Vie 20.04.2007

EL PAíS  › OPINION

Extraños privilegios

› Por Valeria Sobel

Libertad. ¡Qué absurdo! Es el nombre de la calle en la que el 20 de abril de 1976 secuestraron a mi padre. Nunca más nadie lo vio libre (ni encarcelado...) después de esa vez en la calle Libertad. Fue hace poco tiempo que me di cuenta de lo “inapropiado” del nombre. Supongo que bastante más absurdo todavía es considerarme privilegiada por poder pensar que a mi papá seguramente lo mataron pronto, que no tuvo que pasar por largas y horribles horas de tortura o que probablemente no haya formado parte del grupo de los que fueron tirados al río en los vuelos de la muerte. Extraños privilegios, extraños lujos. Tener la suerte de no haber asistido a la violenta escena del secuestro, de que al menos haya una placa con su nombre (junto al de otros abogados desaparecidos) en la plaza de Tribunales. El lugar se presta bastante poco, pero igual se puede inventar alguna ceremonia, se pueden poner flores; es lo que hicimos con mis hijas cuando las llevé a conocer mi país.

Alegrarse por estar entre los que lograron conservar bastantes fotos, fotos de él, fotos cariñosas de él con nosotras, sus hijas. Y además, hace poco alguien bueno y generoso nos hizo llegar unos minutos de un video de la villa de Retiro y nos hizo saber que en la villa se acuerdan de Héctor Sobel. En este video se ve a mi papá, mi papá en colores y en movimiento (todas las fotos que tenemos son en blanco y negro). Muy impresionante verlo “aparecer” tan lindo en la pantalla de mi computadora después de 31 años, ver a mi hija menor mirándolo y diciendo “abuelo Héctor” y escuchar a mis hijas preocuparse por hacer copias, no vaya a ser que “desaparezcan” estas imágenes...

Alegrarse porque mi hermana y yo ya éramos bastante “grandes”, conocimos y disfrutamos a nuestro papá durante once y diez años respectivamente, un gran lujo. Muchos hijos de desaparecidos apenas conocieron a sus padres, por no hablar del drama de las apropiaciones de bebés... Y nosotras tenemos el lujo de tener recuerdos. Recuerdos lindos como cuando nos inventaba nuevas aventuras de los tres mosqueteros con un final que nos gustara, nos leía Mafalda divirtiéndose más que nosotras o nos cantaba “ay Esmeralda, ráscame la espalda”. Como el Citroën Pamperito, la torta de chocolinas que le hice para su cumple, los paseos en bici, la casita rodante, las vacaciones en el sur o en Sierra de la Ventana. Fue allí, descansando en medio de una caminata, donde nos mostró una montaña a la que no podíamos ir de excursión porque estaba permitido que una montaña tuviera dueño y nos explicó que él quería cambiar cosas como ésas.

Otro privilegio: “sólo” secuestraron a mi padre. Pudimos seguir creciendo con al menos uno de nuestros progenitores; en nuestro caso, una mamá fuerte, sólida, sensata y afectuosa que hizo todo lo imaginable para tratar de seguir educándonos lo más “normalmente” posible. Tuvimos también la suerte de que, al menos en casa, se hablara de mi padre y de lo que había pasado; no crecimos creyendo que estaba de viaje y que nos había abandonado o que iba a volver de un momento a otro. Tampoco crecimos creyendo que había hecho algo malo. ¡Qué horror el famoso “por algo será”! Y la Argentina siniestra, obscena, de “los argentinos somos derechos y humanos”, del gauchito del mundial, con las compañeritas de escuela a las que les gustaban los cadetes del liceo militar porque con los uniformes quedaban tan elegantes.

Eso sí, no tenemos la “suerte” por el momento de haber encontrado el cadáver, de saber cuándo y dónde murió nuestro padre, de saber quiénes fueron los asesinos. Tampoco tenemos la “suerte” de poder decirnos que al menos los culpables no andan por ahí paseando tranquilamente. La mayoría de ellos están vivos y en libertad, Libertad como la calle...

De los pocos que sí están están en la cárcel, muchos tienen regímenes especiales y hasta parece que hay quien los considera “presos políticos”. Otra broma negra, esos sí que son extraños, muy extraños privilegios.

Pero sí tenemos la suerte de no tener un día que afrontar, como les pasa a algunos hijos de militares y de otros personajes cómplices (seguramente de esos que defendían el orden y la mano dura), la crudeza de la verdad, al enterarse de que ese señor aparentemente tan respetable que les tocó como papá fue en realidad un torturador, un ladrón, un asesino, un cobarde.

¡Ah! Casi me olvido, como dije antes, mi hermana y yo ya éramos grandes y entonces ya nos habían enseñado a nadar. No ha sido fácil, no es fácil, pero logramos no hundirmos en un mar de lágrimas, en las aguas espesas y fangosas de la desesperanza, del sinsentido, del miedo o del resentimiento. Y no sólo flotamos, no; aunque estos textos tristes y graves puedan hacer pensar lo contrario, a veces, muchas, nos sale ser felices.

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