EL PAíS › OPINION
El revuelo y los debates desencadenados por la revisión judicial de los crímenes prohijados desde el Estado durante el tercer gobierno peronista son tan inevitables como auspiciosos. Es una lástima que la discusión recaiga en todos los vicios de las polémicas mediatizadas: un simplismo fenomenal, un gobiernocentrismo exagerado, una falta de fe palmaria en la naturaleza poliárquica de la democracia, aun de la imperfecta democracia vigente.
› Por Mario Wainfeld
Dos pedidos de extradición requieren a María Estela Martínez de Perón. A primera vista, nada los diferencia pero los fundamentos de los jueces federales Héctor Acosta y Norberto Oyarbide son diferentes, sobre todo en su consistencia legal y aun histórica, y bien podrían serlo en sus proyecciones ulteriores.
Ambos magistrados investigan delitos atribuidos a la Triple A, pero escogen modos distintos de adjudicar las responsabilidades penales. Acosta, sin tener pruebas que remitan a esa norma, “decide” a priori que una desaparición comenzada durante el gobierno de Isabel y continuada en la dictadura tiene como génesis el zarandeado decreto de Italo Luder que ordenaba a las Fuerzas Armadas aniquilar el accionar de la subversión. En el imaginario de Su Señoría (calco de una excusa recurrente de los represores) fue un cheque en blanco para abocarse al terrorismo de Estado. Una hipótesis sin precedentes, una confesión escrita en la que jamás incurrió la propia dictadura.
La operación intelectual de Acosta es chocante a la lógica de la tarea tribunalicia. El judicial es el único de los tres poderes del Estado que, centralmente, trabaja sobre casos individuales. El Ejecutivo y el Legislativo, como regla, tienden a las normas o acciones de repercusión general. El método judicial es el inductivo, partiendo de los hechos a su explicación. La inferencia deductiva del juez, que cimienta sus sucesivas citaciones, es puramente analítica: no es que algún represor haya dicho que acataba esa norma o que recibió órdenes en su consecuencia.
Acosta tiene una teoría, que podría cifrarse así: el decreto de Luder habilitó el terrorismo de Estado, pues dejó manos libres a las Fuerzas Armadas durante el gobierno peronista (que sobrevivió pocos meses al decreto) y aún durante la dictadura.
Es el argumento de la feroz derecha nativa: la dictadura cumplió (con entusiasmo impar) un mandato del gobierno democrático que la precedió, admítase un sarcasmo, en una perversa versión del principio de continuidad jurídica del Estado. Pero he aquí que el susodicho gobierno fue derrocado, sus principales dirigentes encarcelados, los bienes de muchos de ellos confiscados. La Constitución fue sustituida por un engendro que alteró entre otras minucias los mecanismos de elección de los gobernantes, la duración de los mandatos, su origen y una ristra de derechos arraigados en la tradición occidental. La legislación del gobierno popular fue arrasada, comenzando por la Ley de Contrato de Trabajo. Sólo haría quedado –enhiesto, invicto– ese decreto. Que en medio de ese cambio de paradigma se atribuyan responsabilidades ultraactivas a los vencidos y desalojados no soporta el más mínimo análisis.
El juez se aventura en un lodazal y, la vida es así, se hunde nomás. En vez de buscar responsabilidades penales (que el garantismo imperante exige precisas y tipificadas), mezcla la jurisdicción con la historia y hace un barro fenomenal. Uno de los precios es la citación al ex presidente Raúl Alfonsín para hurgar en cómo se comportaron los dirigentes peronistas en 1983 en relación con la investigación sobre el terrorismo de Estado, se supone que para buscar un “pacto de silencio”, categoría repudiable pero no judiciable.
La conducta de la mayoría de la dirigencia peronista de entones es, en lo sustancial, conocida. Su relevancia histórica es grande, su implicancia penal, nula. Es más, fue uno de los puntos que el pueblo, constituido en cuerpo electoral, votó en 1983. La complicidad del peronismo con la dictadura, su “culpa” política en su advenimiento, la miserable tibieza de su facción dominante en relación con juicios ulteriores, fueron eje de campaña. La obstrucción, cuando menos el desdén, de la “nomenklatura” peronista de entonces a la Conadep y al Juicio a las Juntas, son desdeñables políticamente pero no constituyen delitos criminales.
Acosta frisa un precipicio, el de llevar al banquillo a los que pusieron escollos en la búsqueda de la verdad y la justicia. Exagerando su punto, sin distorsionarlo, llegaría el momento de investigar a todos los políticos que, hoy día, proponen cerrar la pesquisa sobre el pasado, en vista de que intentan proteger a autores de crímenes imprescriptibles. Quienes lo hacen pueden, en sentido figurado, ser imputados como encubridores. En los estrados penales, no.
Será por holgazanería para pesquisar o por exhibicionismo mediático o por incompetencia. Las explicaciones pueden ser mestizas. En cualquier supuesto, el hombre está mal rumbeado: el camino adecuado es bien otro, el que (la vida te da sorpresas) transita Oyarbide.
El apodo “jueces de la servilleta” designó a un conjunto de magistrados federales inescrupulosos que se alinearon de modo funcional a la entrega y corrupción que campearon en el gobierno menemista. Sus capacidades técnicas (en muchos casos nulas o irrisorias) no fueron el pilar de su desprestigio, algunos de ellos no son negados en materia jurídica. No merecen seguir siendo jueces, deberían haber sido destituidos pero algunos saben fundar una decisión. Oyarbide, al que el PJ hizo zafar de una destitución que merecía, es un ejemplo. Cuando quiere redactar una sentencia correcta, puede.
La breve resolución que pide la captura de Isabel da en la tecla cuando funda la búsqueda en la figura penal: “la asociación ilícita denominada Triple A”. A diferencia de su colega, Oyarbide arranca de lo particular; los hechos violentos, el designio de cometerlos, el armado de una organización criminal desde el Estado.
Saber que hubo una asociación ilícita llamada Triple A (conocimiento accesible a cualquier persona medianamente informada) conducida desde el gobierno, al servicio de sus intereses políticos, es una certeza no equivalente a la prueba penal. El juez cita como fundamento de su decisión testimonios alusivos a conversaciones en el seno del gobierno acerca de acciones futuras de la Triple A. Oyarbide, pues, parte de declaraciones sobre hechos concretos y no se proyecta a la superestructura legal como su colega Acosta.
Para procesar a Isabel esos testimonios son un buen elemento, seguramente no se bastarán para una condena. Los hechos son denunciados por testigos no presenciales, “de oídas” (parientes de Julio Troxler, Eduardo Duhalde porque se la contó el entonces ministro Antonio Benítez). El relato es, en perspectiva histórica, convincente. Pero, para acreditar la exigente autoría penal, tienen un peso menor los testigos que deponen sobre hechos que no cayeron bajo el alcance de sus sentidos (quienes hablan de lo que no vieron, escucharon, olieron o palparon directamente como por ejemplo una narración de terceros).
Cayendo en la anécdota, la información disponible no facilita sospechar que Acosta esté teledirigido desde la Casa Rosada. Su rumbo, más bien, enriquecerá la praxis y el discurso de los represores. Los defensores de Von Wernich, vaya un pálpito, se valdrán de la doctrina Acosta o podrían hacerlo. Oyarbide es más viscoso pero, como buen federal, desde la caída del menemismo suele jugar para él mismo, en afán de garantizar su perduración antes que en línea con el Gobierno. Claro que sus fallos sólo son imaginables en esta coyuntura. Es conspicuo el oportunismo histórico de los jueces, astutos para husmear el rumbo de los vientos culturales y mimetizarse con los climas dominantes, lo que no es monopolio del campo de los derechos humanos, en materia laboral es patente la ciclotimia judicial, a lo Zelig. Y en Argentina, en lo tocante a derechos humanos, se ha cambiado de pantalla.
El escenario en materia de derechos humanos ha variado desde la asunción de Néstor Kirchner. Era lógico que sobrevinieran acontecimientos no esperables en otros tiempos. Se ha recuperado la capacidad punitiva del Estado, las víctimas mejoraron su autoestima y pueden hacerse oír con menos resquemores, los represores avizoran que están a un tris de ir presos, dendeveras. Frente a una nueva realidad, muchos actores reaccionan y modifican de nuevo la escena. Enumeremos, sin agotar la nómina, algunos ejemplos recientes: la desaparición de Jorge Julio López, la proliferación de testimonios de militantes o víctimas, el secuestro de Luis Gerez, la activación de causas viejísimas sobre la Triple A. Habrá más, esperables, inesperados, todo al tiempo.
Muchos analistas y políticos reducen tan rica contingencia a una operación del Gobierno y la tabulan en función de réditos (imaginarios o reales) que busca el kirchnerismo. Abruma la pobreza de esa mirada monocausalista, negadora de la compleja trama de una sociedad plural y sorprende su parentesco con un flanco débil del oficialismo. El kirchnerismo, Kirchner mismo a veces, incurre en soberbia cuando se autodefine como fundacional en la lucha por los derechos humanos. Sus contradictores, en espejo, le atribuyen omnipotencia, en aras de construir un esquema binario, agigantando al Goliat adversario para vestirse con la ropa de David.
Las hipérboles desde ambas trincheras pintan mal la aldea común. El giro impuesto desde 2003 fue grande pero tuvo más de radical acentuación de la tendencia, que de ruptura. La decisión de Kirchner germinó en un suelo labrado por los organismos de derechos humanos, por los jueces y camaristas que declararon inconstitucionales las leyes de la impunidad. La ley que fulminó la obediencia debida y el punto final fue una bandera tenazmente sostenida en minoría por fuerzas que ahora son opositoras, en base a un proyecto de Patricia Walsh que contó con el apoyo del ARI. Su remake no sólo fue votada por el Frente para la Victoria, también por esos precursores y los socialistas. La “política de derechos humanos de Kirchner” es un remate, notable, de una acumulación enorme. Vale agregar que el avance en la búsqueda de verdad y justicia cuenta con un entorno internacional favorable como jamás lo hubo antes.
El Gobierno y los jueces inciden pero no controlan ni definen todo lo que pueda sobrevenir. En una sociedad plural, en una poliarquía, nada está sellado de antemano. El historiador Luis Alberto Romero (libre de sospechas de favorecer o aliviar al kirchnerismo) escribió en La Nación algo digno de resaltar y fácil de compartir: “No sé quiénes impulsan la revisión judicial ni quiénes serán sus beneficiarios inmediatos. Los procesos históricos tienen causas que van más allá de la intención de sus agentes. Pero estoy convencido de que ya era hora de hacerlo y que mirar el pasado de frente es siempre saludable”. Y ya que...
En una intervención desafortunada, evadiendo decir de frente si aprueba o rechaza que se investigue a la Triple A, Roberto Lavagna atribuyó el activismo judicial a una revancha de los que fueron echados de la Plaza. Más genéricamente, muchos proclaman que está en ciernes (o en juego) el juicio histórico definitivo sobre Juan Domingo Perón o el peronismo.
El debate sobre Perón se retrotrae a 60 años y subsiste, algo mitigado por el efecto sedante del paso del tiempo. El tres veces presidente murió hace más de 30 años y (aunque su cuerpo es demasiado requerido, mutilado o traslado casi siempre con fines ruines o baladíes) ese tiempo diluye muchas cosas, incluida la pasión. El supuesto balance sobre esa figura jamás será unánime, gracias al cielo. Una sociedad democrática es refractaria a la hipótesis de una sola narrativa histórica. Tampoco serán los aburridos e insuficientes expedientes judiciales la fuente principal de la construcción de los relatos ciudadanos. Perón fue un dirigente dominante durante más de treinta años en los que gobernó con mayor o menor poder, fue exiliado, proscripto y prohibido entre otras vicisitudes. Lo hizo en contextos nacionales e internacionales muy cambiantes, por lo que lo razonable sería tener un juicio complejo que dé cuentas de aciertos, errores, virtudes y demasías.
Empezando a derrapar a la subjetividad pura, este cronista considera que en ese juicio le sumará el formidable proceso de inclusión social y protagonismo plebeyo que encabezó desde el gobierno militar y en su primer mandato. Y que será un baldón todo lo que propició la violencia en su gobierno, la designación (y delegación) de López Rega e Isabel, que no accedieron a sus posiciones por ganar al Loto sino por integrar el “dispositivo” del General herbívoro a la hora de su vejez.
A los ojos del autor de esta larga e insuficente columna es clavado que la Triple A fue un ejemplo del terrorismo de Estado, sin desconocer que la dictadura instaló un cambio cualitativo en la Argentina. Investigar y juzgar a sus autores materiales es, en el escenario actual, pura congruencia, al tiempo que un avance. Ese avance, como todo cambio de época, no puede estar exento de riesgos y desafíos. Se ha hablado en estos días de la caja de Pandora y la metáfora es válida si se entiende el contexto de la leyenda que la originó. La caja de Pandora tiene como presupuesto una sociedad conforme, un orden deseable y justo, una ideología remisa al progreso. La Argentina de la violencia sectaria y el terrorismo estatal no fue esa arcadia, la de la impunidad tampoco. Alterar los cimientos de una sociedad es un sacudón con algunas consecuencias impredecibles y con enemigos de temer. El statu quo “pre Pandora” viene siendo injusto, oprobioso, cómplice e intolerable.
Otro tópico socorrido es denunciar que se pierde demasiada energía mirando al pasado. Mariano Grondona lo embellece con la remisión a la parábola de la mujer de Lot. Mauricio Macri lo reversiona a su modo, monosilábico y con menos riqueza de fuentes. El cuestionamiento a la pulsión por el pasado como escollo para la construcción del futuro, paradójicamente, brota de labios conservadores y no resiste el menor análisis fáctico de cara a una época de crecimiento del PBI, del consumo, de la actividad económica.
Digámoslo: no hay contrato social que se pueda edificar sobre el terror y el encubrimiento ulterior. El desprestigio de la democracia, en este suelo, tributa bastante a la impunidad que campeó, cuya génesis es la falta de castigo a los responsables de delitos de lesa humanidad.
La puja por una sociedad digna de ser vivida es dura y zigzagueante. Implica hacerse cargo de una agenda densa. Mucho más rica, más fincada en la diversidad, menos ambiciosa y menos terminante que la de los ’70. En aquel entonces, los derechos humanos no eran un ítem y hoy soy un bastión, algo que muchos nostálgicos desconocen u olvidan y muchos reaccionarios niegan.
Los pueblos (como las personas en sus módicas biografías) poco ganan con el miedo y el no te metás. Contra lo que alega el vizcachismo, son dueños de lo que dicen, de lo que asumen, de lo que elaboran. Y esclavos de lo que callan, lo que ocultan o lo que niegan.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux