EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
El tam-tam de las cacerolas en el aire de la ciudad cuando apenas el presidente Fernando de la Rúa había declarado el estado de sitio tiene todavía hoy el eco mágico de un hecho sobrenatural. El desgano, la tristeza y la resignación habían sido los colores del instante anterior con el reconocido malestar de que todo seguiría de mal en peor. Pero ese redoble metálico que venía de todos lados puso la diferencia. No tuvo la épica de las masas obreras o del piquete desesperado de los desocupados. Era ruido de latas, de cacerolas abolladas que hacían lo que podían desde la cocina o el balcón de una clase media en vías de extinción.
Después vinieron las movilizaciones, la represión, las asambleas, los programas kilométricos de Parque Centenario y las interpretaciones de lo que se había convertido en una gesta. Pero ese retintín del cacerolear, en la noche del 19, tan poco épico o heroico, si se quiere, o tan elemental para expresar el hartazgo, fue el disparador de algo.
Algo tan modesto, tan poco homenajeable como un ruido, como la tos, se amplificó en un ámbito que ya estaba predispuesto. No lo hubiera convocado un toque de clarín, un dirigente político, social o de masas, ni una organización. Si hubiera sido así, no hubiera ido nadie a la calle. El ruido de cacerolas, que a nadie se le hubiera ocurrido por su chiquitez, ni por sus reminiscencias derechistas, funcionó como cédula de identidad: “Los que somos nadie estamos podridos”. Y así la gente salió a la calle, se movilizó, gritó “que se vayan todos”, pedía que no hubiera pancartas de partidos políticos, de izquierda o de derecha, y resistió a la represión, puso fin a un gobierno, a una política económica y hasta a una forma de hacer política.
La protesta es como un rayo de lucidez, una claridad plateada. Y sin embargo interrogar a esos días cinco años después aporta más perplejidad que luz, decepción tal vez, y una gama de discursos que van desde ningunearlos como protesta de ahorristas enojados hasta adornarlos con laureles prerrevolucionarios.
La fecha se ha incorporado al calendario de una nueva época, pero cada quien le asigna el significado que le parece. Las coincidencias son pocas: el homenaje a los caídos por la represión y la sensación de haberse sacado de encima lo que parecía inamovible. Todo lo demás es territorio de polémica. Si es que ha cambiado todo o que no ha cambiado nada. Y la discusión es tan cerrada que todo o nada terminan siendo categorías subjetivas y, de tan absolutas, pierden sentido.
Nada cambia de la noche a la mañana. A lo sumo, empieza a cambiar. Y la orientación y la profundidad del cambio dependerán de la política, que se mueve en un marco de realidad por donde empuja el deseo. En la misma noche del 20 la movilización cumplió su destino con la renuncia de De la Rúa y el desmoronamiento del sistema de representación política. En las elecciones de un año después, la movilización no había podido cristalizar una opción política. Pero el viejo sistema tampoco pudo proponer un candidato de su riñón. Y las elecciones fueron ganadas por un político desconocido para el 80 por ciento de los electores. Eran muy pocos los que podían escribir el apellido de Kirchner o sabían quién era. El “que se vayan todos” se había colado por una fisura inesperada y, en política, el ser desconocido pasaba a convertirse en mérito.
Si el deseo no camina, nunca se convierte en realidad. Lo que se hizo o no desde la noche del 20 de diciembre de 2001 estuvo en función de quién puso en marcha el deseo. Para la explosión de rebeldía que conmovió a la Argentina, no haber podido cuajar en una opción amplia y de masas y haber llegado a aquellas elecciones sin herramientas propias dejando a la sociedad inerme ante el riesgo de que las ganara Carlos Menem, fue una gran lección política.
La rebeldía en las calles no tuvo un correlato de discusión y organización, búsqueda de consensos, acuerdos y sumatorias. Hay que convencer, conceder y sumar para organizar y proponer metas y caminos. No hay partido ni dirigente visionario que aterrice sobre esa explosión como si fuera la frutilla del postre. No hay pensamiento científico que pueda reducir la realidad a esa visión mesiánica.
La incapacidad de conceder y acordar en función de objetivos comunes, que tras el 19 y el 20 se puso de manifiesto como paralizadora y desorganizadora, estaba en la raíz de la propia movilización que nacía de la desconfianza a la política, a la negociación y a la concesión, incluso entre pares. Sin política, sólo queda la ilusión tan idealista de que la protesta en la calle otorga por sí sola, razón y derechos, incluso por sobre el otro que sufre los mismos problemas. O que la historia sólo pasa por uno mismo y que el que disiente, incluso en la misma protesta, es igual al adversario. La mínima diferencia con el de al lado lo iguala con el de enfrente.
Ese camino se fue cerrando como un embudo, aunque reaparece esporádicamente en reclamos con prácticas similares que, más allá de su legitimidad, desprecian como interlocutor al conjunto de la sociedad.
La protesta del 19 y 20 de diciembre del 2001 arrastró límites, errores y frustraciones porque era expresión de una sociedad que también los tenía. Esperar otra cosa hubiera sido creer que los manifestantes y asambleístas provenían de Marte. Esos límites y errores no disminuyen la importancia de esos días. Por el contrario, los destaca porque fueron producto de una sociedad bombardeada culturalmente durante 30 años para que no protestara. La rebelión en sí tuvo su gestación y desarrollo en esos dos días y no estaba en condiciones de proveer continuidad, organización y proyecto.
Pese a esa imposibilidad, el 19 y 20 de diciembre funcionaron como matriz de nuevos preceptos que se incorporaron a la vida cotidiana después del tsunami. Son aspectos relacionados con la corrupción de la política o el abuso y la perpetuación en el poder político. Y en lo económico se rompió la certeza de que las reglas del neoliberalismo forman parte de la “naturaleza de la economía”. Ya no se trata de una sociedad que asume naturalmente la marginalidad y la pobreza o que vive como absurdo y peligroso un reclamo salarial.
Entre los pliegues y las grietas de todos los nuevos conflictos que van redefiniendo el perfil de país después del 2001 se filtran los ecos de aquellos días, ya desligados de sus protagonistas iniciales, con vida propia, y con un desarrollo que tiene más que ver con las pequeñas luchas de todos los días, que con una explosión solar.
El antes y el después del 2001 funciona en las agendas recordatorias de los argentinos como un sobreentendido. El antes es el sobresalto y lo inestable y en el después hay una revaloración, la fecha de un reencuentro con la propia dignidad.
La ilusión de que los problemas de una sociedad se sacuden de un tirón –aun en una revolución– es más bien funcional a esos problemas, porque induce a la parálisis al subestimar la idea de que esos procesos son continuos y que las formas de corrupción, de abusos o de injusticias, mutan y asumen nuevas formas. El aprendizaje del 19 y 20 de diciembre está en sus virtudes pero también en sus límites, en ese abismo que se abrió ante una elección que bordeó el regreso a lo peor de los ’90. Es el aprendizaje en la necesidad de reconocimiento del par que nunca será idéntico, en la obligación de encontrar puntos de acuerdo y en sumar fuerzas para generar consensos mayoritarios que permitan avanzar a una sociedad compleja, donde es irreal pensar en una identidad unívoca. Y donde las respuestas, por lo tanto, también son complejas, no son unívocas y se procesan en el tiempo. Eso es política y no implica corrupción ni rendición. Por el contrario, es participar en el rediseño de una nueva forma de hacer política para continuar la senda que se abrió el 19 y 20 de diciembre del 2001.
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