EL PAíS › UN DIA DE HOMENAJES PARA TERESA RODRIGUEZ Y CARLOS FUENTEALBA
Se cumplieron ayer diez años del asesinato de Teresa Rodríguez y ocho días del de Carlos Fuentealba. Recuerdos y cacerolazos.
› Por Martín Piqué
Desde Neuquén
La noche no termina de llegar, el día no se termina de ir. En el horizonte de la avenida Roca el cielo estalla en franjas anaranjadas que envuelven a los manifestantes en un brillo cálido. El alumbrado público aún no se ha encendido, la única luz proviene del sol que se pone en la zona oeste de la ciudad. La postal hace recordar al famoso cuadro expresionista de Edvard Munch, El grito. A diferencia de aquel personaje torturado, el alarido de los docentes no es solitario. Es colectivo y suena a lata. El viejo y conocido cacerolazo, que retumba por las calles de Neuquén al son de una consigna inolvidable para los porteños: “Que se vayan todos”. Los maestros saben que no es un día más: se cumplen diez años del asesinato de Teresa Rodríguez y ocho días de la muerte de Carlos Fuentealba. Dos crímenes que todos los neuquinos relacionan.
El aniversario deja sus marcas en el Monumento a San Martín, epicentro de las protestas. Al mediodía, alrededor de tres mil personas se concentran alrededor de la estatua para recordar a Teresa, la empleada doméstica asesinada en 1997. Aquella protesta había empezado por un reclamo docente, terminó en pueblada general. Las comparaciones se vuelven naturales, los docentes están conmovidos. El San Martín a caballo es cubierto con un manto negro, para mostrar luto. También, por enormes bandas rojas que llevan los nombres completos de Teresa, Fuentealba y Silvia Roggetti, maestra de Villa Ceferino que murió tras sufrir un accidente en su escuela, por entonces en obra. En el acto hablan el padre de Teresa y el hermano de Fuentealba, Germán.
Poco antes del homenaje, los dirigentes del gremio docente ATEN reciben una carta del gobierno provincial. Les proponen abrir una “instancia de negociación” sin precisar en qué consistiría. Sólo les piden que elijan un lugar para empezar a reunirse. “No es una propuesta seria”, dice Silvia Venero, secretaria adjunta. Estudiantes de la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano estampan la cara de Fuentealba en las remeras que les acerca la gente.
A la tarde, los docentes se enteran de una novedad que los pone contentos. El director y los jefes de servicio del hospital de la provincia, junto con los titulares de 16 centros de salud, han presentado su renuncia. Reclaman una suba de sueldos; dicen que si no se aumenta lo que cobra un médico recién incorporado “el sistema público entrará en crisis”. Médico general y sanitarista, Luis Olarte es jefe del área programática del hospital. “Son de la gestión del MPN, pero se dieron cuenta que se tenían que poner del lado de los trabajadores. Les estamos respirando en la nuca”, dice Olarte. Luego se lo verá en el cacerolazo marcando el ritmo con una maranga, un sonajero de metal que usan los percusionistas de cumbia.
El sonido va ganando la ciudad a partir de las 18.30. Son tapas de ollas, termos irrompibles, latitas de conserva, fierros, cacerolas, cucharitas. El ruido a lata, estridente, desfila por las calles del centro. Una nena hace chocar dos tapas de olla como si fueran los platillos de una murga uruguaya. Al frente de la marcha –que ocupa dos cuadras y media– va la bandera de ATEN Capital. Uno de sus referentes, Alejandro Castellani, será el encargado de dirigir el homenaje a Teresa Rodríguez y Fuentealba. “Presentes ¡ahora y siempre!”, grita la multitud.
Del cacerolazo no participa Miguel Rodríguez, padre de Teresa. Se volvió a su ciudad, Cutral-Có, a 70 kilómetros de Neuquén, para participar de la marcha en recuerdo de su hija. La bandera más grande avanza por el medio de la columna. “Fuera Sobisch”, se lee en grandes letras negras. Tras el homenaje, los manifestantes regresan a la Gobernación. Los comercios siguen como si nada, en una esquina se ve gente aplaudiendo.
Cada día llegan visitantes de Buenos Aires para apoyar la lucha. Los forasteros se hacen notar porque todos se conocen. Las maestras de los colegios salesianos miran con desconfianza a este cronista y le piden su credencial. Reunidas bajo los árboles de la plaza, muestran con orgullo la bandera del Instituto María Auxiliadora. “Eso no se hace”, es el eslogan. “La frase la eligieron los propios chicos cuando estuvieron trabajando sobre el Proceso”, cuenta Norberto Nedelkoff, maestro de grado y preceptor. “Sobisch es nuestra vergüenza. Estudió en un colegio salesiano, en el Don Bosco. Hizo cuarto año de adultos”, dice Patricia Parada y contagia las risas del resto.
Algunos comienzan a despedirse. Llega el frío de la noche. De eso habla Marcela Holstein, profesora de Letras y compañera de Fuentealba en el Centro Provincial de Educación Media 60 del barrio Las Malvinas. “Yo iba dos autos más atrás. En un momento me extrañó que unos compañeros, corriendo como desaforados, se tiraban sobre el camión hidrante de la policía. ‘Compañero herido’, gritaban. Querían dejar pasar a la ambulancia. Después vi toda la sangre tirada en la ruta. Después nos dijeron que era Carlitos Fuentealba”, relata. “Tenía un discurso muy sobrio, casi parco. Uno de sus proyectos más interesantes era llevar la escuela a los albañiles.” La profesora parece esforzarse por no construir una imagen falsa del caído.
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