EL PAíS › UN SIGLO DE HISTORIA POLITICA (1884-1983)
Hoy a las 18.30 Verbitsky presentará en la Feria del Libro Cristo Vence, primer tomo de una historia política de la Iglesia Católica. Lo acompañarán Adolfo Pérez Esquivel, Felipe Pigna y Fortunato Mallimaci. A continuación, el comienzo de un trabajo histórico que aparece en el momento oportuno, cuando la máxima jerarquía se declara perseguida por un gobierno que podría retomar el proceso secularizador interrumpido.
› Por Horacio Verbitsky
En las páginas que siguen no se encontrará ningún juicio de valor sobre el dogma ni el culto. Sólo un análisis del comportamiento de la Iglesia Católica Apostólica Romana como “realidad sociológica de pueblo concreto en un mundo concreto”, según los términos de la propia Conferencia Episcopal Argentina. En cambio su “realidad teológica de misterio” sólo corresponde a los creyentes, que merecen todo mi respeto.
Sin estudiar el papel central de la Iglesia Católica Apostólica Romana es imposible entender la historia de la Argentina moderna y la tragedia que marcó el último tercio de su siglo XX con extremos de crueldad propios de las contiendas de religión. Tal hipótesis es el origen de esta Historia Política de la Iglesia en la Argentina, que también puede leerse como una historia de la Argentina con la Iglesia Católica como hilo conductor.
Cada uno a su manera, víctimas y victimarios de la última dictadura vinculan el método del exterminio clandestino con la Iglesia Católica.
–Sería preferible que dictaran la ley marcial y aplicaran la pena de muerte, pero con oportunidad de defensa ante un tribunal –argumentó el editor periodístico Jacobo Timerman durante un almuerzo con un íntimo colaborador del jefe de la Armada, Emilio Massera.
–Estamos apurados. No tenemos tiempo. En ese caso intervendría el Papa, y contra la presión del Papa sería muy difícil fusilar –le contestó.
–Pero Franco fusiló pese a la oposición del Papa –insistió el editor.
–Nosotros no estamos en condiciones –replicó el marino.
El general Ramón Genaro Díaz Bessone, comandante y teorizador de la llamada guerra contrarrevolucionaria, también explicó la adopción del método de la desaparición forzada de personas por el temor a la reacción del Vaticano:
–Mire el lío que el Papa le armó a Franco cuando fusiló tres nomás. Usted no puede fusilar 7000 personas –le confesó a la periodista francesa Marie-Monique Robin.
Cuando entrevisté al oficial naval Adolfo Scilingo dijo que el método atroz de arrojar personas vivas al mar había sido consultado con la jerarquía eclesiástica, que lo aprobó por considerarlo “una forma cristiana y poco violenta” de muerte. Al regreso de cada misión, los capellanes calmaban el escrúpulo de los participantes con parábolas bíblicas sobre la separación de la cizaña del trigo, pasando por alto que en la teología católica ésa no es una tarea de los hombres en el mundo sino de Dios el día del Juicio.
En la década de 1930 Francisco Franco contó con el apoyo del Episcopado español y de los papas Pío XI y Pío XII. Pero aquélla fue una verdadera guerra civil, en la que también los rojos colocaban frente al pelotón de fusilamiento a los nacionalistas, entre ellos centenares de sacerdotes. Como escribió el católico desencantado Georges Bernanos, en España se fusiló como quien talaba árboles.
En realidad tanto el interlocutor naval de Timerman como Díaz Bessone aludían al declinante Franco de 1975, que hasta el último día sostuvo su poder en el garrote vil pese al repudio universal, incluido el de Pablo VI. A eso se refería también el jefe de Operaciones Navales de la Armada al informar a Scilingo y al resto de sus oficiales que la jerarquía argentina recomendaba un método menos estrepitoso, la desaparición entre noche y niebla de los opositores, armados o no. Este sigilo no hubiera sido necesario en una guerra, que enfrenta a dos bandos armados de alguna equivalencia. Pero sí para ejecutar con medios criminales una operación de reingeniería social que abarcó mucho más que las organizaciones partisanas. La mitad de los detenidos-desaparecidos eran obreros o empleados y la dictadura envió comandos a Venezuela para secuestrar o asesinar a dirigentes gremiales empresarios.
Ese método del secuestro, la tortura y la eliminación clandestina en el nombre de Dios no fue transmitido a los militares argentinos por los veteranos ni por la literatura de la Falange española, que fue una de las múltiples influencias en el peronismo, sino por miembros militares y eclesiásticos de la poco conocida organización integrista francesa Cité Catholique. Cuando se produjo el golpe en Buenos Aires ya habían pasado cuarenta años del alzamiento franquista, sus antiguos partidarios ni querían recordarlo y la España contemporánea era exaltada como modelo tecnocrático de desarrollo, bendecido por el Opus Dei. En cambio estaba fresca la guerra de Argelia y su secuela de terrorismo paramilitar en París.
Varios de los principales cuadros de Cité Catholique fueron los responsables de la inteligencia del Ejército colonial francés y de sus despiadados métodos. Luego de la independencia de Argelia y del desmantelamiento de la OAS varios de ellos se refugiaron en la Argentina bajo la protección del presidente de la Conferencia Episcopal, vicario general castrense y cardenal primado de la Argentina, Antonio Caggiano, la figura central de la Iglesia argentina en el siglo XX.
En 1961 la Argentina fue el primer país después de Francia en el que se publicó el libro ideológico fundamental del grupo, “El marxismo-leninismo”, de Jean Ousset, que incluye una recopilación de encíclicas papales condenatorias del comunismo y una doctrina de la guerra contrarrevolucionaria. Su traductor fue el coronel Juan Francisco Guevara, que era el jefe de la Inteligencia del Ejército, y su prologuista el cardenal Caggiano. Para el líder de Cité Catholique enemigo es todo aquel que procure subvertir el orden cristiano, la ley natural o el plan del Creador, lo cual explica el amplio espectro de organizaciones y personas que cayeron bajo la atención de sus discípulos. Como dice Caggiano en el prólogo, hay que prepararse para una “lucha a muerte” que califica de “eminentemente ideológica” contra enemigos que todavía “no han presionado las armas”. Esta frase es otra constatación rotunda de los alcances del plan de masacre, elaborado antes de que surgiera la primera organización guerrillera.
El sucesor de Caggiano en el arzobispado de Buenos Aires pasaba los fines de semana en la casa de recreo El Silencio, donde también festejaban el fin de curso sus seminaristas. En 1979 la Armada escondió allí a medio centenar de detenidos-desaparecidos para que no los encontrara la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Es el único caso conocido de un campo de concentración que funcionara en una propiedad eclesiástica.
¿Por qué la Iglesia Católica actuó de ese modo si en la Argentina nunca hubo un atentado de la guerrilla contra personas o lugares eclesiásticos que, en cambio, fueron blanco predilecto de la represión militar?
Para entenderlo es preciso alejarse en el tiempo y en el espacio porque la Iglesia Católica es una institución bimilenaria, universal y compleja.
Pero antes de llegar a la conclusión aparecen nuevas preguntas:
¿Por qué las demás dictaduras de la seguridad nacional carecieron del componente dogmático que impregnó al gobierno de facto argentino entre 1976 y 1983?
¿Cuál es el motivo por el que sólo aquí un grupo marginal como Cité Catholique cobró tal influencia sobre eclesiásticos y militares?
¿Qué razón hubo para que en Chile, Uruguay y Brasil la Iglesia fuera refugio de los perseguidos y no su azote como en la Argentina?
¿Cómo se entiende que ese Episcopado que santificó un poder ilegítimo y brutal tuviera más bajas en su jerarquía que los del resto del continente? ¿A qué se debe que un Pontífice como Pablo VI, que rechazó los intentos de cooptación del chileno Pinochet, sucumbiera sin resistencia a la seducción de los argentinos Videla y Massera?
Cuando llevaba más de mil quinientas páginas escritas en procura de las respuestas, regresé al más sensato propósito inicial de contar la historia de El Silencio. La parte sumergida de ese iceberg era una masa imponente de documentos, entrevistas y bibliografía. Constituía el involuntario esbozo de una historia política de la Iglesia Católica en la Argentina a lo largo de un siglo: desde que el general-presidente Julio A. Roca expulsó al delegado apostólico Luis Matera en 1884 hasta que el liberal-radical laicista Raúl Alfonsín recibió el gobierno en 1983, como consecuencia del derrumbe de la dictadura sangrienta cuya praxis resulta inexplicable sin conocer aquel siglo de historia eclesiástica. El texto se abre con una imprescindible reseña de los cambios producidos en el mundo en el siglo previo, a partir de la Revolución Francesa.
En este ciclo de crisis, renacimiento, apogeo y declinación, la Iglesia fue el soporte espiritual de la clase dominante, a la que Walsh atribuyó una inclinación temperamental al asesinato. La forzada identidad entre la Nación Argentina y la dogmática católica y la investidura de sus militares y obispos con la autoridad de vigilar y castigar cualquier apartamiento de la única verdad admisible están en la base de lo sucedido.
La secularización de la sociedad argentina emprendida por una burguesía liberal que importó su modelo económico de Londres y su modelo cultural de París fue incompleta. Las leyes de enseñanza laica y del registro civil de nacimientos, matrimonios y sepelios redujeron la influencia eclesiástica. Pero, a diferencia de los países vecinos, el impulso reformista no alcanzó para separar al Estado de la Iglesia, pese a que en la Argentina ofreció menor resistencia que en Chile. Allí la oposición católica llegó a exhumar sus muertos de los cementerios para emparedarlos en las iglesias, por temor a la promiscuidad con los cadáveres de excomulgados, y el arzobispo de Santiago decretó la execración de los cementerios secularizados.
La Constitución brasileña aseguró en 1891 que ningún culto o iglesia gozaría de subvención oficial, ni tendría relaciones de dependencia o alianza con el gobierno. Todas las confesiones se ejercerían con libertad en forma pública. También dispuso que la enseñanza sería laica, los cementerios seculares y el matrimonio civil.
El divorcio por mutuo consentimiento fue ley uruguaya en 1907 y por la sola voluntad de la mujer en 1913. La separación de la Iglesia Católica y el Estado fue incluida en la Constitución oriental en 1919.
La Iglesia y el Estado chileno fueron separados por la Constitución de 1925. Sólo la Argentina, Bolivia y Paraguay cruzaron el siglo XX sin aligerar ese lastre.
Ni hablar de la radical Constitución mexicana de 1917 y su legislación complementaria de 1924, que prohibió las escuelas religiosas, confinó los actos de culto al interior de los templos, transfirió al Estado todas las propiedades eclesiásticas, proscribió cualquier actividad o pronunciamiento político de sacerdotes y publicaciones religiosas, expulsó a prelados extranjeros e impuso a los nativos penas de prisión efectiva por criticar al gobierno y sus leyes o mostrarse con sus hábitos fuera de las iglesias.
En plena guerra civil estadounidense Pío IX reconoció al gobierno confederado sudista y a Jefferson Davis como su presidente. Una de las figuras centrales del Episcopado estadounidense consideró atroz la emancipación de los esclavos porque condenaría a la ruina económica a los estados del sur y a la ruina moral a sus presuntos beneficiarios, que no estaban preparados para la libertad. Abraham Lincoln fue asesinado el Viernes Santo de 1865. Uno de los acusados se refugió en Canadá con ayuda de un sacerdote, de allí llegó a Roma con protección eclesiástica y obtuvo un lugar en el regimiento papal que resistía la unidad italiana. En Estados Unidos las clases burguesas eran protestantes, leían la Biblia y oraban en inglés y la Iglesia Católica quedó asociada con los inmigrantes pobres, italianos e irlandeses. Todas las iglesias eran libres y el principio de separación del Estado y la religión era tan sagrado que recién en 1983 el gobierno de Estados Unidos designó un embajador en el Vaticano.
La derrota de los confederados en la guerra civil estadounidense terminó con la economía de plantación, sentó las bases para el desarrollo industrial y la democracia plena. El ordenamiento social argentino en cambio fue equivalente a una victoria del sur en la guerra civil norteamericana. La clase que había organizado la Nación Argentina y aprovechado los términos favorables del intercambio para integrar la producción pampeana al mercado mundial no contó con un partido político que defendiera sus intereses dentro de la competencia electoral, ni supo articular un discurso coherente de respuesta a los grandes movimientos de masas del siglo XX que por derecha e izquierda jaquearon al liberalismo en su cuna europea.
Aunque luego degeneró en una burocracia reelectiva, México llevó a cabo una revolución popular. Brasil, Chile y Uruguay tuvieron gobiernos burgueses basados en partidos relativamente poderosos, aquellos que cortaron el cordón umbilical según la consigna de Montalembert y Cavour: “La Iglesia libre en el Estado libre”.
A diferencia del estadounidense, el brasileño, el chileno o el uruguayo, el liberalismo argentino nunca comulgó con la democracia.
La burguesía modernizante no tenía respuesta para el desafío anarquista, socialista y sindicalista que se manifestó durante la primera década del siglo XX en Buenos Aires. La revolución bolchevique fallida de 1905 y la triunfal de 1917, le dieron una sensación de urgencia que la llevó a cerrar la brecha abierta con la Iglesia por las reformas secularizadoras, que se detuvieron por décadas.
Juntos enfrentaron los nuevos desafíos, según el libreto inmutable del orden jerárquico y la obediencia aportado por el socio eclesiástico. La burguesía no supo cómo ganar elecciones, la Iglesia despreciaba la soberanía popular que se oponía a la divina. Ambos se propusieron cortar el nudo político que no sabían cómo desatar. En el adoctrinamiento del Partido Militar que debía empuñar la espada para dar el tajo cumplieron un papel central los vicarios y capellanes castrenses, una institución que la ley eliminó en el Uruguay en 1911, al establecer que el Ejército no concurriría a ceremonias religiosas ni habría saludos de la bandera a personas o símbolos religiosos porque implicaban violentar las conciencias.
En 1925 Pío XI formuló la solemne proclamación de Cristo Rey. Su Encíclica Quas Primas añora la Edad Media y a Gregorio VII, el Papa del siglo XI que señaló su poder haciendo aguardar tres días en penitencia al emperador Enrique IV sobre la nieve y el hielo de Canosa, al pie de los Apeninos. A las fuerzas subversivas del orden clerical (el protestantismo, la masonería, el liberalismo, el socialismo, el comunismo), debían oponerse los principios de jerarquía y disciplina que habían regido la Cristiandad medieval, esa edad dorada en que los Vicarios de Cristo Rey eran los gobernantes supremos de una sociedad internacional de carácter total (que en realidad se ceñía a poco más que Europa). Según la definición de Pío XI la fe no debía recluirse en los templos o los hogares, sino salir a las calles. Sobre todo debía regir la conducta de los gobernantes, sometidos a la “realeza social de Cristo”, es decir el reino de su Iglesia sobre la sociedad.
El corpus ideológico integrista se afirmó a partir del largo reinado de Pío XI y no excluyó extremos estrambóticos como la cruzada del cardenal Louis-François-Desiré Edouard Pie para recuperar el Sagrado Prepucio de Cristo, la única parte de su cuerpo que no ascendió a los cielos. El integrismo guió la acción de la Iglesia en la Argentina durante buena parte del siglo XX, mucho más allá de su vigencia en Europa. Frente a él las corrientes católicas democráticas y liberales, inspiradas por el filósofo francés Jacques Maritain, nunca pasaron de ser una activa pero reducida minoría. El integrismo se sostenía en una mezcla inestable de conservadurismo tomista y doctrina social. Sólo variaría en cada momento la proporción de sus ingredientes. Trasladada al campo político, esa fórmula será el sustento de una de las vertientes principales del autoritarismo, con su predilección por el corporativismo y el nacionalismo, su aversión a la democracia, sus mitos sobre la armonía social, su rechazo de una sociedad pluralista, su antisemitismo y su espíritu de cruzada, que marcaron a la sociedad que los padeció. Apenas durante la década peronista el reformismo social tomaría la delantera sobre el autoritarismo político, que tampoco entonces faltó.
A mediados del siglo XIX Donoso Cortés había vaticinado en España que la Iglesia y las Fuerzas Armadas serían el único sostén de lo que llamaba civilización en lucha contra la barbarie, que identificaba con el comunismo y el socialismo. En el laboratorio argentino del siglo siguiente esa predicción se amplió hasta incluir al liberalismo y a la mera democracia representativa.
Cuando estaban por cumplirse treinta años del golpe de 1976 las intensas emociones que recorrían todos los estratos de la sociedad me desviaron por segunda vez de la secuencia cronológica. Así surgió “Doble juego. La Argentina católica y militar”, un libro que trata de la conducta del Episcopado durante aquel gobierno de facto.
Ya publicadas esas investigaciones, el plan es recorrer un siglo de la historia política de la Iglesia Católica en la Argentina con el deseo de identificar en cada momento aquellas tendencias a veces visibles y otras subterráneas que alcanzarían su máxima siniestra expansión durante la última dictadura.
Este primer volumen cubre desde la expansión del liberalismo laicista hasta el derrocamiento de Juan D. Perón por un golpe militar cuyos tanques y aviones lucían una cruz dentro de una letra V, que significaban Cristo Vence. Las actas de las reuniones episcopales manuscritas durante los años del peronismo por el obispo Antonio Plaza, la correspondencia de Caggiano y el arzobispo cordobés Lafitte, las hojas resecas por el fuego del incendio de 1955 que se deshacen al tocarlas, permiten atisbar en la penumbra de los salones las disputas entre los hombres, sus posiciones encontradas, que a menudo se dirimen por el humano método de la votación universal, obligatoria y secreta. No deja de ser una ironía, ya que ése era el nudo del conflicto con el peronismo, cuya legitimidad plebeya competía con la de origen divino que se arrogaba el Episcopado. La comunidad organizada de la Iglesia era una pirámide con Cristo en el vértice. Pero las dos personas de la pareja presidencial amenazaban con subrogar a las tres de la Santísima Trinidad. Paralela a esa tensión se desarrollaba la disputa de clases por el ingreso, cuando la rentabilidad del capital descendió a la mitad. El Episcopado volvió a alinearse entonces con los sectores tradicionales.
El conflicto de Perón con la Iglesia tiene especial interés en el momento de la aparición de este volumen, dada la actitud de confrontación del presidente del Episcopado actual, cardenal Jorge Bergoglio, con el gobierno del presidente Néstor Kirchner. Hace medio siglo el contraste entre la modernidad peronista y el arcaísmo eclesiástico escaló en el peor momento y de la peor manera. Entonces, la hostilidad fue iniciada por un gobierno en crisis política, económica e individual que perdió el control de las fuerzas que había desencadenado; ahora, por un líder eclesiástico que se debate contra su propia historia y sobreactúa la polarización con un gobierno que no agrede a la Iglesia pero que tampoco le brinda el trato reverencial al que se considera acreedora. Las diferencias entre uno y otro caso son tantas como las plagas de Egipto narradas en el Exodo y no es preciso explicitarlas aquí.
Los volúmenes siguientes tratarán las tres décadas que culminan con la caída del gobierno militar en 1983 y que comprenden el surgimiento del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo que tensionó a la Iglesia más que cualquier otro fenómeno surgido de sus filas, antes y después.
La intención es ofrecer un eje interpretativo sobre asuntos principales de nuestra historia, como el autoritarismo, las constantes intervenciones militares y la violencia. Esto no implica ignorar los aportes a estos males de la vertiente denominada liberal, que merecería un esfuerzo equivalente de investigación. Los hechos siempre tienen múltiples causas y cada autor privilegia algunas aunque no desdeñe el resto. Pero es llamativo que la línea que aquí se desarrolla haya sido tan subestimada. Existen valiosas indagaciones sobre diversos episodios y períodos en los que la Iglesia tuvo incidencia política y otras apologéticas o centradas sólo en la propia institución eclesiástica, pero ninguna que analice en esa clave la historia argentina moderna.
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