Jue 21.06.2007

EL PAíS  › OPINION

Tarifas e inversiones

› Por Alfredo Zaiat

Las inversiones de conglomerados privados que pasaron a controlar servicios públicos esenciales durante la década del noventa se realizaron en gran parte con endeudamiento externo. Las elevadas tarifas dolarizadas ofrecieron utilidades extraordinarias en comparación a las contabilizadas por compañías similares con base en países centrales, origen de la casa matriz de las operadoras de las privatizadas. El precio del servicio no era una señal para invertir, pues poco y nada reinvirtieron de esas ganancias, dinero que fue remitido al exterior como dividendos a su empresa madre. Se puede sostener que tarifas altas incentivaron el endeudamiento destinado a inversiones, pero la experiencia de ese proceso enseñó que se trata de una vía destructiva. Para los acreedores, porque tuvieron que registrar un quebranto por el default y posterior quita de ese pasivo. Para las empresas, porque debilitó su cuadro de resultado y su solidez patrimonial. Para los usuarios, porque para convencer a los bancos de que sigan prestando las empresas presionaron al poder regulador para aumentar tarifas. El ajuste al alza del precio de los servicios públicos es el reclamo de la ortodoxia (Broda, Fiel y el resto de los economistas de la city) y de los no tan ortodoxos (Lavagna) como señal de certidumbre para las privatizadas y, por lo tanto, para motivarlas a invertir. Es un argumento que pierde sustento si se estudia el comportamiento histórico de las privatizadas. No sería ahora muy diferente de lo que ha sido porque no se ha modificado la lógica del modelo de administración de los servicios públicos en manos de grupos privados. Los balances de esas compañías que cotizan en la Bolsa de Comercio revelan utilidades operativas crecientes año tras año desde la salida de la crisis. ¿Cuánto tendrían que subir las tarifas para financiar las millonarias inversiones necesarias para expandir, por caso, la red eléctrica y gasífera? ¿Cuál es la rentabilidad que deberían registrar las compañías que manejan un servicio público?

Responder esos interrogantes brindaría más racionalidad a un debate imprescindible sobre cuál debería ser el nivel de las tarifas. Sostener simplemente que “son baratas” en comparación a otros países de la región es una mirada mediocre para un tema complejo. Puede ser que haya que subirlas para los sectores de medios y altos ingresos con un criterio de mejorar la matriz de distribución, pero sería engañoso pensar que así habrá más inversiones. Incluso habría que discutir si ese alza debería ir directo al renglón de rentabilidad de la compañía, o constituir un fondo de subsidios o uno para un pequeño aporte al financiamiento de la expansión del servicio. Sin vocación de inversión a riesgo, cualidad del sistema capitalista que no abunda entre las privatizadas, plantear como solución y prioridad el tema tarifa resulta, simplemente, vestir el traje de lobbista de esas compañías.

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