EL PAíS › OPINION
› Por Sandra Russo
“La casa está en orden” es una de las frases más detestadas de la democracia. Sobre esa frase de un Raúl Alfonsín devolviendo a sus hogares y a sus mundos privados a los miles y miles de ciudadanos que se mantenían movilizados se estampó un sello y así fue archivada en nuestras memorias: una frase cobarde. Como todo lo que es sellado y archivado, esa frase se mantuvo congelada en su carácter de cortamambo de un sector de la población que se sentía en condiciones físicas e ideológicas de “resistir”. Los últimos acontecimientos recomiendan descongelarla.
A pesar de todas nuestras conocidas taras, los argentinos somos los únicos que, en la región y en las democracias que sucedieron a las respectivas dictaduras, hemos llegado a la instancia en la que nos encontramos. Juicio y castigo. Eso sólo fue posible a través de muchos años, muchas escaramuzas con forma de puntos finales y obediencias debidas, levantamientos con finales negociados y, entre otras cosas, genocidas que durante treinta años no fueron llamados genocidas.
El poder del lenguaje es monstruoso, apabullante. A mi entender, no es en absoluto casual que la desaparición de Julio López y la simultánea aparición de panelistas, libros y opinadores defensores del terrorismo de Estado se produzca justo después de que el lenguaje institucional y normativo por excelencia, el judicial, se haya pronunciado al respecto y haya designado a los represores como genocidas. Y haya, en un mismo y monumental movimiento de sentido, designado lo que pasó en los ’70 como un genocidio.
Esa palabra marca con el fuego de la verdad lo que pasó durante la dictadura, y emitida desde un fallo judicial la incorpora al acervo del futuro sentido común de la Argentina. En las escuelas, en las próximas décadas, todos los niños estudiarán ese genocidio. Y ya basta. No hubo dos demonios, no hubo guerra civil, no hubo juicios a prisioneros; hubo torturas, hubo campos clandestinos, hubo apropiación de niños.
Cuando Alfonsín dijo que la casa estaba en orden, la casa era un desmadre. Y si esa frase quedó congelada en su fase desmovilizadora, es en parte porque el sector más sensible a este tema siempre sobreestimó sus fuerzas y leyó voluntariosamente la realidad. La casa era un desmadre y lo siguió siendo, durante treinta años, y hubo que esperar hasta que muchos de ellos murieran, igual que muchas madres y abuelas, hubo que esperar una coyuntura imprevisible, como es ésta, para que de las fauces de la derecha fascista brotaran gestos desesperados. Hasta ahora habían negociado, lo hicieron con cada gobierno. Estos exabruptos asqueantes provienen seguramente de cierta desesperación: es ahora, recién ahora, cuando están perdiendo.
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