El Tribunal Superior porteño garantizará que tres presos sin condena que lo reclamaron puedan votar el domingo. El tribunal les reconoció ese derecho del que están privados decenas de miles de presos en similares condiciones.
› Por Mario Wainfeld
El juez Julio Maier tendrá trabajo extra el domingo. Se encargará de garantizar que tres presos sin condena, que lo reclamaron, puedan votar. El Tribunal Superior de la Ciudad Autónoma, que él integra, reconoció ese derecho, ya establecido por una sentencia de la Corte Suprema pero sustraído de hecho. Maier deberá caminar mucho, visitar tres mesas electorales, ir a las cárceles, disponer un cuarto oscuro, volver y depositar los sufragios en las urnas. Lo hará, seguramente, con gusto. Pero será un gusto a cuenta: decenas de miles de presos sin condena están mutilados en sus derechos cívicos, contra lo que determinan las normas vigentes, la jurisprudencia de la Corte y las convenciones internacionales de derechos humanos.
Los detenidos que reivindicaron su derecho se llaman Horacio Rojo, Gustavo Enrique Rey y Luis Carlos Sanagua. Los representó el defensor general, Mario Jaime Kestelboim.
Los fundamentos del planteo son tan sencillos como irrefutables: se trata de presos con prisión preventiva, no con condena firme. Desde la primera mitad del siglo pasado el voto es un derecho-deber universal en la Argentina. Esa condición se birla cuando se borra del padrón a los detenidos sin condena o cuando se obstruye su derecho con trabas burocráticas. Se trata de un castigo no previsto, una pena no escrita pues esa detención no conlleva inhabilitación para ejercitar los derechos ciudadanos.
La prisión preventiva, decidió el Tribunal de forma unánime en sus decisiones fechadas esta misma semana, “no tiene por finalidad privar de derechos electorales a nadie (...) no debe desviarse de su finalidad específica y producir una lesión a un derecho establecido constitucionalmente (el de sufragar)”.
Una larga historia
La supresión de derechos de los presos sin condena se inscribe en una larga cadena de discriminaciones violatorias de un principio básico, que es el de la presunción de inocencia.
El tema fue objeto de numerosos reclamos judiciales. El más rotundo fue el amparo deducido por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), caratulado “Mignone, Emilio”. En el año 2002 lo resolvió la Corte declarando la inconstitucionalidad del artículo 3º del Código Electoral Nacional que regía entonces y dejaba fuera del padrón a los detenidos, cualquiera fuera su situación procesal. Previendo una conducta remisa de las autoridades, la Corte agregó un precepto fundamental. Estipuló que “reconocer un derecho pero negarle un remedio apropiado equivale a desconocerlo”. Y urgió a los poderes Legislativo y Ejecutivo para que en el plazo de seis meses dispusieran las medidas necesarias para que los presos puedan efectivamente votar, cuando llegara el momento, en sus lugares de detención.
Como consecuencia de esa sentencia, el Código Electoral Nacional fue modificado. Pero, manes del federalismo, ese Código no rige en la Capital, que tiene su propia legislación, contraria a la nacional. El Tribunal Superior, entonces, declaró aplicable la doctrina de la Corte e inconstitucional la norma local que impedía votar a los tres procesados en prisión.
¿Por qué no todos?
En verdad, dado que se trata de un derecho universal, es una relativa injusticia “conceder” el derecho sólo a quienes lo reclamaron (Rojo en un expediente, Rey y Sanagua en otro). Debería extenderse a todos los que compartan su condición, así lo pidió el defensor Kestelboim. De momento, el Tribunal no hizo lugar. Su razón fue puramente operativa: implementar la sentencia es muy trabajoso, lo que hace impracticable extenderlo a otros casos.
Por lo general, las autoridades carcelarias retienen los DNI de los presos y se niegan a trasladarlos a las mesas por razones de seguridad.
Para que Rey, Rojo y Sanagua pudieran votar, el juez Maier (designado al efecto por el tribunal) debió munirse de esos documentos. Ahora los llevará a cada mesa, se hará entregar un sobre firmado por las autoridades de mesa y un juego de boletas electorales de cada partido. Irá con ese material a la cárcel, los ciudadanos serán llevados a un cuarto oscuro preparado ad hoc. Elegirán su boleta, la ensobrarán. Todo ese periplo exige un frondoso papelerío previo de cuyos detalles dispensamos al lector. Su señoría cerrará el sobre y lo trasladará de nuevo a la mesa correspondiente. Las autoridades lo colocarán dentro de la urna pertinente.
Si el relato resultó fatigante no lo atribuya (solamente) a la prosa de este cronista.
La complejidad incentiva la mala voluntad de las autoridades penitenciarias (de por sí proclives a estigmatizar a los detenidos) a dificultar el cumplimiento de la ley. Mil escollos fácticos oponen las autoridades carcelarias, el Servicio Penitenciario Federal en especial. Es conspicuo que los cuadros de esas instituciones no relucen por su afán republicano.
En la Capital, la cuestión podría resolverse, de cara a los comicios de fin de octubre, con un poco de buena voluntad. Hay dos establecimientos carcelarios con procesados, la Unidad 2 de Devoto y la cárcel de contraventores. Previendo esa perspectiva, el Tribunal Superior completó los dos fallos ya reseñados con la Acordada Electoral 6/2007 que puede aplicarse en el futuro cercano a cualquier otro caso y que es la que detalló el itinerario que deberá fatigar pasado mañana el juez Maier.
A nivel nacional, la cosa es mucho más compleja por la cantidad de establecimientos y de presos sin condena.
No hablamos de un problema menor, ni en su implicancia legal ni en el número de afectados, difícil de precisar porque las estadísticas oficiales no suelen abundar. Las disponibles datan de fin de 2005: sobre 63.300 presos, el 63 por ciento (algo más de 40 mil) son procesados. En la provincia de Buenos Aires el porcentaje de encarcelados sin condena es bastante mayor. Las reformas penales “mano dura” de los últimos años, entre ellas las promovidas por Juan Carlos Blumberg, hicieron crecer exponencialmente esas cifras, frente a las cuales las decisiones que acabamos de mencionar funcionan como una lucecita en medio de la oscuridad.
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