Vie 13.10.2006

EL PAíS  › OPINION

Angelito

› Por Sandra Russo

Yo había sido un ángel tan pero tan gordo, que se cayó de la nube en la que estaba y fue a dar con sus alas rotas (hubo que podarlas) justo encima de la cama de mis padres. Esa fue la explicación que durante mi primera infancia intentó satisfacer mi curiosidad acerca de cómo venían los niños al mundo. Una pura cuestión de obesidad angelical.

Después siguieron las confusiones. Cuando estaba en tercero o cuarto grado, Alex, que todavía hoy es mi amigo, me acompañaba todos los días a mi casa, caminando esas siete cuadras, y un día me dio un beso. Durante cierto tiempo estuve en vilo, ya que después del beso Alex me confesó que a raíz de su arrebato yo podía haber quedado embarazada.

Ese incidente fue tremendo, porque yo ya tenía una idea de mí bastante inquietante. Me tocaba, es más: un día me descubrieron con algo entre las piernas y no era cualquier cosa (ahora que lo pienso tengo que informárselo a mi actual analista): era con el Lo sé todo, que tenía un lomo importante. Me llevaron al médico, porque mis padres consideraron que esa conducta no era normal y aunque yo no había escuchado jamás hablar de masturbación y, en consecuencia, no tenía la menor idea de que me masturbaba, el solo hecho de que me hubieran llevado al médico, igual que cuando tenía fiebre o dolor de panza, me indicaba que aquellas cosquillas eran igualmente insanas.

En séptimo grado vinieron las señoritas de Johnson & Johnson a dar la argentinísima charla de educación sexual, a niñas y niños por separado, y que consistió en mostrarnos un dibujo de las trompas de Falopio y en recomendarnos que fuéramos lo más higiénicas posible cuando nos llegara la menstruación. A mí me había llegado un año y medio antes y, como nadie me había explicado nada, primero me asusté y después me enchastré, lloré, me acomplejé, en fin, aprendí que aquello era un secreto que no podía compartir con nadie.

Hacia el final de la secundaria todavía nadie tenía relaciones sexuales, sólo explosivas y prolongadas franelas que una no sabía exactamente cómo frenar. Pero era una, es decir la chica, la que debía ponerles fin, como si nos gustara menos, como si no lo disfrutáramos, como sacándonos de encima al chico que pretendía “eso” de nosotras. Era común en mi grupo que los chicos tuvieran novia y al mismo tiempo relaciones sexuales con una “puta”, que en general no era puta rentada sino chica ligera, de la que se proveían merodeando otros grupos y a la que descalificaban inmundamente, a la que despreciaban porque “lo hacía”.

Bien: y resulta que después había que ser multiorgásmica y tener punto G. ¿Cómo? Remontando ese barrilete de plomo que nos habían metido en la cabeza.

No es que no hayamos recibido educación sexual, qué va. Siempre hubo educación sexual. La nuestra se basó, naturalmente, en hacernos temerle al sexo, en inculcarnos la represión como la forma digna de sobrellevar esos bajos instintos.

Nos educaron para que no gocemos. Fuimos gente joven artificialmente alterada para vivir su sexualidad inconfortablemente. Hoy tengo una hija de catorce años, y deseo para ella exactamente todo lo contrario.

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