EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
“Carlos Fuentealba”, se escuchó. “Presente”, fue la respuesta. El diálogo se repitió, tres veces. “Ahora”, se propuso desde los micrófonos o los altavoces. “Y siempre” cerró la multitud y llegaban los aplausos en cascada, interminables.
“Ahora, ahora/ resulta indispensable/la renuncia de Sobisch/ y castigo a los culpables”, tronaron las columnas de Ctera, Suteba y CTA. Son consignas con mucha historia, una de ellas modificada en una estrofa, alusiva a la coyuntura. Es tan lógico como significativo que se acudiera a viejas herramientas. Ocurre que la violencia estatal contra la protesta social no se inventó la semana pasada, ni es consecuencia de un aumento de salarios o de veinticuatro discusiones paritarias docentes.
Esa costumbre de matar viene de lejos, quienes bregan por transformar una tendencia en anécdota saben lo que hacen. Deshistorizar es un modo de encubrir intereses. Unos cuantos pavotes los siguen, en aras de demostrarse ecuánimes, “independientes” ante hechos que no autorizan “una de cal y una de arena”.
Establecer capciosas (canallescas) relaciones de causa-efecto entre una movilización y un crimen político también es una añeja tradición.
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El tránsito en la avenida 9 de Julio fue cerrado desde temprano. A eso de las once, cuadras y cuadras estaban desiertas, dejando una sensación de ajenidad. Metros más allá, un embotellamiento fenomenal y bocinazos daban cuenta de un día porteño más. En el terreno liberado a la movilización, decenas de miles de personas marchaban.
El promedio en las largas cinco cuadras de gente agolpada, a ojo del cronista, marcaba la preeminencia de personas menores que el profesor Carlos Fuentealba, quien apenas había superado la cuarentena.
Nuevos pobres, clase media en declive que pugna por repechar, la mayoría de los participantes. Pobres estructurales, en los grupos piqueteros. Muchas mujeres, muchos pibes en sus brazos o en cochecitos.
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Las columnas reflejaron pertenencias políticas variadas. Los sindicatos docentes encabezaron la caminata. Los partidos de izquierda y varias organizaciones de desocupados venían detrás. Los cánticos, las pancartas los diferenciaban. Las críticas a Kirchner, emparentándolo con Sobisch (“son dos represores”) quedaron a cuadras del palco, pero no dejaron de oírse.
Con esa implantación geográfica la dirigencia, la militancia y sus bases honraron un acuerdo de convivencia que produjo un acto pacífico y ejemplar, sin deponer ni media palabra, ni media bandera.
También se veían muchas personas “sueltas”, que se acercaron por la propia.
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Hugo Yasky, flamante secretario general de la CTA, enfrentó un desafío severo, hablando frente a un abanico de manifestantes, con una causa común y muchas divergencias. Su discurso fue breve, lo que era aconsejable, pero no le faltaron contenidos ni precisiones. Sindicó al gobernador del Neuquén como responsable intelectual del asesinato. Reivindicó la ley de financiamiento educativo como producto de una larga lucha gremial. Y se negó a “criticar las cosas que el Gobierno hace bien”. Pero sí fustigó las políticas de distribución del ingreso. Y colocó a Santa Cruz, la provincia del Presidente, entre las que reprimen los reclamos de los maestros, en la misma nómina que Salta y Neuquén. El apoyo de la CGT fue correspondido en su discurso, en un nuevo gesto de acercamiento, determinado por la sangre de un trabajador. “La muerte es un límite”, viene diciendo Víctor De Gennaro desde hace años. Tocar un límite obliga a cambiar, a repensar. El enemigo es claro y cruel. las alianzas tributan a las contingencias históricas.
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Teresa Rodríguez fue asesinada en Neuquén en 1997, cuando comenzaba la saga tendiente a reparar el desquicio que produjo el peronismo en la educación pública. No fue ayer, exactamente. La policía brava viene de lejos, la legislación represiva de Sobisch lleva años.
La descentralización educativa buscó consolidar el poder central y, de yapa, diseminar la lucha sindical. No es una bagatela, ni es tarea de un día, reconstituir una trama dañada en un régimen federal, en democracia, en una sociedad pluralista.
Una derecha cerril, demasiados dirigentes y comunicadores repiten un error cometido por el presidente Onganía en 1969, cuando el Cordobazo. Imaginan (y, de paso, predican) que los tiempos de crecimiento son de mansedumbre popular. En la Argentina se viene corroborando que más apaciguan el terror, la hiperinflación, la recesión o el desempleo. El conflicto resurge, en buena hora, cuando dirigentes y laburantes advierten que tienen mejores chances para pujar.
Cuando amanecía el actual Gobierno, era la movida piquetera la que escandalizaba a los voceros de “la gente”. Ahora la va supliendo el reclamo gremial. La conflictividad se desplaza, la correlación de fuerzas se modifica, lentamente. En los últimos años del siglo veinte, en los primeros del actual, la lucha era defensiva. Se trataba de conservar posiciones ganadas previamente o de perder lo menos posible. Los que perdieron el trabajo (piqueteros) o sus ahorros fueron ejemplos salientes dentro del promedio. Ahora, comienza el momento de recuperar posiciones. El mapa sindical y el mapa político en el que desenvuelve la discusión salarial son complejos. La incipiente resurrección del poder de los trabajadores reflota escenarios ya entrevistos. Conducciones sindicales exigidas desde sus bases. Delegados gremiales o sindicatos locales más radicales que sus cúpulas. Ese rico mundo no se resuelve con una reunión o un úkase presidencial, en buena hora.
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De Tribunales al microcentro coexistían más que pacíficamente oficinistas, letrados, empleados públicos y manifestantes. La interacción era conmovedora. Los transeúntes “ajenos” acompañaban con ademanes o cabeceando en son de aprobación a los redoblantes o los cánticos.
Cuanto terminó de hablar Yasky sonó una bella, inusual, versión del himno nacional. Se grabó en la Carpa Blanca, cuando Lito Vitale dijo presente en ese hito de la protesta, que en estos días cumplió una década. La muchedumbre cantó a voz en cuello. Algunos entrelazaban sus manos con la del compañero más próximo, otros hacían la “V” con los dedos, otros cerraban el puño. Muchos hacían coro desde los balcones y ventanas de los edificios de Diagonal Norte.
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Pobre fue la respuesta de la corporación política en general y de los candidatos más taquilleros, en particular. Infima fue su presencia en los actos que atravesaron todo el territorio nacional.
El gobierno nacional carga con el lastre de la torpeza y prepotencia de la administración de Santa Cruz. “El gobierno provincial tiene actitudes rupestres, lo único que le importa es prepotear y mostrar que la tiene más larga”, describe un dirigente de Ctera, de los más transigentes con el kirchnerismo.
Daniel Filmus, aprisionado en su rol de candidato oficial, fue tibio al hablar del paro, dijo que no podía aprobarlo porque se privaba de un día de clase a los chicos. La impresión del cronista es que los chicos deben haber aprendido mucho ayer, simplemente mirando a los maestros por la tele. Seguramente el ministro pensó en cómo interpelar, al unísono, a varias napas del electorado porteño. Pero una situación extrema pone a los candidatos ante bretes que no pueden solucionarse con alquimias de campaña. La mejor posición “nacional, popular y progresista” era, ayer, aplaudir a cuatro manos una huelga ejemplar, inspirada por un valor superior.
Elisa Carrió y Roberto Lavagna, alejados de cualquier hecho público y masivo, distantes con las víctimas, optaron por discursos simplistas. Restaurar la dignidad del salario docente sólo puede lograrse en el marco de la legalidad vigente. Atribuir la deseable ebullición sindical a la crispación presidencial es un mal diagnóstico y un mal mensaje. Emparejar, así sea en el diagnóstico, el homicidio con un aumento no consensuado con las provincias es una opción ideológica criticable.
Mauricio Macri no es propenso a decir cosas dignas o inteligentes.
En este caso no desentonó. Su prioridad fue desembarazarse del abrazo del oso de Sobisch. Un poco incoherentemente, se hizo el oso respecto de sus coincidencias previas, en especial en materia de mano dura.
¿Qué fue, en estas horas, de la vida de Juan Carlos Blumberg, de su afición por llegar carpeta en mano, para abrazar a las víctimas de crímenes?
Un poquito de costado: ¿se escucharon voces de obispos que no fueran el de Neuquén sobre el homicidio?
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Nada consuela tras la desaparición de un ser humano. Nada repara la feroz violencia del Estado. Envueltos en el dolor y la bronca emergieron ayer instantes formidables, que hablan de las reservas de la sociedad argentina y de los límites que impone.
- Las imágenes de Sandra Rodríguez, la viuda de Fuentealba, que habló emocionada, noble, hermosa y sin un tris de violencia en sus gestos o en sus reclamos.
- Los cintillos negros en los delantales o en las pilchas de los maestros.
Y para terminar (último al solo efecto de la enumeración), algo difícil de cuantificar pero sencillo de percibir si uno se toma la molestia de caminar las calles. La actitud de miles de argentinos que se conmueven y se ponen de pie cuando se comete un crimen político. Que se adueñan del espacio público. Que nombran a la víctima, que la evocan, que rememoran sus rasgos personales, que reproducen su rostro en un legítimo ejercicio de memoria que es también una expresión de poder. Un ejemplo democrático, una valiosa utilización del número para dejar constancia de que no se soporta una ejecución más. Es un dato para rescatar, en un país donde se derramó muchísima sangre, en un país en el que, no hace tanto tiempo, se negó hasta la tumba a las víctimas de la barbarie política.
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