EL PAíS › OPINION
› Por Pablo Imen *
Es motivo de celebración el reemplazo –aunque tardío– de la Ley Federal de Educación, dado que constituyó la política de Estado (neoliberal) más significativa para la desigualdad en la producción, distribución y apropiación de los conocimientos y los reconocimientos. La retórica oficial, tras tres años de una inercia que profundizó los efectos negativos de la política educativa hasta hoy vigente, intenta legitimar su proyecto de ley apelando a sentidas reivindicaciones acumuladas tras la debacle de la “Transformación Educativa”: la extensión de la jornada escolar primaria, la obligatoriedad de la escuela secundaria, el ordenamiento de la estructura académica, algunos termas transversales valiosos o las novedades de la educación cultural bilingüe.
Sin embargo, hay evidencias de que estas promesas serán, en el mejor de los casos, meras cartas de intención, al no estar enunciados dispositivos y recursos concretos, responsabilidades claras ni sanciones por incumplimientos de las formulaciones democratizadoras. Al mismo tiempo y por contraste, es preciso indicar la existencia de elementos de fuerte continuidad con la Ley Federal de Educación. Veamos: en primer lugar, el proyecto expresa una definición ambigua de la naturaleza de la educación como “bien público”, “derecho personal” y “derecho social”. Esta definición ambigua no es inocua, pues nos remite a un segundo punto nodal: quién es responsable por la educación. La respuesta es igualmente decepcionante: estarían a cargo el Estado Nacional, las provincias (éstas especialmente), los municipios, las organizaciones sociales, las confesiones religiosas oficialmente reconocidas y la familia. Una primera conclusión a lamentar es que si todos son responsables, nadie lo es.
La responsabilidad diluida tiene como contrapartida la concentración del gobierno y del poder en manos del Estado, en alianza con los ministerios de Educación provinciales, que definen los contenidos curriculares, los evalúan, forman a los docentes con ese criterio, distribuirán recursos. La “calidad educativa” incluida en el anteproyecto es concebida como unos conocimientos creados por expertos y embutidos por los docentes en los cerebros de los alumnos, que el sistema va a evaluar. Esta definición está lejos de una educación que privilegie la autonomía de pensamiento, la formación omnilateral y la conformación de un sujeto de derecho.
El sector privado podrá celebrar que conserva todos los privilegios establecidos por la Ley Federal, sin modificaciones. Este es un listado inicial, pero no exhaustivo, de las decisiones de política que habrá que lamentar con la sanción de esta “nueva” ley y que contribuirán a la profundización de la desigualdad educativa y de la crisis de la escuela pública, sitiada desde la última dictadura.
Así como Mary Sánchez –secretaria general de Ctera– avaló la Ley Federal al momento de su sanción, el actual secretario general Hugo Yasky avala de modo acrítico un proyecto político-educativo que en lo sustancial es continuista.
Con esta política educativa la escuela pública sigue sitiada. Los docentes, los estudiantes y las organizaciones populares tienen la tarea de tomar la palabra para luchar contra un nuevo modelo de exclusión educativa y construir una alternativa auténticamente democratizadora que el discurso ministerial promete, pero que la iniciativa parlamentaria elevada por el propio Poder Ejecutivo niega.
* Coordinador del Departamento de Educación-Centro Cultural de la Cooperación.
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