EL PAíS › OPINION
› Por Sandra Russo
El último domingo, en el programa de Luis Majul, se produjo un hecho ideológicamente bizarro. El caso de Karina Mujica, el joven cuadro de lo que ahora se ha bautizado “la derecha guaranga” (al menos así se la llamó en ese programa), cuya doble vida como incipiente dirigente militarista e incipiente madama marplatense fue lo que disparó un primer bloque; en él aparecieron personajes que dejaron a la finada Elena Cruz del tamaño de una simple fan de Videla. Caricaturescos, cínicos, un hombre mayor de “r” arrastrada (defensor de Etchecolatz) y un joven dinosaurio defendían acaloradamente el terrorismo de Estado de los ’70 con argumentos fallidos. En la tanda, se veía el institucional de recompensa para quien tenga datos sobre el testigo Julio López, acusador de Etchecolatz y actualmente desaparecido. El domingo pasado todavía no habían tenido lugar las marchas reclamando su aparición, ni la angustia por su suerte había tomado tanto cuerpo como en estos días. Es que la sola posibilidad de que haya patrullas perdidas del terrorismo de Estado resulta escabrosa, aunque no improbable, tan luego en un país en el que los que piden por más seguridad se dejan custodiar por los policías exonerados de la fuerza por haber incurrido en diversos delitos. Muchos de ellos, en secuestros extorsivos. La nueva etapa por la que atraviesan los juicios contra los represores no es menor ni cosmética. La desaparición de López reactualiza, sin que nadie lo previera, un dolor colectivo que sin embargo fue sostenido individualmente por algunas víctimas sobrevivientes: pudimos enterarnos de que López, que no olvidaba ni quería olvidar, solía ir a su lugar de detención, ya demolido, recurrentemente, quizá a espantar sus fantasmas o a afirmar su pacto con los que murieron.
En un segundo bloque estuvo Elisa Carrió. Fue ella, la dirigente “moral” por excelencia autoproclamada, la que desde hace años se embandera con la cruz, la que habla de “nuevo contrato” y de “refundación” y “parto doloroso”, la que desvió el programa a un verdadero curso bizarro, por ahorrarme la palabra siniestro.
Ahora Elisa Carrió habla de perdón. De reconciliación. Así como suena, así como se lo escucha y se lo lee. Elisa Carrió evalúa, en ese contexto, con esos energúmenos presentes en el estudio y con Julio López desaparecido, que en este país es necesario “reconciliarse”.
Nunca entendí del todo los procesos mentales de Elisa Carrió. Estuve a punto de votarla en las últimas elecciones. Era con quien más acordaba en la visión general del país. Y ahora, después de estos años en los que obsesivamente se ha negado a una actitud mínimamente conciliadora con al menos algo de lo que haga este Gobierno, Elisa Carrió parece haber mutado, haber derivado, haber degenerado en una mujer que es capaz, después de escuchar frases como que no hubo campos clandestinos, y con un testigo clave desaparecido, de decir que en este país hay que perdonar y que hay que reconciliarse.
¿Perdón? Solamente la ceguera más rabiosa puede hacer a alguien equivocar tanto la circunstancia de sus dichos. Y esa ceguera obliga, a esta espectadora en este caso, a decir esto, que no es fácil, uno sabe, porque Elisa Carrió ya creó el casillero “si me critica es porque no me entiende”, cuando no se trata de simples contratistas intelectuales del Gobierno. Elisa Carrió ha derogado, de facto, la posibilidad de que alguien simpatice con este Gobierno por razones legítimas y sin más interés que el político. Eso habla no sólo de una estrategia equivocada para vincularse con los otros, sino además de una visión estrábica de la realidad.
Pero que ahora Elisa Carrió haya emprendido una nueva etapa corrida de la baldosa histórica del progresismo argentino, como son los derechos humanos (su nuevo latiguillo es “hablemos de los derechos humanos de hoy” y después se pone a hablar del paco), nos indica algo, algo feo, algo extremadamente desagradable sobre su persona y su pensamiento.
La defensa y el alineamiento de Kirchner con los reclamos de los organismos de derechos humanos es una de las pocas cosas que nadie puede negar. Es un hecho, es un dato. Elisa Carrió no puede ni siquiera coincidir en eso con Kirchner. Pareciera que le es más fácil renunciar a reivindicaciones que exceden con creces el setentismo y esas pavadas: que los crímenes se pagan y se castigan es una regla básica de la civilización. Solamente alguien que ha renunciado a esa causa puede hablar de reconciliación con quinientos niños todavía desaparecidos, con genocidas que hablan de guerra civil, con gente que repite que volvería a hacer lo mismo, con gente en carne viva porque los traumas sociales, y debería saberlo la creadora de la Fundación Hannah Arendt, se instalan y tardan generaciones en ser superados.
El nuevo paso que ha dado Elisa Carrió obliga, lamentablemente –porque pudo haber sido una mujer importante en la política argentina– a separarla de los dirigentes que nos inspiran respeto. Su desborde ideológico ha sido demasiado grueso para seguir considerándola parte de los argentinos cuya opinión nos interesa. Una pena, Elisa Carrió.
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