Arturo Pinto es el único testigo del asesinato de Enrique Angelelli. Estaba en la camioneta que conducía el obispo y que fue encerrada en una ruta riojana.
› Por Werner Pertot
Lo último que recuerda Arturo Pinto de aquel 4 de agosto de 1976 es un Peugeot 504 que se cruzó en el camino de la camioneta que manejaba el obispo de La Rioja, Enrique Angelelli. Luego todo se fundió a negro. Al despertar, se encontró con la noticia de la muerte de Angelelli. “Lo mataron al Pelado”, razonó Pinto, sobreviviente del atentado al obispo de La Rioja. Esa tarde lo acompañaba desde El Chamical, donde habían oficiado el sepelio de los sacerdotes Gabriel Longueville y Carlos de Dios Murias. Angelelli llevaba consigo los documentos de la investigación que condujo personalmente sobre el asesinato de los dos curas y que pensaba entregar al papa Pablo VI. “Se verá si la Iglesia da un viraje completo. Es necesario llegar a la verdad”, sostiene Pinto, en diálogo con Página/12, sobre la decisión del cardenal Jorge Bergoglio de reconocer la muerte de Angelelli como un asesinato.
Riojano de nacimiento, Pinto estudió en Córdoba y se convirtió en sacerdote el 6 de enero de 1969. “Fui el primero al que ordenó Angelelli”, relata, con orgullo. “Lo conocí cuando era rector de mi seminario. Y gracias a él, que tenía ideas renovadoras, salimos como diáconos a parroquias de las barriadas de Córdoba. Yo estuve en Villa Libertador”, explica. Tras el asesinato del obispo, Pinto dejó los hábitos en 1978 y se alejó de la complicidad de la Iglesia con la dictadura. “Me fui a Río Negro y entré a trabajar en una fábrica”, cuenta. En 1981 se casó y se fue a vivir a Ingeniero Juárez, a 500 kilómetros de la capital de Formosa, donde hoy vive con sus tres hijas. Allí se sumó a la ONG Equipo para la Promoción y el Trabajo Solidario que trabaja con los wichis.
–¿En 1969 acompañó a Angelelli a La Rioja?
–Sí, él fue antes de que terminara el seminario, en diciembre de 1968. El asumió como obispo de La Rioja en agosto de ese año. Empecé a participar cuando todo estaba en marcha. Estuve como ayudante en Chilecito, luego Chamical y por último en Aimogasta. Me designó en Aimogasta con (el actual obispo de Resistencia, Fabriciano) Sigampa como ayudante. Eramos dos jóvenes, recién recibidos, lo que era una novedad en las parroquias. En general, no mandaban jóvenes solos. La idea de él era innovadora.
–¿Cómo empezó el trabajo con los aceituneros?
–Ahí estaba la Cooperativa de Trabajo Limitado (Codetral), que pretendía las tierras de los latifundios. En Aimogasta, se planteó un conflicto que tenían los pequeños productores con los grandes acopiadores, que se aprovechaban y establecían el precio tardíamente. Ellos requirieron nuestro apoyo en Aimogasta. Nosotros teníamos un grupo de jóvenes muy fuerte, que se llamaba Severo Chumbita, por uno de los caudillos de La Rioja. Nosotros con los pequeños productores hicimos marchas y cortes de ruta para empujar a que cedieran con el precio. Finalmente, tuvieron que ceder, porque el acompañamiento fue unánime en toda la provincia.
–Esto generó resistencias de la clase alta, por ejemplo, en Anillaco...
–Angelelli fue con la intención de sumarse a la fiesta patronal, pero tenían parlantes instalados con proclamas contrarias a su presencia. Lo gritonearon e incitaban a la gente para que lo corriera. Le gritaban que se mandara a mudar. En ese grupo estaban César y Amando Menem, familiares de nuestro ex presidente. Ahí comandaban los Cruzados de la Fe, que habían engrosado las filas con la gente de Tradición, Familia y Propiedad. Le tiraron arena cuando se fue. Pero luego hubo una condena del obispo, refrendada por el Papa.
–¿Cómo era Angelelli, en lo cotidiano?
–Era un hombre sencillo, muy amigo, muy querendón. De mano grande para saludarte, de estar con los vecinos. El Pelado mandaba mensajes radiales a cada vecino en particular, a una anciana que estaba en las termas de Santa Teresita. Saludaba a cada uno, con una sensibilidad humana incomparable. Su casa era como un hogar para nosotros. Te cocinaba, te atendía, se ocupaba de ver dónde ibas a dormir. También dejó la Catedral e iba por los pueblos de la provincias. A Aimogasta vino en Nochebuena a nuestra parroquia y celebró la Navidad con los vecinos. Ese era Angelelli.
–¿Y los vecinos le respondían?
–Sí, cuando hizo las jornadas pastorales, se denunciaron las situaciones de pobreza. El iba a las jornadas, hacía las ponencias con su palabra orientadora. Tenía claro que era una obligación de hacer carne y verdad el evangelio. Asumía plenamente todo lo que la gente sufría y necesitaba. El decía que el hombre, concreto, riojano, con sus costumbres, sus fiestas religiosas, era el centro de nuestros desvelos.
–¿Cómo se enteró del asesinato de los dos curas, el 18 de julio de 1976?
–Nosotros estábamos en asamblea en La Rioja. El 18 de julio fue un domingo. El lunes nos encontramos los sacerdotes de los pueblos y los de El Chamical no llegaban. Entonces, nos alarmamos. De pronto, el obispo apareció y dijo: “Tengo muy malas noticias. Nos han asesinado al padre Gabriel”. Después de la conmoción que sufrimos todos, Angelelli pidió que cubriéramos esa parroquia para acompañar a la gente. Yo me ofrecí para ir. Y fuimos a El Chamical. Y el obispo vino con nosotros.
–¿Recuerda el sepelio?
–Fue muy triste. Me sentí muy tocado. Angelelli habló con el ceño muy fruncido. El personalmente se encargó de investigar. Se instaló en una pieza y empezó a recibir a la gente del lugar para enterarse de lo que pasó. Preparó un documento con esa investigación, con las entrevistas de la gente de Chamical. El estaba en buena relación con el papa Pablo VI y pensaba presentarle una denuncia seria y documentada. Con su asesinato, se llevaron lo que había investigado.
–¿Cómo fue ese 4 de agosto?
–Nosotros salimos en una camioneta, después de almorzar con las monjas. Era alrededor de 14. Yo lo acompañaba y él manejaba. La ruta estaba despejada, porque a esa hora no había mucho tránsito. No sospechábamos nada. Había razones por las que sospechar, por eso habíamos decidido que lo acompañara siempre alguien, para que no anduviera solo. No tomamos precauciones especiales, salvo que salimos a la ruta por las calles secundarias. Cuando llegamos a Punta de los Llanos cruzamos una gran curva para rodear el pueblo. Allí hay una hondonada. Un vehículo nos alcanzó y nos cerró un paso. Recuerdo un reventón muy grande y ahí perdí el conocimiento. No sé decir lo que pasó después.
–¿Qué es lo siguiente que recuerda?
–Me desperté en el hospital. Tenía fracturada la mandíbula, por lo que no pude hablar con nadie. Lo siguiente fue despertar en Córdoba. Me cuidaron para que no me enterara de lo que había pasado. Muchos días después, fuera del sanatorio, el fraile Antonio Puigjané me lo contó. Empezó con rodeos: “Mirá, negrito, que te voy a decir una mala noticia”. “Sí, ya me imagino, que el Pelado está muerto”, le contesté. Fue un dolor muy grande. Todos estábamos convencidos de que lo mataron.
–¿Cuándo escuchó hablar de la versión del “accidente”?
–Volví en diciembre a La Rioja y me enteré de la versión oficial. Y me indigné. La Iglesia en ese momento no buscó hacer una buena investigación, sino todo lo contrario. Yo tomé distancia. No presté declaración a la policía. Me mostraron un escrito para que reconozca mi firma, en el que supuestamente afirmaba que todo había sido un simple accidente. Por supuesto, lo negué. Estaban interesados en que los testigos se callaran la boca. Cuando me iba, le dije al obispo sucesor: “Acá no va a pasar nada”. Ahora tendrán que averiguar cómo se hicieron los peritajes de la camioneta y del cuerpo. Tendrá que aparecer quién lo encargó y quién lo hizo.
–¿Qué opina del cambio de posición de la Iglesia?
–Ellos están en esa tesitura. Ya hablan de asesinato y de martirio. No sé si es superficial o si va a ser en serio. La Iglesia ha sido muy mesurada y Bergoglio lo es. Veremos el 4 de agosto qué clase de mensaje va a dar en La Rioja. Ahí se verá si da un viraje completo. Es necesario que se lo tome en serio y que de una vez por todas se llegue a la verdad.
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