EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
No por no haber existido otras (que de todos modos las hubo bien pocas, siendo generosos, en una de las semanas de información política más vacías del año), la renovada presión de Mauricio Macri para contar con policía propia, y dinero consecuente, es la noticia más destacada de los últimos días. Porque lo de la Rural no fue otra cosa que la foto de toda la vida.
No se trata del episodio en sí, porque no es novedad, sino del probable asomo de alguna jugada o intención mayor por parte del futuro jefe de gobierno porteño. Además de no dejar de ser subrayable que Macri no pone énfasis en el simultáneo traspaso a la ciudad del Puerto y de la Justicia. No. Sólo pone interés en disponer de la policía. Cualquiera con un mínimo grado de comprensión ideológica diría que no hay nada más que hablar. Ese solo dato, esa sola obsesión por disponer de uniformados a su mando, habla de sobra acerca de cuán lejos llega la capacidad de Macri como hombre de liderazgo político, capaz de exceder la mera sintonía con las preocupaciones de vastos sectores de la clase media. Una buena o mayoritaria parte de ese conglomerado social votó a Macri, entre otros motivos o exclusivamente, porque confió en que puede acabar con la delincuencia. Así lo alentó él, Macri, porque en campaña las promesas son gratis (denuesto obvio que, por supuesto, está muy lejos de caberle únicamente al hijo de Don Franco). Aunque hay una relación de proporcionalidad, inversa, entre lo gratuito de lo que se promete y lo carísimas que son las facturas populares –vale: en lo inmediato– cuando no se cumple.
Alcanza con comprender la superficialidad que Macri le dedicó a uno de las temas, la “inseguridad”, más sensibles para la ciudadanía de Buenos Aires. Sea porque en efecto se la percibe como un drama cotidiano, o fuere porque los medios amplifican hasta niveles de clima inaguantable la complejidad delincuencial de una urbe como ésta, que aun así es una joyita si se la compara con cualquiera de las principales ciudades latinoamericanas. El boom turístico de que goza Buenos Aires, aunque a primera vista pueda parecer un argumento frívolo, es un dato que debería serle difícil de rebatir a la suma de boludos que dicen que esto ya no da para más porque ya no se puede salir a la calle. La cuestión es que Macri, montado en esa realidad o imaginario (cerremos: ambas cosas), y aturdido porque la recuperación de la economía no le dejó ni deja mayor y mejor espacio para correr al oficialismo desde ahí, se guareció en la “inseguridad” para captar votos. “Quiero a la policía”, dijo, pero ocurre que ya en campaña sabía que el trámite era poco menos que imposible porque el resto de las provincias no votará cual soplar y hacer botellas, ni mucho menos, un ¿privilegio? para los porteños que supondría transferirles, a costa de sus bolsillos, centenares de millones de dólares. Y lo más paradójicamente gracioso del punto es que, como también ya sabía en su campaña, entre quienes no votarían esa cesión de recursos nacionales se cuentan varios de sus aliados ideológicos, como el amigo Sobisch y los miembros del Museo de Cera.
Que Macri no haya tenido en cuenta estos pequeños detalles es aproximadamente increíble; aunque el periodista se reserva la especulación de que sí puede ser posible, en tanto y en cuanto cree que la formación y capacidad de los cuadros macristas, como alter ego de la constitución, por fin, de un partido derechista “moderno”, es mucho más un diagnóstico autoprofético de la izquierda que una realidad de la inteligencia de la derecha. En todo caso, quizá valdría subir la apuesta y considerar que Macri y sus huestes, sabedores de que no cabía en ninguna cabeza el fácil logro de la policía y la plata, jugaron a victimizarse: no puedo hacer nada porque me ataron las manos, me mentiste, me cortaron las piernas, me engañaste, me dijiste que era mentira que no me querías.
Y a esta altura, ya es hora de decir que lo que parece mentira es estar hablando de esto porque, al fin y al cabo, uno se suma a este tipo de precisiones y conjeturas como si no debiera ser esplendorosamente obvio que arreglar la “inseguridad” tiene muy poco que ver –si es que tiene algo– con si la policía está en manos nacionales o municipales. Más bien está claro que se montan en eso quienes creen o hacen creer en las soluciones mágicas o rápidamente efectivas. Pero, bueno, la política posmo se arma con lo que la gente quiere creer. Para sintetizar: si Macri preparó un diseño de seguridad sin tener en cuenta el mapa político-institucional que lo rodea, y sin medir el riesgo de que en función de ello quizá no podría cumplir con su caballito de batalla, es un tonto bien grandote del que mejor no esperar nada efectivo (un poquito tarde para darse cuenta). Y si su jugada ya contemplaba eso, cabe aguardar un llamado a plebiscito –inútil pero efectista–, empleo de artimañas publicitarias para sostener su imagen desde el papel de víctima y, por qué no, una última instancia de salirse de la Capital porque, como ya empezaron a chucear sus conmilitones y operadores periodísticos, para manejar bien Buenos Aires no hay que ser intendente sino presidente de la Nación. Macri los estimula por omisión activa y se junta con el monseñor Bergoglio sólo con la intención de confesarse, naturalmente, mientras sea una confesión de la que se entera medio mundo.
Cuánto de todo esto interesa centralmente a la sociedad es asunto que, mínimamente, merece ponerse en duda. El sentido común sugiere que el costo de vida está largos pasos por delante, con un kilo de zapallitos costando igual que uno de asado y con la lechuga más cara que el arroz, mientras el Gobierno, seguro de que nada de eso afecta sus chances en las urnas porque la oposición es impresentable, persiste en su rol de otario consentido. Está dicho en sentido figurado, porque incluso es atractiva, aunque vaya a saberse si concreta y eficiente, la gestualidad de invitar a los mexicanos a sumarse al Mercosur, como forma de amenazar el liderazgo regional de Brasil. Pero no habrían podido hacerlo si la inflación tuviera características de incendiario social, o si cualquier otro hecho interno les generara la necesidad de no irse cuatro días.
Macri sabe eso. Sabe que no tiene muchas más cartas que la actuación de víctima porque no tiene la policía. Se verá hasta dónde habrá de jugar ese naipe. Y se verá hasta dónde la sociedad sería capaz de creérselo.
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