EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
El socialismo que promete el presidente Hugo Chávez para el siglo XXI, despojado de la retórica tropical que mezcla a Jesús con Fidel, todavía es una incógnita, con mucho más de fe que de razón. Por ahora, el control nacional de los recursos naturales y la reformulación del rol del Estado en las modernas áreas estratégicas, la energía y las telecomunicaciones en primer lugar, forman parte de una tendencia que se expresa, con más o menos intensidad según la realidad de cada uno, en la mayoría de los países latinoamericanos. No sólo por el desarrollo atrofiado sino también como reacción lógica a los estropicios causados por las políticas conservadoras llamadas “neoliberales”, que idolatraban al mercado y en su altar pagano sacrificaron a millones de personas, condenándolas a la miseria y la exclusión. Sin reparar la justicia social, primero con asistencialismo masivo y luego devolviéndole a cada familia la dignidad del trabajo, no hay progreso posible para el conjunto nacional. De igual modo, una nación sin Estado, como lo prueba la experiencia de muchos, incluida la Argentina, somete a la sociedad al arbitrio de poderes mafiosos, en una infame pirámide que desciende desde las minorías económicas que se apropian de la parte del león hasta la comisaría del barrio con las sectas de la picana y del gatillo fácil y las zonas liberadas para el delito.
En nombre de la inspiración bolivariana, Chávez recuperó una imagen que se había extraviado en la región, la del militar nacionalista y a la vez latinoamericanista. Nadie puede negar su actitud solidaria con las necesidades de Centro y Sudamérica o el compromiso con los proyectos de la integración subregional, en especial con el Mercosur, más allá de las aspiraciones que se le atribuyen en la búsqueda de cierto liderazgo político, o al menos de fuerte influencia en el área. Por cierto, no es el único presidente en el Mercosur con ese tipo de ambiciones, aunque a su favor cuenta con los generosos fondos que recauda con la exportación del petróleo venezolano, en primer lugar a Estados Unidos. Es conocida su hostilidad hacia el gobierno norteamericano, que Washington retribuye de todas las maneras que puede, lo que lo ha llevado a vincularse, de manera “estratégica”, con otros enemigos de su enemigo, por ejemplo Cuba o Irán, convirtiendo la política exterior de Venezuela en la más desafiante y arriesgada de América latina y el Caribe, por lo que requiere vigorosos compromisos de amistad en la zona a fin de resistir las agresiones más atrevidas que llegan de la potencia norteña o impedir que los adversarios de sus permanentes controversias encuentren demasiado eco entre los vecinos. No siempre lo consigue, porque su imprudencia verbal suele ser del mismo tamaño que su audacia política.
Aunque en términos institucionales su pregonado ideario “socialista” viene demasiado atado al ejercicio del poder en términos autocráticos, lo que rememora los peores perfiles de otras experiencias de socialismo real en el siglo XX, las críticas que le hace la derecha liberal están sesgadas sin remedio por la adhesión a las campañas ideológicas que surgen de las fuentes de la Casa Blanca. Así, hay editoriales y comentarios en la prensa tradicional del continente calificándolo de autoritario o déspota, minimizando que Chávez obtuvo el 60 por ciento de los votos ciudadanos para su reelección, pero les asoma la hilacha a esos críticos cuando se callan la boca frente al despótico, irresponsable y mesiánico manejo de la mayor potencia militar del mundo en Afganistán e Irak. Pese a que el pueblo norteamericano en democracia ha votado en contra de esa conducta y ahora mismo aparece en las encuestas el 61 por ciento de los consultados en desacuerdo con el presidente George W. Bush, lo mismo que distinguidos congresistas de los dos partidos, el de gobierno, republicano, y el demócrata, de oposición, la anunciada “nueva política” de Estados Unidos para Irak fue más de lo mismo porque así se le antoja al Ejecutivo de ese país.
Para decirlo con palabras del editorial que publicó el jueves pasado The New York Times, el mismo que en su momento apoyó la invasión: “No hay nada por delante en Irak salvo un desastre aún mayor”. Es tan indigno el comportamiento gubernamental de Washington que Saddam Hussein en su último minuto de vida, con la soga al cuello, pudo mostrarse ante el mundo como nunca antes: un hombre lúcido, amante de su país y de su fe, que moría con la integridad y el coraje intactos. A medida que pasan los años, ya van cinco desde los atentados del 11 de septiembre, la operación militar es cada vez más impopular y son más los que comprenden que sus tropas están muriendo y matando por una sola razón principal: la codicia de los petroleros, a los que pertenecen Bush y el vicepresidente Dick Cheney, ya que Irak es el segundo en el mundo por el número de yacimientos. El temor a perder el control del abastecimiento es también el motivo central que impide la retirada, no importa cuál sea el precio a pagar en vidas humanas.
Ese crudo interés nunca apareció al desnudo: primero se envolvió en el impacto de la tragedia de las Torres Gemelas y, de inmediato, en toda clase de argumentos del fundamentalismo de algunos círculos religiosos que fueron creciendo durante el siglo XX hasta llegar a su apogeo de influencia en el poder con Ronald Reagan y los Bush, padre e hijo. Los estudiosos del proceso ubican sus antecedentes más lejanos en el año 1925, en Tennessee, cuando por ley se prohibió la enseñanza de las teorías de Darwin en las escuelas públicas, porque la única Génesis posible es la versión bíblica. Un maestro que violó la ley fue juzgado y condenado a pagar una multa de cien dólares, en un caso que treinta años después fue difundido por el mundo gracias a una obra de teatro y una película que reprodujeron el juicio (Heredarás el viento, en inglés original Inherit the Wind). Según el paleontólogo Niles Eldredge, curador en el American Museum of Natural History, de fama mundial, “las cosas han empeorado de tal manera en las últimas décadas que hoy en día las encuestas afirman que el 50 por ciento de los norteamericanos no cree en la evolución de las especies” (en Darwin vs. Bush, MicroMega, 5/06). El dato sirve para comprobar que gobiernos fanáticos y reaccionarios producen regresiones culturales tan diversas y profundas en la sociedad que para recuperar después el sentido de progreso no alcanza con desalojarlos de sus posiciones o derrotarlos en las urnas.
Mirar al resto del mundo permite apreciar mejor lo que sucede en la tierra propia. Hace veintitrés años que Argentina salió del terrorismo de Estado y de una guerra en el Atlántico Sur, pero todavía sus consecuencias son heridas abiertas en el cuerpo nacional. Después de treinta años, los crímenes de la Triple A recién están llegando a los tribunales, porque ya sus protectores no tienen fuerzas para impedirlo. Los analistas que se pierden en el laberinto de las intrigas de palacio opinan que la detención de la viuda de Perón, solicitada por un juez mendocino, es un acto más de la interna peronista, incapaces de comprender hasta qué punto maduró el asco social por todo lo que huela a impunidad. Han pasado cinco años desde la crisis institucional que tumbó al gobierno de la Alianza y, en varios sentidos, canceló la hegemonía conservadora que gobernó la década de los ’90, pero aún la pobreza hace estragos en millones de hogares argentinos y la redistribución de la riqueza en términos de equidad, cuando menos, es resistida con todo el poder que conservan las minorías privilegiadas.
La construcción del Estado de derecho, después de cinco presidencias elegidas en las urnas y otras tantas de facto, todavía está en obra y su ausencia o su incapacidad para ejercer la autoridad sigue haciendo estragos. A modo de referencias: el asesinato de un adolescente en un patrullero policial de Los Hornos, otro entre tantos casos individuales, aunque esta vez los asesinos y encubridores han sido detenidos, y también en una escala aún más estremecedora, si cabe, es el descontrol en las rutas del transporte automotor que cobra varios miles de vidas cada año, con estadísticas trágicas que aumentan cada semana. Sin hablar de los desastres naturales, como los temporales que esta semana arrasaron Tucumán, que no son tan imprevisibles como pretenden los argumentos de la irresponsabilidad. Esta semana, la comisión de medio ambiente de la Unión Europea presentó un informe sobre los peligros inminentes derivados del recalentamiento global, entre ellos las modificaciones bruscas y devastadoras del clima, llamando a los Estados a tomar cartas en el asunto. Las sociedades civiles, por su parte, tampoco pueden permanecer inertes o inactivas, a pesar de que no siempre acierten con los mejores métodos y formas de lucha para conseguir que los gobiernos atiendan los intereses populares. El conflicto de Gualeguaychú, un ejemplo de resistencia mal utilizada, ayer comenzó a derivar hacia el callejón sin salida de la izquierda vocinglera, siempre disponible para apoyar todo lo que esté en contra de algo o alguien. La necesidad de reflexión cultural y política no es cuestión de especialistas o académicos, sino un imperativo social para encontrar el rumbo hacia el futuro.
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