EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
La diferencia sacada por Menem hace pensar en una consolidación muy fuerte del aire renovado que, al menos electoralmente, siente la derecha.
Por un lado, podrá ser interesante diseccionar cuánto de este voto corresponde a lo que se denomina “por la positiva” (creer en el candidato o en sus propuestas) y cuánto al instrumento “descarte” o, sin más ni más, “castigo-anti” (en este caso, anti K). Pero es casi seguro que eso servirá no para descubrir sino para ratificar impresiones o certezas. La principal, por supuesto, es que una porción asaz significativa de los votos de Telerman fue a parar a Menem desde una zona que, en el orden que se quiera, nuclea gorilismo clásico, disconformismo más o menos acentuado con el gobierno nacional y, simplemente, probar con éste a ver qué pasa. “Este” (sí, y “ésta”, también, que tuvo una significación no medida por las encuestas y tal vez no decisiva, pero en cualquier caso muy alta) es el empresario imaginado como exitoso; el tipo visto como clave en un ciclo de éxitos futbolísticos inigualables del equipo más popular del país; el hombre cuyo pasado no interesa porque sus negocios con el Estado no son considerados como “política” ni cosa pública alguna y el que, si roba como todos, tal vez haga. Uno ha llegado a escuchar que “como tiene guita no necesita afanar, ¿no?”
La dimensión de la victoria menemista debe ser contemplada a la luz de que el voto de derecha giró, históricamente y con matices que bajaron o subieron el porcentaje poco o mucho, según los humores temporales, en derredor de un tercio del electorado porteño. Pero nunca jamás por encima de la mitad. Los resultados de ayer señalan que ese piso flotante creció sensiblemente, aun cuando desee observarse que la concurrencia a las urnas volvió a ser la más baja de la historia (elemento numérico que, para completar su obra maestra de lo bizarro, será mostrado por algunas tribus como representativo del rechazo a la política sistémica). Si se lo quiere ver desde otro lugar que viene a ser más o menos el mismo, pero quitando cuanto de entusiasmo pudo haber en el voto a Menem, lo que cayó en forma abrupta fue el grado de rechazo explícito a una opción de derecha. Y vaya que no es un dato menor: el convencimiento de que eso no sucedería fue lo que llevó al kirchnerismo a jugar la carta de una opción absolutamente propia, sumando el concurso por afuera de figuras como Heller e Ibarra, en lugar de apostar por un “independiente” cercano pero díscolo, como Telerman, que hasta marzo nomás encabezaba la intención de voto, con cierta holgura, en cualquier escenario de ballottage. ¿Esto significa necesariamente que el oficialismo se equivocó? Depende. Con una lógica numérica estricta, la respuesta es afirmativa porque se perdió nada menos que en Buenos Aires. Si, en cambio, se lo aprecia desde un razonamiento más ideológico y prospectivo, capaz de tener en cuenta que arrancaron bastante o muy abajo; que los votantes porteños se caracterizan especialmente por sus niveles de histeria y complejidad; que el Gobierno ya va por su cuarta temporada, y que el rival no sólo era fuerte sino que se vio beneficiado por circunstancias tales como Boca y los problemas con el gas, podría decirse que la elección de Filmus no estuvo mal y más aún si se la estima con la cuenta de haber afirmado el tener con qué.
Eso sí: lo primero, lo sólo numérico, el hecho de que la ciudad cambia de manos, es seguro. Y lo segundo está por verse. Hoy por hoy, la marcha de la economía continúa sin presentar perspectivas de problemas graves, aunque la energética es una tormenta al parecer mucho más seria que lo calculado en los despachos oficiales. Y la oposición no llega a octubre con algún candidato de fuste. En las provincias importantes pasa otro tanto, porque ni la afirmación delasotista hacia derecha ni el éxito tal vez contundente de Binner hacia izquierda expresan manifestaciones de cambio profundo, ni mucho menos, respecto del oficialismo de Casa Rosada. Pero el timón de las mieles económicas afronta nubarrones como la inflación y la “inseguridad” recurrente (por realidad y por estimulación mediática), y el kirchnerismo muestra torpezas que hasta hace un tiempo pasaban desapercibidas. Si eso se profundiza, el triunfo menemista de ayer podría adquirir otra longitud desde el asentamiento del nuevo jefe de Gobierno porteño como figura opositora excluyente. En otras palabras, lo que ahora todavía se juzga lejano por la ausencia de estructura nacional de Menem podría acercarse peligrosamente (inclusive, por el hecho de un acostumbramiento popular a que la solidez de la economía está a salvo de sus administradores políticos).
En la Capital, es previsible que asumido Menem, e incluso antes, se respire un clima denso. Porque el voto Filmus-Heller, más allá de las porciones de convicción encendida o moderada que haya tenido, enuncia un sentimiento o convencimiento ideológico profundamente antiderechista y se asienta en los sectores más dinámicos de la comunidad porteña (“cultura”, arte, referentes periodísticos, intelectuales, grupos de militancia social más chicos o más grandes). Los renacidos significantes menemistas, como los acordes musicales yanqui-republicanos que se escuchaban anoche en el búnker del Pro, van a generar un aire de confrontación pronunciado. Puede vérselo como una reaparición del apasionamiento-anti, en alguna medida excitante. Habrá que ver si se lo aprovecha para construir o si se queda en folklore contestatario.
Se verá también qué puede hacer Menem sin policía propia, en la seguridad de que un grueso de sus votantes “desideologizados” lo apoyó a la búsqueda de mano dura, rápido, e importando los costos entre poco y nada. Y además de eso pero no solamente por eso, debe resaltarse que el ganador de ayer no es un partido, ni una estructura, ni un colectivo de militancia, ni una experiencia de gestión pública. Es la figurita fácil.
Y es cierto que desde una visión de izquierda clásica (clásica en su necesidad de relectura sin perder convicciones; no por su anquilosamiento) puede apuntarse que nada demasiado sustantivo cambió ayer en Buenos Aires, en cuanto a la alteración sustantiva de la distribución de la riqueza. Ni ayer ni de cara a octubre. Sin embargo, aun considerando el horizonte de lo “igual o más o menos igual” en el andamiaje económico, no debería obviarse que el ambiente de un Estado algo regulador de los desequilibrios sociales, respetuoso de las libertades civiles, avanzado frente los derechos de las minorías, de la mujer, de una salud pública y una educación con carácter de públicos y no de gerentes de caja, sufrió un retroceso. Un fuerte retroceso.
Ganó Menem. Que se haga cargo por sus errores el progresismo sólo declamado. Y que se hagan cargo los que lo votaron, como en el ’95.
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