EL PAíS › LA MUERTE DE LUCAS, UN “ERROR” DE LOS NARCOS EN EL BAJO FLORES
Tres soldados narcos asesinaron a puñaladas a Lucas Acosta e hirieron gravemente a su hermano. Después le dijeron a su madre que se habían equivocado y le ofrecieron dinero. Ella dice que los asesinos tienen protección policial.
› Por Cristian Alarcón
Desde la ventana de su cuarto Susana Acosta vio cómo sacaban el cuchillo del pecho de Lucas, su hijo menor. Era la última, la puñalada número ocho. Susana gritó. Quiso saltar. Arrancar las rejas con las manos. Quiso morirse cuando vio que su pibe caía sobre un charco de sangre. Y que su hijo mayor se desplomaba junto al carrito de uno de sus nietos, mal herido. Hace diez años que Susana, como delegada barrial que es, sabe de los crímenes de los narcos del Bajo Flores. Pero jamás imaginó que llegarían hasta su propia puerta, en el extremo más alejado de la zona controlada por el narcotráfico. Nunca pensó que sus hijos pasarían a engrosar la lista de víctimas de esta guerra urbana que no cesa. Las fronteras de los narcos se desplazan. Susana asegura que los asesinos, prófugos de la Justicia, se esconden con protección policial y de los traficantes que controlan una zona cada vez más grande. “Les digo –se sincera– que si ellos son los que manejan sectores de la 1.11.14 que entreguen al asesino de mi hijo Lucas, les imploro que no lo protejan.” Les habla a los peruanos dueños del territorio. Sabe que el crimen del 9 de diciembre quebró viejos códigos. Esta vez golpeó en el corazón institucional de la villa 1.11.14: mataron al hijo de una delegada.
El día de la Virgen Lucas Gómez había descansado. El feriado le evitó tener que ir a la fábrica Easy Glass, donde trabajaba esmaltando vidrios desde hacía tres años. Aunque de 20, como muchos pibes de las últimas generaciones, ya era padre de una niña de un año y tres meses. Se había juntado con Romina, su novia de 19. Todo se había dado con una rapidez que él no llegó a calcular. Primero dejó la escuela. Después de hacer tres veces el primer año del secundario le dijo a su madre: “Vieja, a mí la cabeza no me da, prefiero laburar”. Entonces se fue a vivir con su chica a la villa Zabaleta. De vez en cuando visitaba la casa de su madre, en la 1.11.14. O de su padre, que vive con su segunda esposa unos pasillos más adentro de la manzana 1. Ese día, el 8 de diciembre, pensaba retirar el video del cumpleaños de su bebé. Susana solía asistirlo en gastos extra. Con un exitoso restaurante de comida boliviana en marcha, esa noche le daría el dinero. Por eso cerca de las doce Lucas, su esposa y su nena pasaron por la casa de la avenida Perito Moreno, cerca de Cruz.
Estuvieron un rato. Al salir de la casa Lucas se cruzó con su hermano mayor, Carlos Acosta, de 29. Venía de una fiesta que había empezado a las siete de la tarde. Poco acostumbrado, dice, a tomar alcohol, ya sentía el mareo. Exultante, invitó a Lucas a compartir con él unas cervezas según recuerda; unas sidras según su madre. Sobre la vereda, sentado en un cajón de manzanas, Lucas. A su lado Romina y el carrito de su hija. A su derecha, sentado en el piso, Carlos, junto a Zaida y su hijo, también en el carrito.
Carlos sólo recuerda ese movimiento rápido que alcanzó a ver como si una sombra se desplazara, y luego la vista nublada por el golpe en la cabeza, una botella de Quilmes que le llegó a traición del tercero de los atacantes. Lo aferraron por detrás pero alcanzó a ver a otros dos hombres sobre el cuerpo de su hermano clavándole algo en la espalda. Luego, que uno le sujetaba el brazo mientras el que parecía mayor le daba el corte final. Fueron segundos. Las dos mujeres atinaron a refugiar a los dos niños en la casa. “¿Qué pasa?”, decían. “¡Hagan algo! “¡Agárrenlos!” gritaban sin que sus vecinos se movieran. En silencio vieron cómo mataban a Lucas y trataban de ultimar a Carlos clavándole una sevillana. En uno de los pasillos, con pudor, muestra las marcas: el corte que le perforó el pulmón, la cicatriz a la altura del hígado, la herida que baja vertical y bordea el ombligo.
Hasta aquí los hechos, que de manera muy similar fueron reconstruidos en la fiscalía de Pompeya, una de las oficinas judiciales que más casos de violencia narco reciben en la ciudad. Según fuentes de la fiscalía, en la causa por homicidio está probada la participación de tres personas, dos de ellas identificadas y prófugas desde hace más de un mes. Se trata de Juan Carlos Calderón, de 30 años, y de su hermano Gustavo Bonifaz Morales, de 19, los dos, peruanos. “Al tercer hombre nadie lo conocía porque hacía tres días que había llegado de Perú. Es un mulo de ellos, vino cargado con droga en la panza como muchos que vienen a parar acá”, dice Susana.
Cuatro vecinos que no quisieron revelar sus nombres confirmaron que la actividad de Calderón y compañía era notoria desde hacía por lo menos ocho meses. Habían alquilado una pieza en el fondo de lo que se conoce en la manzana 1 como el cuarto pasillo, o pasillo ancho. Pagaban cien pesos por mes. Era pequeña. En el tercer piso. Los dueños de casa vieron llegar en los últimos meses a sucesivos primos y primas desde Perú. Sospechan que se trataba de correos de droga, parte de un sistema de acarreo cotidiano en lo que los narcos –en las conversaciones grabadas por la Justicia federal– llaman “envases”. Página/12 ya publicó una investigación en la que dio cuenta de siete mulas muertas en la ciudad de Buenos Aires en un año y medio. Dos de ellas aparecieron evisceradas cerca de la 1.11.14. Una en la esquina de la EMEM 3, la escuela que está a cinco minutos de donde ahora mataron a Lucas Gómez, y frente a la casa de su padre, Sergio.
“Fue muy duro venir a la Capital porque no conocíamos a nadie, desprenderse de las cosas que habíamos hecho en Salta, sobre todo porque vinimos engañados”, recuerda Susana Acosta de los comienzos de su migración. Entonces, dice, no había muchos extranjeros. Ella se arrimó con las chapas y tirantes que Eduardo Duhalde, intendente de Lomas de Zamora, le había dado cuando le fue a implorar. El padre Ricciardelli, un sacerdote adorado en la villa por su compromiso con los más pobres, le dijo por lo bajo que esos terrenos eran municipales, que se instalase. Pronto vio cómo su pieza era rodeada por otras miles y, como quedó en el corazón de la villa, donde la violencia era frecuente, consiguió desplazarse una seis manzanas más al norte, al borde de la avenida Perito Moreno; hasta donde seis años más tarde la ha alcanzado. Comenzó vendiendo helados. Ahora, después de 23 años, es la propietaria del Bar El Toro, tal como anuncia el cartel pintado en la pared en el que un animal de historieta bufa a la concurrencia envuelta en conversaciones de alto volumen y el reggaetón del momento. “Bombón asesino”, entona un trabajador boliviano y sorbe con ruido una sopa de maní.
A comienzos de los noventa, cuando Susana ocupó el terreno, la organización de la villa era una suerte de emprendimiento hegemónico de un personaje antológico: Bofa. Famoso por su relación con las comisarías de la zona y su manejo experto y casi cariñoso de una ametralladora corta a la que acariciaba y llamaba Macarena, Bofa marcó una época poco democrática del barrio. Tal fue su exageración al manejar el poder que le daba su cargo de “Presidente de la villa”, que cuando los representantes de cada una de las más de 30 manzanas se pusieron de acuerdo lo echaron. Expulsado del territorio comenzó lo que los cinco delegados que hablaron con Página/12 recuerdan como “una buena época para la asamblea”. Aunque Susana reconoce que pronto comenzaron los crímenes sangrientos entre narcotraficantes.
–¿Cómo cambió la situación?
–Como yo estaba en la Medalla Milagrosa me mandaban siempre a recorrer las casas para censar, para ver cómo estaba la gente. Será que como siempre he sido muy comedida, muy entradora, los vecinos me han elegido para pelear por ellos. Recorría y lo de los crímenes era una cosa de no creer. Los ataques entre ellos eran cada vez más. El crimen que me impactó cuando recién llegamos a la manzana 1 fue el de un chico boliviano muy joven, karateca. Hacía poco que estábamos, tres meses, las casas armadas a medias, todos ranchitos. Lo mataron. Apareció en la esquina, lo habían arrastrado hasta acá enfrente.
Lo cierto es que más allá de aquel asesinato la zona de Susana se había mantenido alejada de la violencia del territorio que ahora el Gobierno de la Ciudad llama “caliente”. La propia ministra de Desarrollo Humano y Derechos Humanos, Gabriela Cerruti, lo reconoce a Página/12. “Mi equipo se está reuniendo pero no podemos avanzar en la manzana 9, que es la que concentra el poder de los narcos –dijo–. Vamos a extender las cloacas, vamos a hacer las calles y vamos a abrir un local del ministerio dentro de la villa. En la zona caliente debe estar abierto el Centro de Salud hasta las doce de la noche a partir del 1º de marzo, que es cuando comenzaremos con la clínica y centro de atención para chicos adictos al paco en la ciudad. La idea es armar una cadena humana contra el narcotráfico y el paco.”
–¿Se ha sentido acompañada tras la muerte de Lucas? –le pregunta este cronista a Susana Acosta.
–Cuando el viernes corté la calle por mi hijo hubo delegados que nos dijeron que disculpáramos pero no podemos pasar por allá –la zona narco–, que sí podemos andar con la protesta por este lado, pero por allá no. Nos sentimos muy inseguros, porque sobre todo el tema drogas nos pasa por encima. Acá hay kioscos que frente a nosotros le venden la droga a los chicos más pobres que terminan viviendo en la calle, comiendo de la basura porque están condenados por el paco. La policía nos dijo que estaban en Perú pero ya sabemos que estuvieron 15 días en Don Torcuato, y ahora los vieron tomando un remise de los peruanos en la manzana 25. Ellos los han protegido. Lo que uno pretende que por una vez alguien, algún gobernante, intervenga, haga algo para que no vivamos de esta manera, discriminados de todas las maneras posibles, porque somos de la villa 1.11.14.
–¿Usted cree que este crimen se explica en una expansión territorial de los narcos?
–Sí, ellos se desplazan. Pienso que como el nuestro es un sector tranquilo, de gente humilde, trabajadora, lo vieron como un refugio. Lamentablemente acá se encuentra con gente que no le gusta tener problemas con nadie, se encuentran con una valla. La mayoría de los vecinos no están de acuerdo con que se siga ramificando esto. Entonces le ponen un alto. Como le ponen un alto tienen que matar, agredir como agredieron, para poder surgir. Pero lamentablemente se encontraron con la horma de su zapato. Porque yo, Susana Acosta, madre de Lucas Gómez, no voy a permitir, ni con ningún hijo mío, ni con un chico más que sigan matando. Mi dolor me llega mucho más allá.
La madrugada del nueve de diciembre cayó sobre ella como una avalancha. La imagen que luego se repite, el cuchillo, el camino en remise hacia el hospital con Lucas vomitando sangre. La noticia de su muerte, a las 2.20. La larga operación en la que salvaron a Carlos. El aviso por celular desde la villa: le saqueaban la pieza a los asesinos. Y en el medio de ese sopor, de los ataques de llanto a su alrededor, un hombre que le dijo: “Fue una confusión, hermana. Seguramente que fue una confusión. No conocían a tu hijo. Me parece que era para otra gente. Te mandan disculpas. Pero podemos arreglar con dinero”.
Susana lo escuchó con horror. Y le dio un cachetazo. En ciudades como Medellín y Río, donde el narcotráfico siempre gana, se estilan informales indemnizaciones cuando hay algún “error”. En Buenos Aires esto aún suena execrable a oídos de cualquiera.
–¿Cree que Calderón está protegido por los jefes narco de la zona?
–Yo creo que fueron a pedir protección allá. Porque él habrá escuchado que soy delegada, que entraba a los pasillos, que siempre anduve evitando problemas, y que con el tema de la droga voy a ser muy sincera, yo no comparto. Siempre he estado en contra, y ahora más.
–¿Usted opina distinto de otros delegados?
–No sé, pero pienso que cada uno es libre de opinar. Digo lo que siento, lo que veo, lo que vivo. Mis compañeros me escuchan atentamente cuando yo hablo. Pero hay opiniones encontradas.
–¿Cómo son las otras opiniones?
–Que hay que obedecer lo que ellos dicen porque no quieren tener problemas.
–Usted entonces quiere usar esta entrevista para hablarle a Marcos (Estrada González), a quien se señala como el capo.
–Sí. le quiero pedir que no lo proteja, que lo entregue. No confío en la policía. No confío en la Justicia. Le ruego a la colectividad peruana, y a ellos, especialmente a los que mandan, que me entreguen al asesino.
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