Sáb 03.02.2007

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

RAZONES

› Por J. M. Pasquini Durán

En un breve discurso improvisado, el jueves 31, el presidente Néstor Kirchner hizo el siguiente anuncio: “Y si Dios quiere ya podemos decir que la participación de los trabajadores está llegando al 39 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI). Todavía estamos lejos de la época del general Perón cuando era del 50 por ciento, pero estamos avanzando de donde partimos”. Si además de la voluntad divina, las estadísticas reales lo confirman, el dato no merece quedar perdido, tomando en cuenta que “de donde partimos” era muy poco más de la mitad de ese porcentaje. Otra vez, si el detalle de esa curva ratifica el ascenso, quiere decir que hay una parte del camino ya cumplido hacia la meta de redistribuir la riqueza, dado que da cuenta de significativos reajustes con criterios de equidad. La redistribución es un concepto que abarca la paridad porcentual en las porciones del capital y el trabajo, y además la adecuada simetría entre lo que reciben el más rico y el más pobre, de manera que entre ambos no exista un abismo sino la lógica gradualidad del capitalismo, en el que la justicia social es siempre relativa. Para que la redistribución se cumpla también el desempleo debe bajar, por lo menos, al mínimo histórico, el trabajo en negro debe ser la excepción así como insignificantes las proporciones de la pobreza y la marginalidad. Falta mucho, todavía.

La próxima semana comienzan las negociaciones paritarias por el reajuste de salarios y condiciones de trabajo, pero este año, hasta el momento, el Gobierno no intervino para fijar límites a los reajustes, tal vez porque considera que los pisos alcanzados permiten que las peticiones de los sindicatos sean razonables por la propia voluntad de los interesados y que, por su lado, las empresas en general han llegado a niveles de rentabilidad que les permitirán absorber los términos de la negociación. Tampoco arranca el gremio de los camioneros, aliado del Gobierno, para actuar de “caso líder”, sino el de los maquinistas ferroviarios que ya perciben 2800 pesos mensuales de bolsillo, según los datos publicados, y piden un aumento del veinte por ciento a empresas que reciben jugosos subsidios del Estado, que por cuenta separada está reponiendo vagones y locomotoras, todos importados. Pese a estos apoyos, algunas concesiones del servicio de trenes han merecido ruidosas y hasta violentas protestas de los usuarios debido a las deficiencias en horarios, frecuencias y comodidades. Cierto es que son enormes los recursos indispensables para reparar los daños ocasionados por la desarticulación de la red nacional y el cierre de los talleres ferroviarios dispuestos por las políticas conservadoras de los años ’90.

Pese a las condiciones más favorables de la reactivación económica, no hay que descartar cierto grado de tensiones derivadas de las negociaciones paritarias, ya que se trata, en definitiva, de resolver conflictos de intereses. Por lo pronto, se levantan voces agoreras que pretenden descargar en el nivel de los salarios las razones para los aumentos de precios, según el tradicional enfoque de los economistas del patronato. No son los salarios ni los estadígrafos los que causan inflación, como pudo comprobarse durante todos los años de congelamiento de salarios, jubilaciones y pensiones y ahora mismo suben los precios al consumidor por diversas causas, entre ellas las empresas que descargan sobre el consumidor costos futuros o pretenden que el mercado interno pague valores en dólares equivalentes al que podrían obtener de la exportación de esos productos, pese a los subsidios otorgados por el Gobierno a los productores de algunas materias primas básicas, como lácteos, harinas y carnes, entre otros.

A nadie puede asombrar que cada sector procure obtener la tajada más grande de la prosperidad macroeconómica y de los recursos del Estado, pero lo mismo que en épocas de depresión son los que más tienen los menos dispuestos a la distribución solidaria del bien común. Esta tendencia “natural” debe ser contenida por la regulación del Estado, porque es el único en condiciones de equilibrar la balanza y cuando no lo hace, tal cual sucedió durante los ’90, el mercado sin Estado se vuelve mafia y la ley del más fuerte resulta la única ley. Dado que los administradores temporales del Estado, los gobiernos, no siempre tienen la voluntad o la fuerza para cumplir con ese rol de mediación en favor del más débil, ineludible porque el que menos tiene menos puede, desde hace tiempo los especialistas recomiendan que los sistemas tributarios sean reorganizados de acuerdo con el principio de que paga más el que más tiene, a fin de dotar al Estado de los recursos distributivos y asistenciales indispensables para que pueda generar producción, trabajo y solidaridad en general y, en particular, allí donde no acude la empresa privada.

Es tan definitorio el régimen impositivo de un país que basta con observarlo para definir los contenidos sustanciales del gobierno de turno. En Estados Unidos, por ejemplo, con George W. Bush los más ricos fueron beneficiados con la rebaja de sus tributos mientras que el salario mínimo permaneció congelado durante la última década. El presidente Kirchner cree, lo mismo que muchos, que el régimen nacional es injusto, tanto así que el consumo (IVA) que abarca a ricos y pobres, una igualdad absurda, es hasta hoy la principal fuente de ingresos de la recaudación fiscal. En el análisis gubernamental, sin embargo, la posibilidad de una reforma estructural necesita de condiciones políticas que puedan superar el poder del lobby de las corporaciones económicas y financieras más concentradas que prefieren, por supuesto, que todo permanezca como está y si hay alguna reforma que sea al estilo de Bush.

Mientras esas condiciones no se modifiquen en favor del progreso, ¿qué hacer? La opinión oficial se inclina por reformas graduales y variadas que favorezcan la redistribución por múltiples vías. En esa dirección contabilizan medidas tan diversas como los aumentos de jubilaciones y salario mínimo, la creación de empleos, las retenciones a las exportaciones, la libertad para la negociación salarial, el control por la AFIP de la compraventa de inmuebles cuando haya un solo propietario de más de media docena en estas operaciones, entre otras decisiones gubernamentales que figuran en ese catálogo, cuyo resultado sería el índice de 39 por ciento en la distribución del PBI citado por Kirchner el jueves pasado en una ceremonia vinculada con el parque ferroviario, a la que asistían directivos sindicales de La Fraternidad que iniciarán las negociaciones de las paritarias. Como todo acuerdo negociado, sus resultados –cabe esperar– serán el promedio de la oferta y la demanda.

Así ocurre en toda negociación, lo mismo entre el capital y el trabajo como entre naciones. En la tarde de ayer, el canciller español sorprendió a uruguayos y argentinos cuando declaró que, a juicio de la diplomacia de España, podría darse en el futuro inmediato algún “diálogo directo” entre los dos países en litigio por la pastera finlandesa que se construye en Fray Bentos. También ayer el Ministerio de Trabajo de Montevideo sancionó a la empresa Botnia por infracciones a la ley de contrataciones de personal, en tanto que el día anterior el vocero de la misma empresa declaró a una radio que no estaban dispuestos a conceder nada, como si fueran los dueños de la soberanía nacional. El gobierno de Tabaré Vázquez dejó saber, después de las gestiones del facilitador enviado por el rey Juan Carlos, que estaban dispuestos al diálogo pero no a la negociación mientras las rutas sigan cortadas, en tanto los vecinos de Gualeguaychú no quieren abrir la ruta si Botnia no desaparece de sus vidas.

A esos razonamientos extremos ninguna solución negociada podrá satisfacerlos, pero la verdad es que los gobiernos deberían dialogar hasta elaborar una salida que promedie las aspiraciones de unos y otros, proteja los intereses nacionales y consolide las aspiraciones de integración regional sudamericana. La integridad del Mercosur también hace parte del patrimonio que ambas naciones tienen la obligación de salvaguardar para el futuro desarrollo y bienestar de sus pueblos y ese deber no se puede cumplir sin costos. Desde ya que la protección del medio ambiente es una razón primordial y no un mero pretexto: esta misma semana quinientos científicos de todos los rumbos, convocados por Naciones Unidas, volvieron a dar la alarma por la contaminación y el calentamiento ambiental, porque el futuro de este siglo estará asolado por sequías, tormentas y modificaciones climáticas devastadoras. Ayer mismo, una tormenta tropical se convirtió en un tornado imprevisto y tan rápido que el centro de la Florida norteamericana fue arrasada sin piedad, con enormes costos materiales y quince muertos en el primer conteo de daños. Por eso, las referencias a la contaminación no son tampoco el capricho de algunos sino una razón principal de la vida humana. ¿Acaso no es razón suficiente para dos gobiernos que definen sus ideologías del centro hacia la izquierda, o sea obligados a poner por delante de toda circunstancia esa razón de humanidad?

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