Sáb 26.08.2006

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

MARCHAS

› Por J. M. Pasquini Durán

A raíz de la tremenda violencia urbana ocurrida durante el mes de mayo último en San Pablo, Brasil, sede del principal centro financiero de América latina, el académico José Teixeira Coelho escribió una descripción que vale la pena repetir aquí: “La violencia urbana, de hecho, crece en todos lados y parece ser condición y efecto de la actual etapa histórica. En todas partes, las grandes ciudades son, ante todo, campos de invernada (donde se engorda el ganado antes de enviarlo al matadero), orfelinatos (cada uno entregado a su propia suerte), prisiones (todas las personas ‘de bien’ detrás de las rejas de sus casas) y manicomios a cielo abierto (la locura del conflicto social en todo momento). Libertad y seguridad también se divorciaron una de la otra, así como la cultura y la vida [...] La perplejidad y las ideas hechas, los lugares comunes de los manuales del ‘bien pensar’, redactados para los siglos XIX y XX, son la regla” (en Punto de Vista Nº 85). Encuestadores locales revelan que el 48 por ciento de los porteños sitúan a la delincuencia como su primera preocupación, desalojando al desempleo y a los salarios de esa ubicación, y que más de la mitad de los bonaerenses no se siente seguro en su casa o en la calle. Con estos números a la vista, el corresponsal del matutino español El País tituló su crónica: “La delincuencia es ya la principal preocupación de los argentinos” (24/08/06).

Aunque si no son interpelados por la prensa es poco frecuente que el tema aparezca en el discurso de los políticos, tanto del oficialismo como de la oposición, hace poco el presidente Néstor Kirchner pareció hacerse cargo de la preocupación ciudadana en la presentación del Plan Nacional de Control de Armas: “... Lo que nos pasa a los argentinos es que podemos evitar que la Argentina llegue a ser igual a lo que es San Pablo o lo que son muchos países latinoamericanos o lo que pasa en lugares del primer mundo o en la potencia más grande (...) Sabemos que todo esto nace con la impunidad en la Argentina. Cuando se mata de cualquier forma y eso no es punible, evidentemente, va creando una cultura sin valores; cuando, como pasaba en este país y pasa, que a veces se mata en nombre de la justicia, esto se profundiza todavía mucho más” (9/08/06). Las sectas de la picana y del gatillo fácil, preexistentes y prolongación del terrorismo de Estado, así como las consabidas defecciones de tantos tribunales, son explicaciones válidas para explicar la singularidad nacional, como también el aumento del consumo de drogas ilegales, la pobreza y la exclusión masivas.

El antropólogo uruguayo Enrique Rodríguez Larreta (Ibid. cit.) recuerda: “Desde (Carlos) Marx se distingue entre la pobreza digna, derivada del trabajo explotado, y la pobreza indigna de la descomposición social: el lumpenproletariado. Franz Fanon reivindicó la violencia del lumpenproletariado en las condiciones de funcionamiento de la ciudad colonial”. Hoy en día, ¿“lumpenproletariado o condenados de la tierra”? En las circunstancias actuales, según Rodríguez Larreta, “la sensación de pobreza relativa en una sociedad de violentos contrastes aumenta las expectativas de consumo y el acceso a bienes, así como la radical exposición a los medios de comunicación que saturan la sociedad (...) Esas ciudadanías incompletas y frágiles se frustran con la falta de perspectivas y derivan hacia el inicio circunstancial de carreras criminales que se vuelven irreversibles cuando se reciclan en el universo infernal de las prisiones...”. El gobernador de San Pablo, de la oposición de derecha, después de culpar a las “élites blancas” por irresponsables, aseguró que “la bolsa de la ‘burguesía’ deberá abrirse para suprimir la miseria creando más empleos, más educación, más solidaridad y diálogo social”. Por el contrario, hay quienes incluso dudan de que ahora la cultura de la violencia pueda ser fácilmente compensada por el trabajo remunerado. ¿Quién, sin oficio ni cultura laboral, cambiaría lo que gana en un secuestro “express” por un sueldo de doscientos dólares después de trabajar nueve o diez horas diarias durante veintiséis días al mes? El cambio de la moneda está alto, pero la vida del postergado no vale nada.

En la lista casi interminable de razones que explican la violencia urbana y la fuerte sensación pública de inseguridad, hay que agregar que para la percepción popular no caben distinciones de fondo entre la policía y los delincuentes, como tampoco entre políticos y ladrones. En estos días, en Buenos Aires, está por comenzar el juicio oral por los sobornos en el Senado (cinco millones de dólares, por lo menos, a cambio de una ley) y uno de los ex directores del Banco Nación involucrado en el escandaloso contrato con IBM reconoce que recibió tres millones de dólares a cambio de su consentimiento. En Brasil, más de setenta diputados de casi todos los partidos están acusados por enriquecimiento ilícito, además de colaboradores directos del Poder Ejecutivo. En México, otro de los países devastados por la delincuencia y la corrupción, las acusaciones por fraude electoral han partido al país por el medio y amenazan con la instalación de dos gobiernos paralelos. Este limitado recuento omite otras resonantes referencias de latrocinios y desfalcos en la región y en el primer mundo. Con razón, Rodríguez Larreta desconfía de las demandas republicanas para que el Estado ponga límites a la criminalidad, porque supone que “acción del Estado es muchas veces un eufemismo para reclamar mayor represión (...) Las condiciones represivas son a la vez brutales e inefectivas, las leyes existen en el papel pero no se cumplen”. Así pasa con los que piden más policías: en la provincia de Buenos Aires hay 48 mil agentes, muy poco menos que el total de efectivos del Ejército en todo el país, para casi nueve millones de habitantes, mientras que San Pablo tiene 150 mil agentes para quince millones de personas y no pudieron evitar que un sindicato del crimen dirigido por celulares durante siete días de mayo último atacara a 150 puestos policiales, aparte de otros 250 asaltos a cárceles y agencias bancarias, produciendo más de cien muertos (mitad de ellos policías) y más de 80 ómnibus incendiados.

En esos días, recuerda Teixeira Coelho, “nos dijimos que si aquí (en San Pablo) las cosas fuesen como en la Argentina, al menos habríamos tenido un enorme cacelorazo tras el silencio asustador de aquella (primera) noche de mayo”. En este contexto denso, complejo, preñado de explicaciones y, aún así, de inacabables incertidumbres, pero sobre todo sin soluciones fáciles ni rápidas, hay que instalar las repetidas manifestaciones de quienes han sido víctimas o de los que se sienten parte “de un sentimiento estratégico colectivo de inseguridad (dado que) las sociedades actuales son cada vez más ‘comunidades del miedo’”, de acuerdo con el filósofo Paulo Arantes (Ibid. cit.). También la tercera marcha instigada por el ingeniero Juan Carlos Blumberg para la semana próxima en Plaza de Mayo. La legitimidad de la demanda de los ciudadanos que decidan expresarse en esa ocasión no debería estar en duda, como tampoco su derecho a manifestarla en la calle. Este no es un derecho exclusivo de los más pobres ni de las izquierdas y nadie, por mucho que desacuerde con los motivos del auspiciante o las posibles manipulaciones de la derecha política o de los partidos de oposición, puede invocar razón alguna de idéntica legitimidad para prohibirla o atacarla. Si uno no está dispuesto a sostener el derecho a la libre expresión de todos, incluso de sus enemigos, es porque no cree en los parámetros de la república democrática. Como es obvio, la tragedia familiar de Blumberg y, es posible, de quienes lo acompañen ese día, no les otorga santidad ni razón a sus argumentos y propuestas, por lo que ellos deberán aceptar, sin motivo de agravio, las opiniones discordantes y aun hostiles de quienes no comparten sus puntos de vista o repudian a cierto entorno donde se mezclan conservadores oportunistas conreivindicadores del terrorismo de Estado que, igual que los carteristas, suelen estar metidos en los tumultos que los disimulan.

La tolerancia no implica consentimiento ni mucho menos, pero tampoco la intolerancia custodia la pureza ideológica de nadie. Por lo general, las mezquindades dogmáticas ignoran las leyes y pierden hasta la capacidad de compasión humana, como se pudo ver en los últimos días a propósito de dos víctimas de violencia canalla, niñas mentales y físicas abusadas, a las que gente de “bien pensar” pretendía negarles el derecho al aborto que le otorga el Código Penal de manera explícita y clara. No hay creencia religiosa que no exalte el valor de la “cáritas” y no hay defensa de la vida fuera de la ley y de la condición humana. Asimismo, no hay seguridad que justifique la pérdida de la libertad como no existe ninguna otra razón que la sinrazón del miedo para que una sociedad no agote las vías y los instrumentos para evitar que cada una de las personas que la integran tenga que elegir entre la vida o la muerte. Las marchas que valen son las que caminan hacia adelante.

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