› Por Mario Wainfeld
Los conflictos entre los gobiernos y los integrantes del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) son un clásico, detalle que no licua de antemano la responsabilidad del actual, que debería aplicarse a mejorar las marcas de sus precursores. El núcleo de los recurrentes enconos varía, al vaivén de la realidad circundante. Las furias de Domingo Cavallo hacían centro en el índice de desocupación cuando otros indicadores le eran menos adversos. Roberto Lavagna urdió su propio índice de pobreza cuando ésta orbitaba por la estratósfera y fue por la cabeza del entonces titular del Instituto. El casus belli es, en 2007, el índice de precios al consumidor.
Producido el desplazamiento, poco explicado por el Gobierno, de la funcionaria Graciela Bevacqua, la polémica estalla con el tremendismo y la desmesura que suele caracterizar el debate público.
Integrantes de la oposición y consultores económicos de empresas no tienen empacho en modificar sus discursos. Hace un par de meses sugerían que los índices de precios estaban “dibujados”, los cotejaban sin ambages con la sensación térmica. Ahora califican esos mismos guarismos como ejemplos de excelencia y como un bastión republicano cuyo derrumbe tendría consecuencias impredecibles.
El Gobierno, a su turno, recae en sus peores características comunicacionales. Retacea información, evade la discusión sensata y desmerece a sus refutadores con motes que funcionarios democráticos deberían evitar. Felisa Miceli quiso ningunear la movilización de un grupo de empleados del Indec acusándolos de pertenecer al Partido Obrero. Es un reproche poco feliz, la militancia no debería ser un baldón en boca de un funcionario de un gobierno popular. Revistar en un partido de izquierda no es una capitis diminutio en los derechos ciudadanos. Aníbal Fernández irrumpió en el ágora motejando de “forajidos” a ciudadanos activos en acciones de protesta, un estilo entre conurbano y castrense que mejor valdría archivar.
A su turno, los críticos derrapan a la paranoia y la inconsistencia cuando pregonan que el Indec está a un tris de sucumbir a un riesgo que salteó durante la dictadura militar. Ese riesgo letal está supeditado a la permanencia de una funcionaria, supuesto eslabón vital de una cadena muy sólida, algo que suena a disparate. La dictadura no sólo podía cambiar de función a un director que incordiaba. Podía amenazarlo, secuestrarlo, cesantearlo sin indemnización por considerarlo “factor real o potencial de perturbación” según su ley de prescindibilidad. O matarlo. Así las cosas, si el Indec pudo blindarse ante las blitzkriegs políticas, es por una cuestión más estructural que la calidad o la presencia de una directora. Lo es porque existen controles cruzados, mecanismos complejos de chequeo y redes de confidencialidad. Los índices se construyen con miles de observaciones que se recogen en miles de negocios. Esa trama, por suerte, no es destruible por la sola malicia de algunos funcionarios que, como se dijo, es tendencialmente estable.
La existencia de standards internacionales de procesamiento de datos, corroborados regularmente por entidades colegas de terceros países, es un sólido escollo a un intento de manipulación. La realidad, sin embargo, es compleja y hay espacios para la discusión o la interpretación. Es el caso flagrante del cálculo que pueda hacerse acerca del aumento de las prepagas, que el Gobierno quiere confinar en el 2 por ciento que les cabe a quienes redujeron su consumo y rebajaron la calidad de sus planes, universo impreciso todavía pero que (según comentan especialistas del sector) es muy minoritario. Es verosímil que Guillermo Moreno haya querido meter su cuchara, con sus peculiares modos, en ese terreno. También es creíble que Clyde Trabuchi, la superior de Bevacqua, haya renunciado, especie que circula en el Indec y en los corrillos políticos y que el director del Instituto, Lelio Mármora, no confirma ni refuta porque lo aqueja una súbita mudez.
En medio de la grita es difícil para un profano en la materia (el cronista asume que lo es entre tantos especialistas sin diploma que se expresan en los medios) cuál es el alcance cabal del entredicho. Mirando con cierto desprendimiento da la impresión de que la crispación y la desmesura son el común denominador. Y que el Gobierno, hasta ahora, operó más sobre los precios que pesan en los índices que sobre los índices mismos. No da la impresión de que vaya a destruir al Indec, pero nada aporta al proceso democrático cuando hace un culto de mostrarse pechador y prepotente como si eso mejorara su autoestima.
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