EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
Terminado el Mundial volvemos a estar desnudos respecto de qué importa y cómo se lo analiza. Completamente desnudos. A lo sumo nos queda un taparrabos de pocos días, acerca de si debe seguir Pekerman o si no nos hubiera ido mejor con una actitud ofensiva como la de Italia frente a Alemania en el tiempo suplementario.
De primera, es apreciable advertir que el reemplazo de la pelota ecuménica (y con ello, de la búsqueda de alguna identidad ganadora en algo) pasa por noticias policiales o de connotación “social”. El francotirador del barrio de Belgrano, entonces, subido a la jerarquía de “qué nos pasa a los argentinos” como en su oportunidad el escolar de Carmen de Patagones. Y los copamientos de construcciones de viviendas populares, tratados periodísticamente con enorme tufo a “estos negros no aprenden más” en mezcla con “qué mierda que es la política: punteros atrincherados en sus negocios clientelísticos con el resultado de una guerra de pobres contra pobres” (esto último tiene una alta cuota de razonabilidad pero, en lugar de derivar hacia una profundización analítica a propósito de cómo funciona la injusticia social, vuelve a terminar en el facilismo del discurso antipolítica. Y sanseacabó).
Las noticias policiales y las conexas llenan con prioridad el espacio dejado por una economía con índices de recuperación y una clase media que reactivó su imaginario consumista. Se parte así hacia la “calidad institucional”. Para el caso, los decretos de necesidad y urgencia y los superpoderes a fin de que el Ejecutivo disponga del presupuesto nacional como mejor le plazca. Cuando la economía no está en debate, porque la certeza o sensación generales es que hay mejoría y porque casi nadie lo discute, el lugar que resulta vacío lo ocupa ese tipo de temas.
Es difícil desmentir que éste es o semeja ser un gobierno de inclinaciones autoritarias, encerrado en un núcleo duro y pequeño de funcionarios que concentran una capacidad decisoria casi hegemónica. Nada diferente, de todos modos, a lo que marca la historia del país, insuflada de caudillos y de dependencia presidencialista. Sin embargo, tomada la crítica como aceptable porque lo cortés no quita lo valiente, las transgresiones oficiales al funcionamiento democrático de las instituciones son relativas. Podrá no haber reuniones de gabinete y parecer que los ministros, más que colaboradores, son marionetas de un par de despachos. Podrá ser escasa o nula la relación entre el Ejecutivo y el Congreso. Podrá consultarse muy poco lo que se resuelve entre cuatro paredes. Pero a efectos de los asuntos en cuestión no puede decirse que se haya pasado por encima del Parlamento ni que se haya escondido a la sociedad qué se pretende. Tanto respecto de los DNU como del manejo ampliado y discrecional de fondos, es irrefutable que las cosas se ventilan a la luz del día y que pasan por el Congreso. Ahora bien: si el Congreso es una decorativa escribanía de la Casa Rosada y si gracias a que la mayoría de sus miembros levantan la voz cada muerte de obispo, ¿no será que el problema pasa por allí –expresión de la voluntad o desidia popular, al fin y al cabo– muy antes que por los afanes autoritarios del Ejecutivo?
Nuevamente debe decirse que la hipocresía del debate oficial argentino es inmensa. Se escucha a los medios de prensa más tradicionales alarmados por los constantes denuestos del oficialismo hacia el juego de ciertas corporaciones periodísticas (de base periodística, mejor, porque sus negocios son mucho más amplios que eso). Esto se reavivó con la pieza oratoria de la senadora Cristina Fernández, justamente en la polémica parlamentaria sobre los atributos del Ejecutivo. Su tono, como es costumbre, fue el de una persona llena de soberbia. Pero fuera de eso, ¿cuál es el problema? ¿Que osa criticar al periodismo o a ciertos periodistas y empresarios del rubro? Ciertos colegas dicen que el Gobierno toma a la prensa como si fuera un partido político. Formalmente no lo es,pero sí es un actor de poder que funciona según sus intereses. ¿Qué les molesta, en consecuencia? ¿El tono de la senadora o que la senadora se mete con ellos?
La esposa de Kirchner dice ahora, en torno de los DNU, exactamente lo contrario de lo que sostuvo en 2000 y 2002. Es un doble discurso que da pavura: lo que le parecía escandaloso con el menemismo, hoy le parece adecuado. El Gobierno critica a la prensa que le conviene y se queja de los emporios periodísticos, pero les renovó las licencias para operar la radio y la televisión durante 20 años. Se avanza sobre el Congreso como en los mejores tiempos de la rata. Todo cierto y en algunos casos marcadamente repudiable; pero decir que la búsqueda de acumulación de poder expresa vías antidemocráticas es un contrasentido, porque es en el propio Congreso donde eso se debate. Y donde se lo vota.
El poder no se discute. Se ejerce. Y si el cómo se lo ejerce es susceptible de crítica negativa, una razón de honestidad intelectual llama a criticar desde ahí y no con acusaciones de autoritarismo que son imposibles de sostener desde la legalidad de los actos.
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