EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Una imagen de Herminio (el “Iglesias” es redundante, privilegio de los protagonistas con nombres de pila infrecuentes) prevalecerá sobre cualquier otra: la que lo muestra arrimando fuego al ataúd, un ritual futbolero que las contingencias elevaron al manual Kapelusz. Una extendida mitología democrática sigue proponiendo que ese gesto fue determinante en el resultado de las elecciones. La perspectiva desautoriza la moraleja lineal, confortante. El ataque de piromanía sucedió bien entrada la noche del viernes 28 de octubre, se votó el domingo. Los medios no tenían la expansión y la penetración que tienen hoy. ¿Cuántos argentinos habrán visto, tout court, la imagen de Herminio, cuántos habrán cambiado su voto? Hummm.
La campaña, a la salida de la dictadura, fue fundacional. La movilización, la implicación de las gentes del común adquiría niveles asombrosos comparados con los standards actuales, digamos mejor que eran incomparables. Las encuestas que llegaban a los candidatos radical y peronista coincidían en vaticinar la victoria de Raúl Alfonsín. Ambos cuarteles las tomaban con pinzas, no había medición reciente de la precisión de los sondeos. Los justicialistas se percibían imbatibles, hablaban del voto vergonzante.
Todo llevaba al triunfo del radicalismo. Alfonsín había dado en el clavo con la agenda, con el tono de discurso, con su promesa sobre la funcionalidad del sistema democrático. Votar era entrar en la vida, con la democracia “se comía, se educaba”.
La prédica por los derechos humanos integraba el mensaje del vencedor. Pero en la relectura del cronista, los juicios a los terroristas de Estado (que integraban el mensaje) no calaron tan hondo como la profecía democrática. Un hecho apuntala la hipótesis. En la Capital, un territorio propicio, coló apenas la candidatura de Augusto Conte, un paladín de los derechos humanos acompañado por una militancia fervorosa y de noble madera. Los derechos humanos, en su sentido estricto, eran bandera de minorías concientizadas. Otra diferencia con el día de hoy, esta vez a favor de la consolidación republicana.
Alfonsín oteó los vientos de la época. Una sociedad estimulada y ansiosa tenía resuelto su veredicto. ¿Y si Herminio no daba rienda suelta a su idiosincrasia? Da la impresión de que nada hubiese cambiado, la suerte estaba echada.
Sin embargo, la urdimbre de los mitos es más compleja y más respetable. La moraleja pervive, merece subsistir, a despecho de su imprecisión cuantitativa. Herminio no produjo un quiebre sino un epíteto: subrayó todo lo que se venía sabiendo. La vigencia de valores novedosos, el peso electoral formidable de la ética (y aun la estética) de los sectores medios, la reluctancia a la violencia, a la torpeza, a la ostentación del poder.
Igualmente, a horas de su muerte, es prudente absolverlo del cargo de haber sido el paladín de la derrota, que tuvo mariscales más importantes que él. Italo Luder, el candidato arrogante y amnistiador. Lorenzo Miguel, el gran elector, que había sido abucheado por una muchedumbre peronista en la cancha de Vélez ese 17 de octubre, un presagio que pocos de sus compañeros comprendieron. Herminio, recordémoslo, habló en ese acto y se llevó una ovación. ¿Cuándo habría juntado antes 60.000 personas? ¿Cuándo “apenas” 10.000? Pero esa instancia desmesurada a su currículum no sería su hora más gloriosa. Lo fue su llegada a la 9 de Julio rodeado de una muchedumbre plebeya y barullera, ese viernes. ¿Cuántos peronistas lo acompañaron desde el suburbio como en los buenos tiempos? Decenas de miles, arriesga a ojímetro el cronista y arriesga a quedarse corto. Era un corte de clase diferente al del actazo radical del miércoles anterior. Qué semana ésa, da morriña evocarla en estos tiempos desangelados. En aquel entonces Avellaneda, todo el conurbano era todavía una zona fabril, una escala en la movilidad social, la dictadura no pudo con eso. Peronistas y radicales se darían maña luego para conseguirlo.
Hay otras escenas, valen poco. Sus apologistas recordarán su coraje para firmar la denuncia sobre violaciones a derechos humanos que pergeñaron algunos asesores de Deolindo Bittel y éste impulsó. Ese coraje, ese aguante tan inadecuado a su trayectoria previa y ulterior, hablan más de su forma de ser, de su estirpe barrial que de sus convicciones. Todo modo, le hace favor y sucedió. El tipo no sólo puso el gancho, también cooperó para difundir el informe de la OEA que contaba en detalle lo que por acá solía conocerse en retazos. Huevos no le faltaban a despecho de ciertas leyendas, casi nunca los usó para una causa tan noble.
Pasada esa semana de órdago, todo fue decadencia. Sobrevivió con restos de poder un par de años, ganó de prepo un par de congresos. Sucesivas derrotas le ganaron el desdén de sus propios compañeros. El que pierde, ésa es la verdad veintiuno, es un traidor. Y Herminio (el que quemó el cajón) comenzó a ser un Judas ese viernes, por mostrarse tal cual era.
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