EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
El docente asesinado por el gobierno neuquino genera primero una sensación, después una especulación electoral y por último una (ratificada) certeza político-social.
La sensación es lo más obvio de todo eso. Dolor, asco, impotencia, ganas irrefrenables –reconozcámoslo– de que la gente queme la provincia. Un conjunto potenciado por la repugnante pero nada insólita actitud del gobernador Sobisch, que ni siquiera tuvo los cojones para dar la cara de inmediato. Cualquiera que conozca un poco de política, y siga las andanzas de sus figurones y figuritas, sabe que Sobisch es uno de los personajes más soberbios y repulsivos del mapa institucional. Un digno representante de la derecha más berreta en un país donde, es cierto, alcanzar ese rango no es demasiado difícil.
Se había hecho sentir, durante toda la semana, la presión de los empresarios turísticos de Bariloche, preocupados por los cortes de ruta que anunciaron los docentes neuquinos. Menos de un dedo de frente basta para imaginar que esa preocupación le fue trasladada al solícito Sobisch y que éste, ensoberbecido en su autismo patotero, mandó a la policía con órdenes precisas. Las imágenes televisivas fueron irrebatibles cuando mostraron su actitud de intimidación, persecución y disposición al disparo. Eso sólo es concebible desde indicaciones políticas indubitables, porque no se trató de un uniformado suelto. Esos muertos de hambre que tiraban sin contemplación no tuvieron ni errores ni excesos. Respondían a un mandato, bajo cuyo caldo de cultivo nadie tiene el derecho a sorprenderse porque uno de ellos disparó por la espalda al profesor que iba en un auto, tranquilo, simplemente siguiendo a la manifestación. El asesino es Sobisch, que no quepan dudas.
La especulación electoral es lo más irrelevante. Sobisch había lanzado su candidatura presidencial hacía rato y preparaba su desembarco en Capital, con ínfulas de Luna Park. Ahora, el sentido común indicaría que murió prácticamente antes de empezar. De todas maneras, su candidatura era o es, más bien, un elemento pintoresco de la carrera presidencial, sólo sostenible en la fortísima inversión publicitaria que desplegó en los medios de llegada nacional y que, en buena medida, le valió que el “periodismo independiente” tuviera hacia él una mirada contemplativa. Fuera de Neuquén es un desconocido casi absoluto. Podría refutarse que lo mismo correspondía decir de Kirchner hasta que Duhalde lo instaló, pero convengamos que esto es otra cosa y otro momento.
Por último, la ratificada certeza político-social de la tragedia neuquina es el aspecto trascendente si es que, por un instante, puede apartarse lo que provoca el asesinato en sí mismo y las condiciones en que se produjo. Hace ya un tiempo que la Argentina viene oliendo a país de dos velocidades. En lo político no se advierten amenazas serias para la hegemonía kirchnerista, reposada en la marcha económica de los grandes números con la ayuda invalorable de la coyuntura internacional. Pero el panorama y horizonte sociales ofrecen, más que nubarrones, tormentas que no están en consonancia con la marcha de las cifras oficiales. ¿Cómo puede ser eso? ¿No es paradójica la firmeza del oficialismo y el andar de la economía, por un lado, y por otra parte Neuquén, Santa Cruz, Salta, los conflictos por doquier en otras tantas provincias, la sensación inclusive de cierta anarquía en las relaciones sociales entre sí y respecto del poder mismo? Sí, puede ser. Y las paradojas no significan que sus elementos constitutivos no puedan ser verdaderos en forma simultánea.
Por empezar, justamente el hecho de que no exista una alternativa al kirchnerismo explica el modo en que los conflictos se manifiestan. Porque no tienen que ver, en ningún caso, con reclamos de alteraciones sustanciales en el poder político-institucional. Son luchas sectoriales y desperdigadas. Hay una categoría sociológica, acuñada últimamente, que habla de las minorías de alta intensidad. Se refiere a grupos de diferente origen, experiencia y pertenencia, que al haber estallado el sistema partidocrático tradicional –en su faz de credibilidad– asumen una interpelación directa del Poder, no mediatizada por nadie. Los piqueteros son la expresión más concluyente, pero también lo son los asambleístas de Gualeguaychú o los habitantes de Esquel y Catamarca que se movilizan contra la contaminación minera, por citar apenas un par de ejemplos entre decenas, o centenares. Y desde ya que no es un fenómeno argentino, ni mucho menos. En todo caso, aquí es muy significativo y es la subsistencia más palpable del “que se vayan todos” de 2001/2002.
La frase volvió a escucharse con mucha fuerza en los cánticos de los docentes neuquinos, que, si bien responden a una estructura institucional-gremial, son igualmente una minoría de alta intensidad, tanto por su capacidad de acción como por circunscribirse a las exigencias sectoriales. En otros o parecidos términos –y esto también puede parecer paradójico– los conflictos son de baja intensidad política y de alta intensidad social. El terrible episodio de Neuquén, a primera y muy rápida vista, podría semejar a una excepción porque sus características llevan a que se pida la cabeza del gobernador. Pero apenas se avance desde ahí, habrá de constatarse que el pedido, remitido antes al aumento salarial, se recorta ahora en el agregado de justicia y asunción de responsabilidades. ¿Por qué? Porque no hay el andamiaje político que pudiera canalizar otra cosa. Más aún, da miedo pensar que el oficialismo neuquino pueda (y puede) volver a imponerse en las próximas elecciones.
No hay entonces paradoja ni contradicción alguna. El país se recupera de su catástrofe de comienzos de siglo, pero la distribución de la riqueza continúa respondiendo a los parámetros de la década del noventa. Una vez advertido eso, y siendo que el kirchnerismo es sin embargo la única herramienta que el conjunto del pueblo visualiza como potable para la administración de la hora, hay sólo protestas –y crecientes– pero no alternativas.
Neuquén, de todos modos, es un caso que además de conmover debería llamar a la reflexión de la “placidez” gubernamental. Una de las protestas acaba de toparse con un asesino. ¿Carlos Fuentealba quedará simplemente como otra estadística?
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