EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
La oficializada candidatura de Cristina Fernández abrió una serie de conjeturas que no se cruzan –al menos hasta ahora– ni con la situación nacional en general ni con la económica en particular. Con lo cual parece estar clarísimo, para todos los actores y analistas políticos, que es imposible o altamente improbable algún suceso, o suma de ellos, capaces de impedir una amplia victoria kirchnerista en octubre.
Vistos algunos acontecimientos últimos, sin embargo, corresponde abrir interrogantes que van mucho más allá de lo que ocurra en octubre. Cierto es, de todos modos, que el lanzamiento de la mujer de Kirchner tiene peculiaridades difíciles de encontrar, por no decir inéditas. Y en alguna medida es eso lo que hace que el árbol tape el bosque. Por empezar, en la historia política no hay antecedentes de un candidato presidencial mudo. Hubo zombies, como De la Rúa. Hubo quienes condujeron o intervinieron desde el exterior, como Perón. Hubo cómicos, como Rodríguez Saá. Pero mudos, nunca. Esta actitud no tiene por qué ser necesariamente un demérito, y vaya si le alcanzó y sobró para imponerse, hace menos de dos años, en la provincia de Buenos Aires. Además, se puede entender que hablar no es imprescindible y menos cuando se es oficialismo y se supone que lo que habla son los hechos. Hay quienes afirman que no se trata –-sólo– de eso, sino de que el carácter irascible de Cristina es un riesgo demasiado alto como para jugarla a fondo en el barro de una campaña. Y más cuando se viene de una experiencia, en Capital, que habría demostrado lo inconveniente de caer en tonos agresivos. Por otro lado, ¿para qué tendría que hablar si lleva sobre sus contendores, reales o presuntos, una ventaja enorme? Es análogo a lo que hizo la rata cuando en el ’89 le dejó la silla vacía a Angeloz, o a lo que acaba de hacer Macri al negarse a debatir con Filmus frente a la segunda vuelta.
También es motivo de hipótesis, de todo tipo, la negativa del Presidente a ofrecer su reelección. Se habla de razones de salud; de mero cansancio; de que mover la dama le permite soñar con una suerte de “perpetuación” familiar y proyectivo/política permitiendo su reaparición en 2011; de que simplemente quiere irse con todos los laureles. Y hacia y en la oposición, se han metido en un debate que busca determinar qué es lo más apropiado para achicar la brecha y tal vez llegar al ballottage. ¿Un candidato forzado pero de consenso, o acaso dejar que cada quien se presente por separado? Y otro ingrediente: ¿le conviene a la derecha jugar fuerte para octubre, siendo que ni siquiera tiene una arquitectura partidaria y con su única figura de peso anclada en Capital, en lugar de esperar a que el desgaste del kirchnerismo se profundice en un segundo mandato consecutivo?
El conjunto de estas especulaciones es lo que, con alguna ligereza válida, podría denominarse como análisis meramente periodístico, y no político, de la actualidad y perspectivas del país. Nada de lo especulado forma parte de las preocupaciones prioritarias de la sociedad, y es en este punto donde cabe detenerse. Hay una crisis energética que el Gobierno no termina de aceptar en público sino a regañadientes, mientras dentro de los despachos oficiales sólo rezan, poco menos, para que llueva en las zonas de las represas y para que el frío no se mantenga intenso. Hay el justificado sentimiento popular acerca de que el índice oficial de inflación es una tomadura de pelo como jamás se vio. Hay que las sospechas de corrupción en el Estado no dan descanso. Hay, entre otras cosas gracias a las “renovadas” adjudicaciones patagónicas en petróleo y gasoductos, la confirmada presunción de que esto es más un capitalismo favorecedor de empresarios amigos, y corporaciones circundantes, que algún tibio intento de recrear la burguesía nacional en un proyecto autónomo y socialmente integrador. Hay el despedazarse entre opciones similares por causas que, aunque parezca mentira, tienen que ver ante todo con razones y resentimientos personales. Y cada vez hay más el interrogante de con qué se comen las espectaculares cifras de crecimiento económico y cosechas récord, si no sirven para matar el hambre y la miseria o, aunque más no fuere, para achicar la brecha obscena entre los que más y menos tienen. ¿El Gobierno pensará que, en lugar de ese cúmulo, son errores de comunicación los que vienen mellando su popularidad? Y en cualquier caso, ¿creerá con franqueza que solamente importa el hecho de que para octubre se puede llegar tranquilo? ¿Puede tenerse una mira tan corta, en un país donde la crisis de representatividad política es impactante y donde hay tanto la ausencia de articulación alternativa como la capacidad de ganar la calle y “desestabilizar”? ¿Y la oposición cree de veras que le alcanza o alcanzaría con hacer la plancha?
Descansados los unos y los otros en las ingenierías electoralistas, pierden la referencia elemental de que las elecciones son nada más que una circunstancia tan importante como pasajera; y se lo mire por derecha o por izquierda, que no tendrán manera de zafar del descrédito si no convocan y afirman mínimamente un concepto claro de hacia dónde se va. Para la oposición, que puede definirse como “la derecha” si es por cuestiones de explicitud; o como “la derecha de la derecha”, si al Gobierno se lo ve en forma ideológicamente ortodoxa, el problema no es tan grave porque, al cabo, se trata de que le vaya fantástico o sólo muy bien en sus negocios. Pero en el turno del Gobierno, que atrajo expectativas de sectores progresistas por su discurso antiliberal, por varias de sus medidas y gestos institucionales, por alguna semblanza de su política exterior y, en definitiva, por nuclear en su contra a los reaccionarios más granados, se está yendo la probabilidad de aprovechar, en beneficio de las mayorías, una coyuntura histórica espectacularmente favorable.
Es cierto: no estamos ante una administración revolucionaria, ni es eso lo que quiere la sociedad. Sólo está diciéndose que con lo que hay podría mejorársele la vida a la gente, en vez de masturbarse con las favorables chances de octubre. Cuarenta mil millones de dólares de reservas en el Banco Central, si no es para pensar en apropiar y distribuir la renta de otra manera y en trazar esquemas de desarrollo de largo plazo, no sirven sino para satisfacer una mentalidad de almacenero.
Y eso, para volver al principio, es demasiado más grande que si Cristina es “muda” y si le basta para ganar. La suerte de este Gobierno se juega en eso, no en octubre.
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