EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
Recorrer estos días noticiosos casi no deja lugar para elegir otro tema.
El cisma de los radicales es un elemento de incidencia nula en el ajedrez dirigente: hace ya bastante que la UCR no tiene nada novedoso que decir ni proponer, como si no bastaran sus fracasos estrepitosos en la conducción gubernamental. El lanzamiento o medición de Blumberg como candidato electoral de Macri, en la marcha del próximo jueves, tampoco es más que constatar el intento de la derecha por agrupar sus fuerzas. Y el juicio oral a Chabán. O el video sobre las coimas en el Senado. O el intento de abrir el sepulcro de Perón. O la renovada promesa de limpiar el Riachuelo. O el modo en que la interna cordobesa se metió entre Kirchner y De la Sota. O el lanzamiento del Plan Nuclear. Todo eso es una suma noticiosa en la que se entremezclan lo insustancial, lo importante para algunos, que no le cambia la vida a ninguna mayoría o conjunto de la sociedad; y los compromisos anunciados ya una y mil veces y ya una y mil veces no cumplidos: se concede beneficio de inventario, y punto. Sí podría atenderse el llamamiento oficial a no pagar los aumentos de la medicina prepaga, porque tensa hasta dónde aplica el Gobierno su discurso progre y hasta dónde deja a los consumidores a solas con los mastines. Y sí podrían ponerse acentos en la tragedia que viven los pobladores del Chaco afectados por la sequía, y antes que eso por la tala indiscriminada. Pero también se trata de paisajes habituales. En uno porque es la conocida retórica contestataria del kirchnerismo; y en otro porque es la tragedia de los marginados eternos, que sólo aparecen en los medios como artilugio sensiblero.
En cambio, abordar la problemática del aborto, y meterse con las decenas de miles de pobres operadas de forma clandestina y mugrienta, y de las pobres muertas en esas operaciones, y de la hipocresía descomunal de los curas, y de la batalla ideológica ya mismo con los herederos de la Inquisición, contornea un panorama en el que se siente estar abordando algo verdaderamente estructural, presente, urgente y solucionable –al revés de la pobreza y la marginación endémicas– de un modo expeditivo. Las pibas de Mendoza y Guernica son la prueba de que no hay lobby ni amenazas que valgan cuando surge una voluntad con la suficiente fuerza contraria.
El punto de cuándo empieza la vida, de si un embrión es un ser y de a partir de qué instancia podría definírselo como tal, implica consideraciones científicas y filosóficas que exceden o podrían exceder la capacidad de estas líneas. Pero además, no es ésa la intención. Porque un debate vale cuando lo rige la honestidad intelectual, y éste no es el caso. En consecuencia, lo primero que debe hacerse es quitar la paja del trigo para recién después inmiscuirse en otras profundidades.
Los casos de estas pibas fueron una afrenta legal que horroriza, al estar perfectamente tipificado que procedía la interrupción del embarazo sin temer a la incursión en delito alguno. Sin embargo, peor que eso es el grado de autoridad moral de uno de los actores institucionales intervinientes en el debate. Que en realidad no fue debate, sino la lucha de/en los estrados judiciales y la comprensión o conciencia colectivas contra una manga de cavernícolas desaforados que en el nombre de Dios no sólo no atienden razón alguna sino que, como producto de su dogmatismo enfermizo, demostraron estar dispuestos a atravesar el límite del respeto a la vida. No la vida de un feto: la vida concreta de un par de adolescentes ultrajadas, y la de sus familias.
Es lamentable, pero parece necesario insistir con ciertos señalamientos elementales. O quizá no sea tan lamentable porque, gracias a que estas razones se hacen carne en cada vez más gente, debido a su obviedad escandalosa, fue y es que se les puede ganar la guerra a los monstruos. ¿Desde dónde pueden hablar de la vida y de los “inocentes” estos príncipes ensotanados que justificaron al fascismo toda vez que les fue menester? ¿Cuándo emitieron documento alguno condenando a la espeluznante cantidad de sus violadores de menores? ¿Por qué el padre Grassi no les despierta ímpetu acusatorio? Si no quieren aborto, ni forros, ni planificación familiar, ni leyes de procreación responsable, ni ligadura de trompas, ni vasectomía, ni acabar afuera, ni masturbaciones, ni sexo sin amor, ni terminar con el celibato, ¿cuál es el problema de que se refugien en sus catacumbas sin joder a nadie, y felices con el cielo que les espera? ¿Les interesa la defensa de la vida o les importa la defensa de intereses que podrían irse al mismísimo diablo si la extorsión de la culpa dejase de existir? ¿No hacen abortos asépticos y bien pagados en las clínicas de su propiedad y de la clase social que protegen? ¿La ignorancia no es el mejor negocio para asegurarse la clientela? ¿La pobreza no les es funcional? ¿La prédica del sufrimiento no es lo que les garantiza la supervivencia? Si a los oídos del monseñor llega el caso de una adolescente violada y retardada pero de buena familia, ¿el monseñor le tira los perros a la Justicia? ¿Cómo es el Dios ese que grita o calla según las condiciones de riqueza?
Nuevamente: separemos la paja –perdón– del trigo. Bienvenidos el “debate” y la victoria contra estos canallas. Suena feo, muy feo, porque lo que medió fueron tragedias personales y familiares. Pero la sensibilidad y el análisis frío no siempre quedan de la mano. Las pibas de Mendoza y de Guernica fueron un drama y una esperanza.
El drama no hace falta explicarlo. La esperanza sí, un poquito. Sus tragedias terminaron de la mejor manera posible. Y sirvieron para avanzar un paso de frente a un debate sin comillas, en el que puedan quedar afuera los que, por ausencia absoluta de entidad moral, no deben participar nunca más. Más que para ratificar que son el enemigo.
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