EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Mientras no existan indicios firmes son vanas todas las especulaciones acerca de la suerte de J.J. López y sólo queda vigente la irrenunciable búsqueda, lo mismo que la esperanza abierta de recuperarlo con vida. Las incertidumbres por esta ausencia combinaron con la mayor densidad y extensión de la campaña clandestina de los que desean proteger mediante intimidaciones la impunidad de los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado. El mitin del 24 de mayo frente al cenotafio de los caídos en Malvinas y el momento actual son picos de actividad de estos grupos de tareas, que permanecen anónimos debido a la inoperancia de los aparatos de inteligencia del Estado. Durante la administración de Raúl Alfonsín, los operadores de la tensión generalizaron las alarmas en centenares de escuelas con advertencias telefónicas de bombas imaginarias. El Poder Ejecutivo de entonces pidió a la SIDE los archivos sobre los grupos de ultraderecha y, en respuesta, recibió unas pocas escuálidas carpetas con amarillentos recortes de los diarios de circulación pública. Es decir, nada útil, tanto es así que ni siquiera pudo fundamentar la imputación a una docena de personas que había acusado por presunciones ideológicas pero sin pruebas suficientes.
No hay que ser experto para presumir que poco y nada cambió en el espionaje estatal durante las dos décadas siguientes a esos episodios. De esas inoperancias son responsables la mayoría de los partidos políticos, los más grandes que se sucedieron en los altos niveles del Estado y los demás que integraron las comisiones legislativas encargadas de supervisar la actividad de esos aparatos. Todos ellos, en especial los que pasaron por la Casa Rosada, usaron a la SIDE para un barrido y para un fregado, pero ninguno quiso o supo elaborar una política inteligente y moderna, con una inequívoca identificación de los enemigos de la democracia, que justifique los recursos del Tesoro que destinan cada año a mantener esa caja negra. De allí salieron, por los testimonios divulgados hasta ahora, los millones destinados a comprar los votos en el Congreso para aprobar la reforma laboral durante el mandato interrupto de la Alianza. Para colmo, la SIDE ni siquiera tiene el monopolio del “service”, porque cada fuerza armada y de seguridad mantiene una dotación propia de espías, casi todos amaestrados en los valores de la “doctrina nacional de seguridad”, para los que el terrorismo de Estado fue la máxima expresión de sus poderes. Desde ese mirador, los derechos humanos son apenas una astucia política de los enemigos de siempre y los juicios a los represores una revancha de los vencidos en aquellos años de su miserable gloria. A todo eso, hay que agregar el temor a que le llegue a cada uno la hora de recibir el condigno castigo.
De ese temor participan, además, los aliados civiles, los ideólogos, los empresarios y sindicalistas, los economistas y psicólogos, los curas y políticos que fueron parte activa en los años de plomo, parados sobre el mismo barro y manchados por la misma sangre que los verdugos. José Alfredo Martínez de Hoz es la cara visible de un compacto grupo de intereses que auspició, acompañó y sacó provecho de la dictadura, haciendo, incrementando y consolidando fortunas que siguen operando en el mercado. ¿Qué pasaría si los juicios continúan y los acusados que los conocen o los sirvieron en esos años comienzan a señalarlos? Algunos de ellos, sin duda, están haciendo buenos negocios con la reactivación económica y estarían dispuestos a dejar que Kirchner siga al mando, siempre y cuando puedan quebrar el compromiso con los derechos humanos, para lo que más de uno está dispuesto a financiar lo que haga falta, desde las sofisticadas campañas de prensa a favor del olvido súbito hasta los grupos de sicarios haciendo lo único que saben hacer. Para eso, el invento de empresas privadas de seguridad es la coartada perfecta para mantener la relación pecaminosa entre los que tienen mucho para perder y la mano de obra especializada.
La impunidad ha sido su mejor aliado, sin duda, pero también la corrupción. El “derecho al botín” fue siempre de la mano de la represión más cruda, desde la cúspide hasta la base del terrorismo de Estado. Ambos vicios son hasta hoy los mayores corrosivos de la integridad policial, con el agravante que se sumó a los delitos de siempre el negocio de las drogas ilegales, de altísima rentabilidad, consumo en expansión, producción y comercialización en escala, incluida la exportación que no paga retenciones. Mientras el castigo a los policías abusadores y corrompidos sea separarlos de la fuerza, con cajas de seguridad a salvo y familiares enriquecidos, a veces hasta con una jubilación anticipada, y sin ninguna inhibición para seguir desempeñando tareas de seguridad con uso de armas en la actividad privada, la penalidad es más un tropezón que una caída. La rotación y el relevo esterilizan buena parte de los esfuerzos depuradores, porque no se trata de personalidades extraviadas sino de un sistema de altos premios ilícitos que ninguna política de salarios puede empardar. En suma, se trata de cultura, ética, compromiso, vocación, y todas las virtudes que puede ofrecer una conducción profesional y política vigorosas y una disciplina sin fisuras en la que las malas conductas sean sancionadas con la máxima severidad.
La relación del presidente Néstor Kirchner con los derechos humanos es innegable y sobra la evidencia para comprobarlo. En su último mensaje a la Asamblea General de las Naciones Unidas dedicó tanto espacio a la recuperación económica como a ese compromiso de su gestión. Sin embargo, pese a los esfuerzos dedicados al tema de la seguridad urbana y a la depuración policial, los resultados obtenidos todavía están lejos de satisfacer a la ciudadanía, en especial en el área metropolitana (Capital y Gran Buenos Aires). Ese déficit abrió espacio para los temores de una parte de la población y, en términos políticos, le ofreció un tema que el centroderecha trata de explotar en provecho propio. El fracaso de su principal aliado en la transversalidad, Aníbal Ibarra, que no pudo ganar la pelea política derivada de la tragedia de Cromañón, también dejó escoriaciones en el cuerpo político del oficialismo. Frente a la conmoción pública derivada de todas las sospechas que suscitó la ausencia injustificada de J. J. López y la aparente incapacidad de los investigadores para seguirle la pista después de doce días de la primera denuncia, mientras se multiplican las amenazas y las intimidaciones anónimas, por ahora en impunidad, el Gobierno no ha mostrado su habitual capacidad de iniciativa política. Aparte de la lógica preocupación humanitaria y las prevenciones defensivas ante las críticas habituales que se dirigen al Gobierno, algunas de sincera preocupación y otras con malicia electoralista, el mensaje oficial todavía parece incompleto, como si el asunto, para mal o para bien, fuera exclusivo de la jurisdicción bonaerense.
La masiva marcha organizada el miércoles por los organismos de derechos humanos y fuerzas sociales y políticas de izquierda, algunas de las cuales superaron sus discrepancias habituales para caminar juntas, no tuvo el tono antigubernamental que pretendió darle la declaración leída en la tribuna que se levantó en Plaza de Mayo, tanto es así que ese documento no fue firmado por algunos principales manifestantes, la CTA, entre otros, y buena parte de las consignas que coreaban estaban orientadas a repudiar a los genocidas del Proceso. En todo caso, las fuerzas de la convergencia plural, empezando por los legisladores de diversas bancadas, desde la oficial hasta la socialista, estaban en condiciones de promover una movilización ciudadana multitudinaria que obligara a las demás fuerzas a integrarse o, de mantenerse separadas, mostrar una intencionalidad ideológica que está fuera de lugar cuando se trata, como en este caso, de una amenaza a la seguridad, a la tolerancia y a la convivencia en libertad, contra la impunidad y el olvido. Adherir a la ronda de las Madres del jueves implicó un gesto simbólico, pero hace falta un liderazgo más definido y abierto. Los verdugos seguirán desfilando frente a los tribunales que juzguen sus conductas, pero la batalla final contra el pasado es una batalla política y cultural, de múltiples frentes y distinta intensidad, y en parte se gana en la calle, con los ciudadanos. Recién cuando esa victoria sea indiscutible, habrá llegado el momento de pensar en la reconciliación, para que las futuras generaciones puedan disfrutar más de la libre convivencia y de la recíproca tolerancia, sin asesinos sueltos ni cómplices conspirando ni sicarios en las sombras. Para el ciudadano común que muchas veces siente impotencia ante lo que parece una guerra de fantasmas, sería deseable que los políticos comprometidos de verdad con la libertad y la justicia den un paso al frente, en actitud ejemplar, sin necesidad de encargar una encuesta previa para saber si conviene.
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