EL PAíS › UN LIBRO QUE CUENTA HISTORIAS DE LOS PRESOS POLITICOS DESDE 1972 A 1989
La investigación de Garaño y Pertot, editada por Biblos, recorre el camino de los presos y presas de las cárceles de la dictadura. Desde la masacre de Trelew hasta la liberación del último de los detenidos. La militancia, el régimen penitenciario y la resistencia.
› Por Santiago Garaño y Werner Pertot
Algo era distinto: el gendarme que le abrió la puerta tenía los ojos enrojecidos. Le tiró un diario sobre el regazo. “Se murió el Viejo”, se sorprendió Hernán. Si un terremoto hubiese partido la cárcel a la mitad, no hubiese sentido más angustia. Se puso a ver las fotos del entierro. Toda esa gente sufriendo. Resolvió escribir sus conclusiones políticas en una carta a su madre. Fue la única vez que envió un mensaje político por ese medio. “Esto va a exacerbar todas las contradicciones. Y estoy en el peor lugar posible. Este es el principio del fin y lo único razonable es intentar sobrevivir”, sintetizó, mientras recordaba las cientos de miradas de odio que había tenido sobre la nuca en el último año. El director lo mandó traer a su oficina.
–Invernizzi, le aviso que dejé salir esa carta, pero hice hacer una copia para el 601.
–Está bien...
–Es una buena carta. Yo coincido con su análisis. Esto viene muy mal.
No fue una amenaza, sino una evaluación auténtica. Poco después, mientras afuera la represión se endurecía, el coronel le informó que le iba a permitir trabajar en los talleres del penal. “Va a aprender a hacer escobas”, le contó y lo acompañó hasta un galpón, donde le presentó a Héctor, otro preso. “Yo soy testigo de Jehová”, le dijo su compañero a la primera oportunidad. “Ah, ¿y eso qué es?”, preguntó Hernán.
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“Che, subversa, parece que llegaron tus amigos”, le comentó a Hernán uno de los comunes. Desde septiembre de 1974 comenzaron a caer con cuentagotas otros presos políticos en Magdalena. Los dos primeros venían de estar secuestrados ilegalmente. Los encerraron en la celda. Un día de 1975, cuando hacía quince días que no se bañaban, el alférez Giménez los sacó y los regó con una manguera. “Ya les di baño y recreo, si quieren algo más, sólo me lo tienen que pedir”, se rió mientras se retiraba. Un común, que hacía las veces de cocinero, fue descubierto cuando intentaba sacar una carta de uno de ellos y terminó hospitalizado por las torturas que recibió. Después cayó un preso de la Armada, al que tuvieron en calzones los dos primeros meses. Dormía dentro del ropero para no morir congelado. Luego llegaron otros ocho militantes del PRT, todos colimbas de veinte años, que venían de El Castillo. “Ni locos los juntamos”, le advirtió Calonge a Hernán.
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En su pabellón dejaron a cuatro presos homosexuales, que tenían las puertas abiertas por la noche. “Nos pescaron en plena fiesta con unos suboficiales y nos mandaron castigados al pabellón del subversivo, ¿qué tul?”, le contó un correntino bajito, que comenzó a hacerle desfiles de modas con el calzoncillo como si fuera una tanga. “Así no lo vas a convencer nunca, tenés que bambolear más”, aconsejaba otro. Hernán descubrió velozmente que les habían prometido algo a cambio...
–Loco, ¿por qué no me dejan en paz? –les decía cada vez que entraban en su celda, sin enojarse.
–Es que a mí no me interesa la política. ¡Me interesan los hombres altos como vos!
Los gendarmes se mataban de la risa. “Pero, Invernizzi, encima que le mandamos a las chicas, se queja”, se burlaban. “Vamos. Si nosotros nos podemos coger una oveja cuando estamos en la frontera, ¿me va a decir que no se puede coger a un correntino?”, insistían. Finalmente, los sacaron del pabellón.
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El psiquiatra comenzó a administrar algunos medicamentos a los presos, entre ellos a Jorge “el Negrito” Toledo, un joven militante de Montoneros que tenía una depresión seria. Enseguida comenzaron a cambiarle la dosificación: un día le daban las pastillas y al siguiente se las negaban, o se las daban tres horas más tarde. Entre los compañeros del pabellón se organizaron para contenerlo. En cada recreo, uno de ellos lo acompañaba, charlaba con él, se sentaba a jugar al dominó. Incluso Isidoro Graiver se dejaba ganar al ping-pong para alegrarle la tarde. Pero durante el día se quedaba aislado en su celda. Sentado, solo. Hernán intentaba hablarle. A veces respondía; a veces, no. Veía cómo se agravaba su condición con los cambios permanentes en la dosificación.
Hasta que el 29 de junio de 1982 decidió no salir al recreo. “Vamos, Negrito, salgamos a caminar, a jugar, te juego al dominó”, insistió Biafra, mientras el celador lo empujaba. Toledo estaba sentado en su celda con la cabeza gacha. No respondió pero, antes de que terminase de pasar, levantó la mirada. Estaba cargada de angustia. Era una mirada que decía basta. Apenas entraron al patio, Hernán se fue a la reja a llamar al celador. “Escúcheme, ¿por qué no trata de convencerlo de que venga? Ustedes saben que no está bien”, le planteó. “Si no quiere, que no salga”, le respondió el yuga. El recreo comenzó a extenderse más de lo normal. Biafra vio que pasaba un grupo de penitenciarios corriendo. Nuevamente, fueron a la reja. “¿Qué pasa? ¿Dónde está Toledo?”, preguntaron. “¡Vayan para atrás!”, bramó el yuto. “¡No vamos un carajo para atrás! ¿Dónde está? Queremos hablar con el oficial de turno”, gritaron.
La patota entera de la requisa se plantó frente a la reja en formación marcial, con cascos y palos. Y lo vieron pasar: en una camilla, tapado, iba el cuerpo sin vida de Toledo. Tenía veintinueve años. Los fueron devolviendo de a uno al pabellón. Hernán estaba en la celda contigua a Toledo. Se frenó. Miró hacia adentro. Estaba vacía. Esa noche les dieron una comida especial: carne al horno con papas. Hernán pidió hablar con un oficial. “Yo soy el subdirector de esta unidad”, se presentó un oficial canoso. “Mire, hoy murió una persona en mi pabellón y quisiera saber qué pasó”, inquirió Hernán. “El interno anudó las sábanas al riel, hizo un nudo y se colgó”, informó. Se hizo un silencio. Hernán apretó los dientes. “¿Usted sabe lo que es morir así? El tiempo que se tarda...”, dijo Hernán, y el oficial bajó la vista. “Me imagino”, susurró. “Mire, nosotros no pensamos que fue un suicidio, sino un crimen”, le planteó Hernán. “¿Cómo?”, levantó la vista el penitenciario. “El equipo que estaba al tanto de esta situación lo empujó a la muerte o lo dejó morir. Porque, de hecho, hoy la medicación no se la dieron. Durante muchos meses le hicieron esto y nosotros lo vamos a denunciar como el crimen que es”, le dijo Hernán. “Nosotros cumplimos órdenes, seguimos reglamentos”, empezó el oficial, pero Hernán ya no escuchaba. Por la noche, se sobresaltó con la música. La guardia había decidido poner una marcha fúnebre a las tres de la mañana.
Tras la muerte de Toledo, los organismos de derechos humanos denunciaron públicamente el régimen de destrucción física y psicológica para los presos y la Cruz Roja Internacional escribió un informe lapidario. Diagnosticó “trastornos psíquicos serios” en varios de los presos e informó que “la mayor preocupación es la total ausencia de aire y sol debida a las estructuras arquitectónicas del establecimiento”. Las autoridades del penal desarmaron el pabellón de Hernán y concentraron a todos los presos políticos en un solo piso. Por primera vez, en 1982 él vio una organización de más de cien presos funcionando. Estaban divididos en dos grandes orgas, la vinculada al peronismo revolucionario y la de ERP con otros partidos de izquierda. Era la primera vez en nueve años que se encontraba con sus compañeros de militancia. “Hernán, estás vivo. No lo puedo creer”, era el comentario más frecuente en los patios de recreo. Hernán estaba ansioso por tener alguna noticia. “Che, loco, ¿y qué pasa afuera?”, preguntó.
–¿Qué pasó con el Gringo?
–Muerto en combate.
–¿Y el Negro?
–En Rawson.
–¿Y su hermano?
–Desaparecido.
–¿Cómo desaparecido?
–Sí, hermano, no sabemos qué carajo pasó con los compañeros. Se habla de miles. De campos de concentración, ¿me entendés?
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Tanto el Barba como Julio, cada uno en su pabellón, se sobresaltaron al escuchar el estruendo de las botas que irrumpía en los pabellones. Era el 2 de diciembre de 1978. Sin mayores explicaciones, sin dejarles recoger sus pertenencias, sacaron a todos los presos de los dos pabellones y los cargaron en camiones celulares, apretados como sardinas. El Barba trató de no pensar, al igual que Julio. Pero ambos suspiraron aliviados al ver que llegaban a la cárcel de Sierra Chica. Los distribuyeron en un pabellón que se había vaciado el día anterior, sin distinguir entre montoneros y perros. Al día siguiente los diarios publicaron que se había descubierto en una casa cercana a la Unidad 9 un túnel hacia el penal por donde se iban a fugar. “Esto no lo hizo ni nuestra orga ni la de ustedes, sino que tiene que haber sido un plan de los milicos para matarnos a todos. Y como saltó, nos trasladaron”, sostuvo Eduardo, uno de los presos de Sanidad.
Mientras se habituaba al nuevo régimen de Sierra Chica, el Barba suspiró: habían sobrevivido a los pabellones de la muerte. Cada día les llegaban datos de masacres en otras provincias. En Chaco, en Salta, en Jujuy, en Córdoba, los mataban por ser delegados del pabellón, por ser peronistas o perros, por militar en una villa o en un sindicato. De alguna manera, el Barba comprendió que iban a salir para encontrar justicia. Y no habría más rejas para encerrar la verdad.
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