EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Un punto fascinante de la competencia democrática es su virtualidad para alterar los escenarios futuros. Los electorados nunca son del todo previsibles ni están totalmente domesticados, aunque así lo denuncien algunos y lo anhelen otros. Los resultados del domingo en Brasil dan cuenta de una de tantas sorpresas producidas, no tanto por los votos que sacó Lula (que arañó la mitad más uno del padrón que se vaticinaba) sino por su diferencia con Geraldo Alckmin, que dispara un horizonte incierto para la segunda vuelta.
Sin pretender homologar realidades diferentes, los protagonistas de la política argentina deberían reflexionar sobre lo que sucedió frontera de por medio. Demasiados actores se mueven dando por hecho que el gobierno es inalcanzable y que la oposición está derrotada de antemano, un año antes. Eso exacerba la arrogancia del Gobierno y una tendencia feroz (más antipolítica que crítica) de la oposición, que son el menú diario del debate. Sin embargo, hay un hecho ya señalado por este diario que debería ponderarse: un mapa dominado por el oficialismo, con régimen de ballottage, induce al “voto útil” opositor para acortar las diferencias o posibilitar un challenger. La polarización es una proclividad grande, que puede engordar al más viable de los candidatos opositores.
Esta lógica utilitaria coincide bastante con la mentalidad de los votantes de esta región del sur quienes, como expresó alguna vez un sociólogo renombrado, “votan en la primera vuelta como si fuera la segunda”, es decir polarizando y atenuando las posibilidades expresivas del primer turno. Hubo una excepción notoria en 2003, donde las preferencias se fragmentaron entre cinco presidenciables, pero eso se debió a la indefinición precedente y a que todos eran potenciales ganadores.
El sistema político argentino agrega un plus de necesidad y de racionalidad a la tendencia al voto útil opositor. Es un ballottage impuro, en parte porque se gana con el 45 por ciento más uno y no con la mitad más uno de los votos. Pero sobre todo porque, según estipula la Constitución, si el primero llega al cuarenta por ciento más uno de los votos gana en primera vuelta cuando su escolta no alcanza diez puntos menos. Hay un aliciente tangible para empujar a un segundo a acceder a ese piso. No basta, como es la regla de oro del régimen de doble vuelta, con sacarle votos al favorito, es forzoso crearle un rival de cierto peso.
Con ese cuadro, las fuerzas opositoras tienen un incentivo y una chance adicional, que es convertirse en el primero de la contra y succionar votos indecisos. Una cuenta de almacenero, pero tal vez no falaz, sugiere que, en el peor de los casos, tienen un 50 por ciento de los votos para repartir, por lo que el primus inter pares no podría aspirar a menos del 30 por ciento, si se moviera bien. Y a ser competitivo, como lo probó hasta el desangelado Alckmin.
Con ese cuadro abierto el oficialismo (que va en pole position) como los principales partidos de oposición (para quienes un 30 por ciento a nivel nacional sería un piso formidable) deberían afinar su juego y dar rienda suelta a la creatividad política.
El clima preponderante, empero, no es el de una contienda en la que se brega por un electorado indeciso sino el de una sociedad partida al medio en la que cada uno niega la pertinencia del otro.
En ese cuadro intolerante la aparición de focos de violencia, en lugar de fortalecer reflejos de defensa del territorio democrático común, parece incitar fuerzas centrífugas.
Un fárrago de declaraciones confunde y distrae lo esencial, porque todo se hace rotar en torno del oficialismo, para aprobarlo o denostarlo. Aunque parezca vano, a esta altura de una polémica entre los peores sordos, cabría repetir una salvedad básica. Mucha intolerancia y sectarismo se propaga desde todas las tiendas políticas y mediáticas. Pero la violencia stricto sensu, la violencia que viola la ley, amedrenta y hostiga los cuerpos de otros, ha ido en un solo sentido.
El paradero de Jorge Julio López se desconoce pero cada día es más posible que su desaparición sea consecuencia de violencia ejercitada con la víctima de la dictadura devenida testigo de cargo. La incertidumbre autoriza a dejar en suspenso las acusaciones, hasta tanto se corrobore qué pasó, pero el tufillo de la violencia derechista crece.
Lo que es innegable, tiene usinas y designios evidentes, es la campaña de amenazas y acción psicológica contra jueces, fiscales y testigos vinculados a la relación de procesos impuestos por la ley argentina, la internacional y la jurisprudencia de sus tribunales. Ese ejercicio de la acción directa no apunta al Gobierno sino al sistema mismo, y no debería ser recusado sólo por el Gobierno.
Frente a esa violencia unidireccional, a la que se agregó la irrupción del represor y ex tirano Bignone, bien valdrían la pena pronunciamientos nítidos, colectivos, superadores de la competencia electoral, que es fascinante pero que presupone un plexo precedente de acuerdos básicos.
Pero lo que sería tan sensato, en Argentina no se consigue.
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