Sáb 05.08.2006

EL PAíS  › EL CARDENAL BERGOGLIO OFICIO LA MISA DE HOMENAJE AL OBISPO ASESINADO ENRIQUE ANGELELLI

“Recibía pedradas por predicar el Evangelio”

La catedral de La Rioja estaba colmada al cumplirse los treinta años del asesinato del obispo Angelelli. El cardenal Bergoglio dijo que El Pelado era “un hombre de encuentro, de periferias, que pudo vislumbrar el drama de la patria”.

› Por Cristian Alarcón
Desde La Rioja

La voz de soprano entona un salmo en lo profundo de la catedral, envuelta en el humo del incienso. Diez monaguillos de vestido rojo y enagua blanca. Treinta, cuarenta, sacerdotes en parejas. Desfilan las jerarquías ordenadas de la iglesia ante los fieles que colman la catedral con sus cantos. Los sacerdotes saludan con una inclinación al llegar al atrio. Más atrás van los que llevan una estola en el cuello. Luego los arzobispos con sus brillantes bonetes bordados. Al final, pequeño bajo ese vestido rojísimo, avanza el cardenal Jorge Bergoglio, elegido por el Concejo Episcopal para dar la primera misa en memoria de monseñor Enrique Angelelli en esta, su ciudad, en esta, la iglesia desde la que predicaba por radio para y por los más pobres. Frente a la catedral los organismos de Derechos Humanos, sólo algunos presentes en la misa, esperan a que termine para largar con el fogón con el que anoche festejaban la memoria de Angelelli. “No esperamos demasiado de la iglesia que lo ha ocultado tanto tiempo”, dice una mujer ajena a la ceremonia, desde la plaza.

A lo largo del día en que se cumplieron treinta años desde su velada muerte en la ruta de Chamical a La Rioja los recuerdos tienen todos los matices: desde quienes homenajearon también a sus desaparecidos riojanos hasta la memoria de Bergoglio, quien no explicitó que la muerte del pastor pudo haber sido un asesinato de la dictadura, tal como lo investiga la Justicia, pero lo dejó entrever. “Esta es una iglesia que se fue haciendo sangre, en Wenceslao, Carlos, Daniel (N. de R. asesinados antes que Angelelli), y finalmente se hace sangre de su pastor”, dijo Bergoglio para hablar de la muerte del obispo. “Ese día alguno se puso contento –sumó–. Creyó que era su triunfo pero era su fracaso. Sangre de mártires, semilla de cristianos” y abundó en que “recibía pedradas por predecir el Evangelio y derramó su sangre por ello. Era un hombre que pudo vislumbrar el drama de la patria”.

Esa rara presencia

Hace un mes que el nombre de monseñor es como un rezo murmurado en cada rincón de esta provincia, por unos y por otros: por los reivindicadores de siempre, sus compañeros en las viejas batallas, y los que hasta este brote de verdad habían también ellos participado del silencio de tres décadas. Cuando el jueves este cronista llegó a la ciudad se anunciaban los homenajes en el diario y en las radios. Ya en el vuelo de Aerolíneas, sentado junto a otro sacerdote, en la primera fila de la clase turista, se podía ver, de opaco negro clerical, con pantalones y saco, al cardenal Bergoglio. En este caso el arzobispo de Buenos Aires se excusó ante el periodista decidido a no hablar hasta el momento de la misa en la Catedral: sería una falta de respeto hablar en una diócesis que no es la propia, dijo. Aunque en rigor el acercamiento se daba rumbo a La Rioja, estrictamente en el cielo. En el aeropuerto lo esperaba el nuevo obispo, Roberto Rodríguez, quien llegó aquí hace sólo dos semanas en medio de un pequeño escándalo político: su predecesor lo despidió enrostrándole el tráfico de drogas y la trata de blancas como problemas no resueltos de la provincia, un latigazo para el gobernador Angel Maza, que escuchó la homilía con impertérrita actitud, cuentan.

El jueves por la tarde, cuando caía el sol sobre la plaza y las torres de la iglesia, las campanas llamaban a la misa de ocho. Se escuchaban desde el obispado, desde sus enormes habitaciones en soledad. Esos pasadisos altos llevan a la antesala de la nave central y el púlpito, un cuarto frío en el que un chico de unos 12 años mecía el incensario mientras un asistente vestido como un boy scout le acomodaba el vestido rojo cubierto por un delicado delantal de gasa blanco. La misa se dedicó a una inacabable lista de fallecidos llamada “almas del purgatorio”. En frente, en la plaza San Martín, una carpa y un escenario con proyección de fotos de Angelelli y sus palabras sonando como aplausos furiosos frente a la Catedral en la que tantas veces habló por horas para miles de miles de pobres que no alcanzaban a entrar en la iglesia y ocupaban las calles, las veredas, o lo escuchaban desde sus casas, por radio. Por eso hay muchos discursos de Angelelli sonando en la radio, en la ciudad entera, y es rara esa omnipresencia, de súbito, como si una ciudad amordazada de pronto recuperara una voz muy vieja, creída perdida. “Fue una llamarada, que dejó mucha huella, mucha marca, esa marca somos nosotros”, dice Susana Goyechea, hermana de Adela y Luis, desaparecidos en 1977, y colaboradora de Angelelli en esos pasillos del obispado, al frente, donde antes, dice, todo eran críos, y corridas, y gente, que entraba y salía, moviéndose porque monseñor marcaba el ritmo y el ritmo era: “hay que andar para adelante”.

Ayer Susana, sus hermanos, su padre de 93 años, convocaron junto a Madres de Plaza de Mayo, Familiares de Detenidos, las Madres del Dolor y varios ex presos políticos a un homenaje a propósito de los treinta años de Angelelli a Adela, Luis y Nélida –su esposa–, riojanos secuestrados en Córdoba y Buenos Aires. Una media luna de gente amiga, unas doscientas personas, paradas a las dos de la tarde frente a la casa paterna, con las ventanas y las puertas de madera noble abiertas. Sobre la vereda, una de las hermanas, recordándolos. Susana, la mujer que veía como monseñor se preparaba una sopa con lo que encontraba cuando regresaba de sus andadas por los pueblos más pequeños del interior riojano, casi escondida tras un árbol, mientras los más chicos, los hijos de los desaparecidos y sus sobrinos, quitan una tela que deja ver las baldosas que han colocado en la vereda. A un costado se puede leer la larga lista de desaparecidos en La Rioja. Más allá, la otra hermana, monja y también cercana a Angelelli, se seca las lágrimas con un pañuelo blanco, junto a al padre, de 93, de gorra y mirada cristalina. Al final alguien canta y Nico, uno de los primeros chicos de H.I.JO.S., toca muy suave una guitarra. Es la canción preferida de Adela, solía cantarla en este mismo lugar, hace treinta años: “Amor, amor, amor de frente, desde la vida hasta la muerte. Amor de cara al sol sin esconderse”.

Evangelio, puro evangelio

Una extraña mujer perturbó a los fieles más sensibles ayer cuando la misa estaba por empezar. De poncho verde, joven como para ser madre de la plaza, pero con un pañuelo blanco en la cabeza, portaba una bandera blanca que decía en rojo “derechos humanos”. Desde el ala izquierda del atrio, bajo el Corazón de Jesús, San Pedro y San Pablo, entre los más de mil que llenaron los bancos y se apiñaron en los pasillos, rodeado de un buen número de beatas y de hermanas, muchas mujeres y muy pocos hombres, este cronista, como muchos más, no alcanzó jamás a ver las leyendas de unos carteles que insistentemente cargaba y acomodaba sobre el mármol de Carrara y frente a sus eminencias sentadas más allá. Los obispos, dispuestos en dos hileras, con el cardenal de carmesí en el centro, la miraban de costado. Las cámaras de la televisión la filmaban. Ella dejó allí sus carteles y se mezcló con el público cuando tras las lecturas del Evangelio Bergoglio se acercó lentamente al púlpito. Llevaba las manos cruzadas y apoyó, no sin cierto aire teatral, los brazos, antes de lanzarse a hablar. “La primera lectura –la carta de Pablo desde Salónica tras ser golpeados y maltratados– nos habla del diálogo de Pablo con la Iglesia. Les dieron una flor de paliza en Filipo, pero Dios les dio la audacia. Un diálogo que necesita: ¡audacia! ¡Coraje! Para seguir a Jesús hace falta coraje y a la vez hace falta aguante para soportar a aquellos enemigos que quieren que se les diga lo que ellos quieren que el Evangelio diga”, lanzó.

Cuando todos esperaban que llegara al nudo del homenaje religioso, a los momentos en que Angelelli murió, tras un supuesto ataque en la ruta 38, desnucado por un militar, el cardenal avanzó en desmenuzar la lectura de la Biblia. “La predicación del Evangelio mueve las aguas y provoca esas actitudes que se repiten en la historia –dijo–: el cuestionamiento del predicador”. Bergoglio se refirió a “la desinformación, la difamación y la calumnia que Pablo aguantó” para asegurar que “el santo pueblo de Dios no se equivoca”. “Bueh, dirán, usted está haciendo política”, deslizó. “No. Cuando el diálogo del pastor con el pueblo va por el mismo camino no se puede equivocar. Las ovejas saben quien cuando viene el lobo los defenderá y quién se escapará”, metaforizó. La iglesia llena, cierto calor en el ambiente: las mujeres se quitaban los sacos, se escuchaba el vociferante reportar de los movileros que desde las puertas de la catedral contaban sobre lo dicho por el cardenal porteño. Bergoglio se detuvo por unos cinco minutos en un sólo incidente: las pedradas en Anillaco el 13 de junio de 1973. Entonces una multitud liderada por Amado, César y Manuel Menem, hermanos y sobrinos de Eduardo y Carlos Menem atacaron a Angelelli y sus sacerdotes. Bergoglio contó que al día siguiente el participó de un retiro espiritual en el que monseñor Enrique los introdujo en el discernimiento del espíritu. Luego recordó los diálogos en los que la gente de la provincia le contó el trabajo del obispo a la jerarquía eclesial que avaló entonces lo dispuesto por el Concilio Vaticano II. El cardenal volvió al tema del diálogo entre el pastor y sus ovejas. “El era un hombre de periferias”, dijo. Jamás mencionó a la pobreza ni a los pobres.

El cardenal terminó con una especie de rogatoria. “El recuerdo de Wenceslao, Carlos, Daniel y el obispo Enrique no es una memoria encapsulada –dijo–. Nos interpela a que miremos el camino de ellos. Hombres y mujeres libres, así nos quiere la patria. Libres de prejuicios, de componendas, de ideologías. Hombres y mujeres de Evangelio, sólo de Evangelio”, dijo. “Que así sea”, y se retiró a su sillón de oro entre los jerarcas máximos.

“Que así sea”, respondió la feligresía. La soprano retomó el Aleluya, todos cantaron. Afuera comenzaba el fogón.

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