Sáb 17.02.2007

EL PAíS  › A LOS 78 AÑOS FALLECIO UN “PESADO” DEL PERONISMO

Murió Herminio, el del cajón

Herminio Iglesias fue sindicalista, intendente de Avellaneda, diputado y fallido candidato a gobernador de Buenos Aires en 1983. Su quema del ataúd con la sigla UCR fue el símbolo de la derrota del peronismo a manos del radical Alfonsín.

› Por Susana Viau

“Tenemos el corazón grande”, solía jactarse, mientras los bombos acompañaban el “borombombom / borombombom/ Herminio Iglesias/gobernador”, una alternativa circunstancial al “ni yanquis ni marxistas/pe-ro-nis-tas”. Y el corazón fue, en realidad, su víscera más vulnerable. Lo habían internado en 2002 y a principios de 2003, siempre aquejado de cuadros de arritmia. Hacía meses que el ex sindicalista, ex candidato a gobernador, ex dirigente del PJ, ex intendente y ex concejal de Avellaneda no hacía sino entrar y salir de la Fundación Favaloro. El triple by-pass a que fue sometido en 1994 le permitió sobrevivir hasta ayer a las 6 de la mañana, cuando no pudo reponerse del fallo cardíaco y renal que lo había convertido en un enfermo terminal. Tenía 78 años y una fama basada en exabruptos, provocaciones y un curioso manejo del idioma. Los obituarios lo definen como un exponente de la ortodoxia justicialista, una fórmula que con menos eufemismo podría traducirse como un “pesado” del peronismo bonaerense. Gozaba de un nombre en su territorio, Avellaneda, ganado, entre otras cosas, a fuerza de pistola. El espejismo de las mayorías lo indujo a un error descomunal: no advertir que la quema del ataúd con las siglas del radicalismo, en la 9 de Julio, durante el acto de cierre de campaña de las elecciones del ’83, iba a enterrarlo a él y a su sueño de jugar en las grandes ligas; no percibió que lo que le había dado poder en el primer cinturón resultaba indigerible al otro lado de la General Paz.

Actores de la época no asignan tanta importancia a las anécdotas y señalan que, antes de esa jornada funesta para el PJ, las encuestas ya anunciaban el triunfo de la UCR. Es más, en los antípodas de Iglesias recuerdan –nobleza obliga– que las tres firmas que llevaba el documento de denuncia de la represión entregado a la Comisión de Derechos Humanos de la OEA eran las de Raúl Alfonsín, Deolindo Felipe Bittel y Herminio Iglesias. Y con la serenidad de la distancia, van todavía más allá y relatan, por ejemplo, el respeto de Iglesias al pacto de no agresión suscripto por esos mismos días con Juan Manuel “Cachi” Casella para evitar que la pugna electoral hiciera correr sangre en Avellaneda. En las agendas figura, del mismo modo, la amistad y las visitas al lecho de enfermo de Ramón Camps. El se defendía aduciendo que se trataba de un acto de cortesía, de ciudadanía. Si lo apuraban acababa reconociendo que “he tenido contactos con él como presidente del partido y como ciudadano. No tengo ningún inconveniente en decir que lo visito. A mí me combaten por eso. Sin embargo, el candidato a intendente de Florencio Varela por la lista de Cafiero, el señor Carpinetti, es socio del hijo de Camps, de Patricio Camps, el que ahora está preso (..) A mis amigos los voy a elegir yo, no me los va a elegir el periodismo”.

Es probable que el vaivén sea más propio de la ideología que de la naturaleza de este hombre nacido el 20 de octubre de 1929, hijo de un matrimonio de orensanos que llegó a América corrido por las hambrunas de Galicia. A los tres años los Iglesias se trasladaron de Villa Castellino, en Avellaneda. Herminio era muy pequeño cuando, jugando con un motor, perdió el dedo índice de la mano izquierda. Su hermana Clara contó, para alimentar el mito del coraje, que “cuando se miró el dedo destrozado ni siquiera gritó. Ese pedacito de dedo estuvo en un frasco durante mucho tiempo. Nosotros le decíamos que mamá lo guardaba para ponérselo de nuevo. Y él esperaba. Un día se cansó de esperar, agarró el frasco y lo tiró a la basura”. La verdad es que Herminio estaba lleno de cicatrices y mutilaciones: un accidente de coche en la autopista Ricchieri, en 1965, le dejó un párpado retraído y una mirada extraña; en 1973, al salir de un velatorio, le metieron cuatro tiros en el cuerpo. Uno de ellos, reza la leyenda urbana, le rozó un testículo. Al periodista que le preguntó por el asunto le ofreció que el enigma lo dirimiera su hermana, “si estaba buena”. Aunque el estigma que lo persiguió más que ningún otro fue una escuela primaria terminada por la noche y a los tropezones. “Hay quienes no se comen las eses –se disculpaba– pero se comen el país.” Le dolía haber pasado a la popularidad por el “ganaremos conmigo o sinmigo”, un desliz que coronó prometiendo, en el mismo mitin, “trabajaremos las 24 horas del día y de noche también”. Qué se le va a hacer. A los 13 años la pobreza lo obligó a entrar en Siam -Di Tella, pero la ignorancia no está reñida con la viveza y a los 21 era el delegado del personal: la Unión Obrera Metalúrgica no era un gremio de señoritas y él tenía una visión pragmática. Fustigaba la corrupción ostentosa de los caudillos sindicales pero matizaba: “¡Ojo!, que yo no digo poner dirigentes jóvenes que hagan huelgas todos los días”. El, para ser coherente, nunca se fue del barrio aunque haya llevado en la muñeca un Rolex de oro macizo, manejado un BMW y disfrutado de una quinta con dos canchas de tenis (en Florencio Varela, eso sí). Cobraba una pensión como ex diputado, una tarea que lo aburrió. Por eso se hizo ver poco en el recinto, donde no intervino jamás. Admitía que pudo haberse jubilado antes, como intendente, en 1973, “pero no lo hice porque tengo ética, porque tengo moral y porque en aquel entonces no tenía la edad suficiente”. El afecto a los perros desafiaba su imagen de duro, al punto de que los huesos de su chihuahua, Celeste, reposaban en una caja, sobre un mueble de su casa; practicaba billar en un club de Once, jugaba paddle dos o tres veces por día (“con Barrionuevo somos una pareja imbatible”) y el fútbol no se le daba mal. En un ejemplo de flexibilidad compatible con la política, integró las Inferiores de Huracán, fue socio de Independiente, socio vitalicio de Racing, pero su corazón, su corazón permaneció azul y oro. Sus enemigos políticos le facturaron el pasado: hicieron saber que sus referencias a detenciones y torturas se vinculaban a cuatro procesos instruidos contra él entre 1965 y 1967, uno por asalto a un transporte y robo de 24 mil litros de aceite procedente de Brasil, dos por levantar quiniela clandestina y otro por amenazas.

En 1987 fue expulsado del PJ junto a Tomás de Anchorena, un aristócrata populista, y a Lázaro Rocca, un ex laborista, por presentar una lista opuesta a la oficial de Antonio Cafiero. El dijo que se iba por su propia decisión, “imposibilitado de compartir nada con socialdemócratas, comandos civiles y marxistas”. Después regresó: ganó la intendencia de Avellaneda durante el último gobierno de Perón, entre 1973 y 1976, ocupó una banca de diputado nacional entre 1985 y 1989 y lo eligieron concejal desde 1991 a 1999. Podía ser mortífero y no sólo por el poder de fuego de sus custodios. A Manuel Quindimil lo lapidó el filo de sus comentarios: “Leí que Quindimil dijo que hay que jugarse por Cafiero. Si Quindimil nunca se jugó por nadie”. Otro de sus antiguos adversarios, el intendente de Avellaneda Baldomero “Cacho” Alvarez, el hombre que había dejado de concurrir al club Las Barracas para evitar confrontaciones riesgosas con “Herminio”, le ofreció ayer a su viuda, Carmen Cadena, el salón Eva Perón de la intendencia para velar sus restos.

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