EL PAíS › OPINION
› Por Juan Cruz Esquivel *
La renuncia de Antonio Baseotto como obispo castrense por haber cumplido 75 años reactualiza la discusión sobre si es necesaria una estructura eclesiástica para la atención espiritual de las Fuerzas Armadas y de Seguridad.
Los fundamentos del auxilio religioso a los militares en el mundo estuvieron emparentados con la transmisión de valores para asistirlos y acompañarlos principalmente en tiempos de conflicto y de situaciones extremas, según se afirma en el documento papal Spiritualis Militaris Curae de 1986. En Argentina, sobrados testimonios y procedimientos han demostrado que la labor del clero castrense coadyuvó a la desestabilización del orden constitucional y a legitimación del terrorismo de Estado, por encima de su misión específica. La imbricada relación entre determinados sectores de la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas ha reforzado el rol protagónico desempeñado por los responsables de las estructuras castrenses en momentos de quiebre del régimen democrático.
Otro elemento que da cuenta de la especificidad del obispado castrense en nuestro país se refleja en el Acuerdo entre el Estado Argentino y la Santa Sede de 1957 y el intercambio de cartas reversales de 1992. Por medio de éstos, la jurisdicción religiosa militar se inserta dentro del organigrama estatal. Tal situación se traduce en una doble dependencia: en el orden eclesiástico, el obispo castrense encuentra su máxima autoridad en el Sumo Pontífice; en el orden administrativo, por corresponderle el rango de subsecretario de Estado, depende del presidente de la Nación. Según el artículo 4º del Acuerdo de 1957, su nombramiento depende del Vaticano, pero requiere el previo acuerdo del gobierno nacional. Asimismo, las capellanías mayores de las Fuerzas Armadas responden administrativa y financieramente al Ministerio de Defensa y las capellanías mayores de las Fuerzas de Seguridad están enroladas en el Ministerio del Interior. Esta serie de particularidades en nada contribuye a la debida autonomía recíproca entre el Estado y la Iglesia Católica.
Además, históricamente los miembros del clero castrense en Argentina han estado asimilados al régimen militar. Actualmente y a pesar de ser un tema en discusión, algunos capellanes conservan grado y uniforme militar.
Por último, la redacción de los acuerdos con el Vaticano contempla la asistencia espiritual del catolicismo a todos los integrantes de las Fuerzas Armadas, como si se tratara de un cuerpo uniforme en términos de religiosidad. De esta forma, se han visto obligados directa o indirectamente a asistir a ceremonias de un culto que no profesan ni comulgan. En consonancia con estas disposiciones, no sorprende el perfil de subtenientes que promueve el Colegio Militar de la Nación. En su página institucional, se enumera como cualidad de la vocación militar “la identificación con los valores y principios cristianos”. Cabría preguntarse, entonces, si se contempla el ingreso de aspirantes con valores judíos, islámicos o simplemente cívicos. Detrás de estas situaciones llamativas, se manifiesta una cosmovisión que equipara la identidad católica con la identidad nacional.
Por el conjunto de singularidades apuntadas, no todas vigentes en los obispados castrenses de otras latitudes, se torna imprescindible replantear la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y de Seguridad, según los tiempos actuales de nuestra sociedad y de las realidades políticas y religiosas.
Dentro de la propia Iglesia Católica, muchos prelados, en forma reservada, aceptan la reformulación de la asistencia religiosa a los hombres de armas. Consideran que los organismos pastorales diocesanos podrían llevar adelante tal servicio. De esa manera, se evitarían los conflictos que devienen de la superposición de competencias entre las jurisdicciones locales y el obispado castrense de carácter nacional.
En otro orden, el proceso actual de reestructuración de las Fuerzas Armadas tiene, como uno de los ejes principales, la inserción social: se procura que los militares estudien en colegios y universidades públicas, reciban civiles en sus propios institutos de formación, vivan en barrios no militares y abran los barrios militares a la participación de los vecinos en actividades sociales y culturales.
En ese sentido, no existe ningún impedimento para que los integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que profesan una determinada religión concurran a una parroquia o un templo fuera del ámbito castrense, junto con los demás fieles, como en muchas ocasiones lo hacen. De este modo, estaríamos frente a una estrategia acertada, en el intento de integrar a dichas fuerzas con la sociedad argentina y de desestimular la conformación de ghettos o cuerpos especiales dentro de una misma sociedad.
Los argumentos aquí expuestos son más que suficientes para sostener la disolución del obispado castrense. Lejos de atentar contra la libertad religiosa, esta decisión garantizaría plenamente ese derecho, al respetar la independencia de los hombres de armas para decidir sobre sus convicciones religiosas y las prácticas de las mismas.
* Doctor en Sociología. Profesor en la UBA e investigador del Conicet.
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