto comprendería “las modificaciones que involucren a gastos corrientes, gastos de capital, aplicaciones financieras y distribución de las finalidades”.
La ley refuerza la concentración de facultades establecida por la Constitución de Olivos, que permitió legislar al Poder Ejecutivo, algo que la vieja Constitución le vedaba. La redacción de los artículos 76 y 99, inciso 3 de la Constitución, es una obra maestra de hipocresía. El 76 consagra la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, con el método alambicado de enunciar su prohibición “salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca”. Añade que el transcurso del plazo “no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa”. El 99.3 declara que el Poder Ejecutivo no podrá “en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”.
Pero de inmediato las admite en indeterminadas “circunstancias excepcionales”, salvo en las únicas materias prohibidas: penal, tributaria, electoral y de partidos políticos. Ese artículo difiere a una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara el “trámite y los alcances de la intervención del Congreso”, que es lo que recién se discute ahora, con doce años de atraso, en los cuales Menem, Fernando De la Rúa, Eduardo Duhalde y Kirchner han dictado casi un millar de decretos de necesidad y urgencia. Si el proyecto fuera aprobado, como se prevé, para rechazar un decreto la oposición sólo necesitaría reunir mayoría simple y no ya especial. El problema está en la Constitución, híbrido del decisionismo menemista y el formalismo alfonsinista. Es ostensible que el vástago de esos esponsales se parece más a Carl Schmitt que a Kelsen.
La escuela radical
La oposición la ha bautizado “ley de superpoderes”, niega su constitucionalidad y se ha lanzado a un torneo de descalificaciones donde la escuela radical se demuestra insuperable. Para Raúl Alfonsín se trata de la muerte de la República y para Elisa Carrió la fase final de su destrucción, “permisos para robar”, intereses personales de enriquecimiento, mecanismos de “chantaje y de apropiación de los pobres”, un “capitalismo de amigos, prebendario y fascista”. La disidente chaqueña tiene una ventaja, que hizo explícita en el debate: el resto de la oposición (es decir quienes pasaron por el gobierno) “votó superpoderes alguna vez”. Ella, en cambio, se opuso siempre, lo cual la deja a salvo del argumento político que usó Fernández: desde 1987 los distintos gobiernos, sin excepciones, firmaron dieciocho decretos y leyes similares.
Además, en casi todas las provincias y municipios existen normas legales que atribuyen al Poder Ejecutivo la facultad de alterar el presupuesto, siempre que no incremente los gastos ni el endeudamiento. No se privó de citar las vigentes en provincias y municipios gobernados por radicales, socialistas, menemistas y provinciales. Que se trate de un mal de muchos no define su constitucionalidad. Lo más flojo del proyecto son sus fundamentos, según los cuales “las facultades delegadas” en esos años “provinieron de la necesidad de garantizar la gobernabilidad” y de responder a la crisis. Es decir, afirma que se trata de una delegación (lo cual es constitucionalmente objetable) y lo justifica por una gobernabilidad que no se garantizó y que condujo a la peor crisis. El punto más discutible es que el proyecto no fija un plazo de vigencia ni las bases de la delegación, de modo que las autorizaciones que se concedían en forma anual con la ley de presupuesto serían a partir de ahora permanentes. Pero también en este caso bastaría con mayoría simple en vez de privilegiada para derogar ese régimen. Esto descubre el dilema político de la oposición, que no imagina cómo ni cuándo revertir su actual escasez.
Durante la Convención Constituyente, al describir las atribuciones del jefe de gabinete en relación con el Congreso, el alfonsinista Ricardo Paixao explicó que la reforma no instituía un régimen parlamentario ni mixto sino que mantenía el presidencialismo. Su colega del Frente Grande y actual ministro de la Corte Suprema de Justicia, Raúl Zaffaroni sostuvo que los artículos acordados en nombre de “perfeccionar el equilibrio de poderes” y “fortalecer el Congreso” en realidad decretaban la muerte del Poder Legislativo. En su defensa del proyecto en el Congreso, Fernández recordó que las facultades que la Ley de Administración Financiera le atribuyó al Congreso en materia presupuestaria fueron anteriores a la creación constitucional del Jefe de Gabinete, que ejerce la administración general del país y a tal fin, recauda las rentas y ejecuta el presupuesto nacional. La reforma propuesta no afectaría el posterior control legislativo, al aprobar o desechar la cuenta de inversión. Que ese control haya sido de costumbre tardío y laxo no es un problema constitucional sino político. La cuestión constitucional se reduce a un punto: la reestructuración de partidas, ¿es un acto de creación o de ejecución del presupuesto?
Pero el debate político es más amplio. Concentrar facultades en el Poder Ejecutivo unipersonal reduce la participación ciudadana y favorece las presiones de los poderosos. Parece obvio, sin embargo, que no todas las malas leyes son inconstitucionales ni cada artículo constitucional contiene una sabia disposición. Cada vez que se reflexione sobre los riesgos de la concentración de poder en el presidente convendrá recordar que para resistir esos cantos de sirena Kirchner se ató al mástil con la designación de una mayoría independiente de su voluntad en la Corte Suprema de Justicia, diferencia fundamental con todo lo conocido antes en la Argentina, que no puede pasarse por alto como si fuera un simple detalle, irrelevante a la hora del balance.
Promesas incumplidas
En ese contexto, las cada vez más frecuentes erupciones de desdén presidencial hacia la prensa son antes un rasgo de provincianismo que un ataque a la libertad de expresión y ponen al gobierno frente a una contradicción que nadie puede resolver por él. Kirchner puede ironizar todo lo que quiera acerca de la concentración de la propiedad de los medios, pero nada ha hecho para restringirla, sino todo lo contrario, con la escandalosa prórroga por una década de las licencias de radio y televisión. También puede distinguir entre la libertad de prensa y la de empresa, entre los propietarios de medios y los periodistas. Pero eso será pura retórica mientras siga faltando a su palabra de impulsar la despenalización de los delitos de calumnias e injurias cometidos contra funcionarios, que no favorecería a los patrones sino a los trabajadores de prensa.
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