Sáb 11.11.2006

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

REFLEJOS

› Por J. M. Pasquini Durán

Las diferencias entre republicanos y demócratas en Estados Unidos son menos nítidas que en el pasado cuando ambos partidos representaban a conservadores y liberales de un modo categórico, a blancos y negros, a patrones y trabajadores sindicalizados. Es cierto, también, que los temas complejos de la sociedad moderna, derivados de la revolución científica y tecnológica, no son binarios, desde los posibles usos de las células madres hasta las identidades sexuales y la reproducción responsable, sin hablar de las adicciones y las pestes, los contaminantes y depredadores que amenazan la vida humana y su hábitat. Los pensamientos políticos tradicionales no lograron mantener su integridad frente a cada desafío, muchos surgidos de manera vertiginosa, por lo que es frecuente que sus representantes asuman diversas posiciones que, en más de un caso, borraron la precisa demarcación de límites partidarios del pasado. Así fue que en algunos distritos que los demócratas arrebataron a los republicanos el martes pasado (Montana, Virginia, Pensilvania, Indiana y Kentucky) los ganadores están en contra del aborto, de la unión legal de homosexuales y a favor de la libre tenencia de armas, mientras que Nancy Pelosi, la primera mujer que será titular de la Cámara de Representantes (diputados), es reconocida por sus actitudes liberales sobre todos estos temas. A pesar de esta variedad casi caleidoscópica, la mayoría de los votantes estadounidenses supo encontrar el camino hacia el objetivo principal: castigar las políticas centrales del gobierno de George W. Bush. La inmediata caída de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa y principal estratega de la guerra contra Irak, fue la primera señal de que el mensaje de las urnas había sido recibido en la Casa Blanca.

Ya sea porque no existen contrastes absolutos en el sistema bipartidario o porque, además, los líderes de ambos bandos pretenden sostener los intereses mundiales de la mayor potencia de Occidente, no hay razones serias para pensar en giros bruscos o desconcertantes, pero eso no significa concluir que nada pasó o que da igual unos que otros. Por lo pronto, la línea recta del fanatismo conservador se quebró por voluntad de los ciudadanos y, tal vez, esa inflexión anuncie el final definitivo de lo que se llamó el “neoliberalismo” desde que comenzó a principios de los años ’80 con la presidencia de Ronald Reagan y su socia británica Margaret Thatcher. Todavía faltan dos años para que Bush deje la presidencia y, aun más importante, el tejido de intereses conservadores, la trama del capitalismo globalizado en primer lugar, sobrevivirá sin duda a sus tejedores originales, de manera que todavía tienen bastante hilo en el carretel. Además, hay categorías de análisis que son inservibles en esta época, aunque menos de las que la derecha pretende descalificar, y a veces es más claro el horizonte que los caminos para avanzar en esa dirección.

En esta misma semana, en Nicaragua volvió a la presidencia Daniel Ortega, por mayoría de votos, uno de los comandantes de la revolución sandinista, que todavía habita una de las mansiones expropiadas a la dictadura de Anastasio Somoza, pero en esta oportunidad de la mano de rivales políticos y militares. El vicepresidente del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN), Tomás Borge, el único de sus fundadores que aún vive para contarlo, dice que ser de izquierda hoy es “trabajar por los pobres, pero sin pelearnos con los ricos”, ser antiimperialista y decente. Revisando su propio pasado el ex ministro del Interior de aquella revolución, por la que tantos jóvenes dieron la vida, sostiene: “Fuimos insensatos, arrogantes, burócratas y una frustración por los errores que cometimos”, si bien se le olvidó mencionar la corrupción en la cúpula, una de las peores lacras de esa experiencia interrupta. En verdad, hasta el presente, en todos lados, la megacorrupción se expandió como una mancha de aceite, ya que formó parte de los métodos del capitalismo salvaje. Entre las amenazas a Bush de la nueva correlación de fuerzas en el Capitolio figura, justamente, la investigación de los multimillonarios beneficios recibidos por las empresas ligadas al vicepresidente Dick Cheney y otros altos funcionarios en Washington, lo mismo que en gigantescas corporaciones privadas, debido al sucio negocio de la guerra. Tiene razón Borge, ser decente es una condición necesaria, pero no sólo de los que se llaman izquierda.

Más aún: para salir del infierno tan temido, del que habla con frecuencia el presidente Kirchner, la batalla contra todas las formas de impunidad es tan vital como la reposición de la justicia social y hasta podría decirse que ésta no será posible sin aquella. Por circunstancias históricas justificadas con plenitud, entre los argentinos el concepto de impunidad estuvo vinculado en las últimas décadas sobre todo a los crímenes sin castigo del terrorismo de Estado. Es tiempo, sin embargo, que mientras continúa la lucha por la verdad y la justicia de aquel período, la comprensión de los derechos humanos y del delito de impunidad ganen todo el espacio que les corresponde. La corrupción sin castigo, por ejemplo, es uno de los corrosivos más potentes de la gestión de los negocios públicos y privados y, en más de una ocasión, es el justificativo para que la indignación pública se canalice por la falta de respeto hacia la ley. Un sistema tributario que es inequitativo, tanto es así que su recaudación máxima sigue apoyada en el consumo masivo por el IVA, se vuelve más irritante cuando no regresa a la población en beneficios perceptibles y los ciudadanos se quedan con la sensación firme que en el medio los corruptos hacen su agosto a costa de los demás sin que nadie los castigue como se merecen, con todas las de la ley.

Dado que por estos días nada sucede sin ser referido a las “consecuencias de Misiones”, convendría recordar que tanto en el plebiscito misionero como en los cacerolazos del 2001 uno de los motivos principales de la reacción popular era la voluntad de ponerle freno a la impunidad. La votación en Misiones, donde el 56 por ciento de los votantes le dijo No al proyecto reeleccionista del gobernador, será recordado siempre como un hito en la historia cívica nacional, cuyos efectos están a la vista. Aquí también como en Washington, con buenos reflejos, el gobierno nacional tomó nota del mensaje de la ciudadanía y procedió a quitar las espoletas de otros posibles explosivos. Al mismo tiempo, el Poder Ejecutivo trata de retomar la iniciativa política, no sólo por Misiones, sino también por los desaguisados de la quinta de San Vicente y otros temas (salud, alquileres) que lo habían colocado en situación defensiva, pese a que su estilo era mantenerse en el centro del ring marcando el ritmo de los acontecimientos cotidianos. El sensato proyecto promovido por la senadora Cristina Fernández para reducir el número de la Corte Suprema a su tamaño histórico que, a diferencia de la iniciativa sobre el Consejo de la Magistratura, recibió múltiples respaldos, quizá sea la recuperación de la iniciativa y no sólo una mera “consecuencia de Misiones”.

En cambio, habría que anotar que la oposición multipartidaria tiene una fuerte tendencia a apropiarse del efecto misionero como si fuera obra propia, sólo porque el obispo Piña y la asamblea plenaria de obispos, que sesionó esta semana, se cuidaron de los alardes reivindicatorios que podía caberle. ¿Sin esa figura en la proa, adónde hubiera ido la nave opositora en Misiones? Sólo en la rueda de prensa de ayer, el presidente de Cáritas, monseñor Fernando Bargalló, aceptó que la asamblea había reconocido “el valor de la acción del pueblo misionero”, mientras que en el documento oficial no hay mención alguna al episodio. La declaración llama a “fortalecer el diálogo”, a fin de superar la “excesiva fragmentación que debilita a nuestra sociedad” y reclamó “la búsqueda de consensos necesarios” que “ayuden a crecer en la amistad social”. Tras recordar que pese a los esfuerzos realizados por muchos argentinos, “los niveles de pobreza, exclusión social e inequidad son todavía altos”, el Episcopado reclamó “más austeridad para preocuparnos mucho más de los pobres” y “acrecentar la riqueza del país” para “distribuirla con mayor equidad”. En la misma sintonía de prudencia, el presidente Kirchner habló ayer desde el atril instalado en San Justo sobre la necesidad de un país mejor y aprovechando la presencia del obispo local, dijo: “Ya que está monseñor, tenemos que poner a cada golpe, a veces mal dado, la otra mejilla, porque también nuestra profunda fe en Dios, nuestra profunda cultura cristiana nos va a dar la respuesta de encontrar esa Argentina en paz, en convivencia, en amor que nosotros necesitamos”. Reflejos políticos de las “consecuencias de Misiones”.

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