EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Son pocos los que creen que Néstor Kirchner está aceptando invitaciones a dar conferencias en el exterior durante el próximo año, para disfrutar de un período tranquilo y reflexivo, aunque también para dejarle todo el espacio de la gestión ejecutiva a la presidenta, si resultara electa como predicen las encuestas, más que nada para mostrar que ella tiene la decisión y la autoridad para ejercer el mandato sin la muleta de nadie. Tampoco son demasiados los que están dispuestos a aceptar que el actual Presidente dedicará los próximos años a organizar en todo el país la fuerza política que sirva de sustento real al proyecto de la concertación, con afiliados y autoridades en cada distrito, sin depender como ahora de acuerdos cupulares más o menos improvisados. Este pronóstico suena más realista cuando se lo confronta con los resultados electorales en provincias y municipios, en algunos casos tan absurdos que de tres competidores dos se declaran leales K, pero ninguno obedece a otra disciplina ni plataforma que a la negociación de sus intereses, no siempre públicos, con el gobierno central. Organizar un partido o movimiento a la medida es una tarea más que full-time durante varios años, pero es tan indispensable que Perón afirmó durante todo el tiempo de su liderazgo que “sólo la organización vence al tiempo”. Carlos Menem lo acaba de comprobar en carne propia: a doce años de su reelección presidencial con más del cincuenta por ciento de los votos nacionales, el domingo pasado salió cola de perro en su provincia natal, La Rioja, donde hace una década la mera mención de su apellido desataba la chaya.
Ante la visión de poderes tan efímeros, los dos mil años de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, despiertan la admiración y la envidia de esos políticos con vocación de perpetuidad. Los dos milenios fueron de todo, menos fáciles, y hasta hoy en día los hombres de fe siguen dando batalla cotidiana para preservar la continuidad del legado, aunque ya no tengan el esplendor de aquellos reinos papales ante los que se inclinaba medio mundo. Cuando se pronuncia sobre la realidad nacional la voz del Episcopado quiere repicar en la conciencia de gobernantes y gobernados con la energía sonora de esos campanarios de catedral que anunciaban bodas y funerales, fiestas y desgracias, con la determinación de una autoridad fuera de discusión. A ningún gobernante civil le cae bien que los pastores los sermoneen en su propio espacio, la política, pero algunos lo toleran mejor que otros y más de uno finge una atención que están lejos de dispensar. Lo que ninguno puede ignorar es que las legiones de curas y monjas forman como nadie el sistema nervioso central del cuerpo republicano, a través del cual la sociedad se comunica y reconoce. ¿Cómo, si no, podrían obispos y cardenales ocupar espacios que no les son propios, y, ante todo, saber cuándo devenir en líderes de referencia temporal para la mayoría de su comunidad? Es el caso del obispo Juan Carlos Romanín que hace cinco meses ocupó la tribuna en Río Gallegos, aceptado y reconocido por sus conciudadanos en la tarea compartida, según sus palabras del martes pasado, de apuntalar “los cimientos de una nueva sociedad”. Los rasgos de la novedad que destacó el sacerdote fueron éstos: “La convivencia de gente diversa, el cuidado de las personas, el reclamo de trabajo digno y estable, la libertad de expresión, la transparencia en el manejo de los fondos públicos, la defensa del medio ambiente y de los recursos naturales, la necesidad de instituciones que funcionen, el ejercicio de ciudadanía plena y la urgente independencia de los tres poderes del Estado”.
¿Quiso decir el obispo que la “vieja sociedad” era aquella que gobernaron los Kirchner con mayorías absolutas? Ninguna crítica, ni la más punzante del cardenal Bergoglio, pudo sacudir con más brío el orgullo de la pareja presidencial, ufanos de su identidad de pingüinos, que ya no se reconocen en las demandas, “justas y legítimas” según Romanín, de los comprovincianos. Aun con esos antecedentes, resuena insoportable el opresivo silencio de la Casa Rosada ante el bárbaro acto cometido por Varizat contra los manifestantes. En especial porque el presidente Kirchner acostumbró al país a usar el atril para comentar las noticias del día, con coraje y convicción, por lo que más de una vez fue criticado con acidez por los opositores y alguna prensa. Callar no fue su estilo durante el mandato que está terminando. Sin el compromiso militante y la organización de la resistencia peronista, los años de proscripción hubieran terminado con la figura del fundador justicialista, a pesar de sus innegables virtudes de conductor. Si algo lo sostuvo fue una lacónica esperanza traducida en consigna: “Perón vuelve”. En los muros de Río Gallegos no hay graffitti equivalente, capaz de sostener lealtades en medio de un vendaval de adversidades. Otra vez lo señalado más arriba: nada más efímero que los liderazgos políticos, aunque más de una vez parezcan establecidos para siempre. Como en toda relación humana, los sentimientos no pueden manejarse a control remoto.
Hay actitudes y conductas de estos últimos tiempos que no resultan coherentes con la gestión de cuatro años. La demolición de la credibilidad estadística del Indec para fingir que los precios acatan la voluntad oficial o las torpes demoras en reaccionar frente a la bolsa de la ministra y a la valija con dólares en vuelo privado de funcionarios públicos –reacciones que no se agotan con algunas renuncias–, y sobre todo la incomunicación chirriante con los sucesivos episodios de Santa Cruz, donde todo debió ser rápido y fácil, hablan de fatiga de material combinada con la ausencia de una organización que aliviane la tarea electoral. Cuando todo, hasta algunas candidaturas municipales, debe ser gestionado desde el mismo comando central, llega un momento en que ningún ímpetu personal alcanza. Igual que en cualquier empresa, cada día hay que establecer prioridades y puntos focales, lo que significa que otros temas son postergados o “cajoneados” hasta mejor oportunidad. El acierto de la selección determina la calidad de los resultados globales y, sin duda, influye de modo determinante en los humores sociales.
Si el ingeniero Macri ganó con el 60 por ciento de los votos porteños no se debió a las virtudes exclusivas de la imagen que supo vender el millonario presidente de los bosteros, sino también a la rústica mirada de quienes tuvieron a su cargo la responsabilidad oficial. Esa manera de ver las cosas invirtió todos los términos y por momentos parecía que a las directivas del Frente para la Victoria les interesaba más derrotar a Jorge Telerman que a la derecha política. Como queda dicho, las malas opciones producen pésimos resultados. El intercambio de descalificaciones entre el PRO de Mauricio y la coalición de Carrió, con López Murphy en el medio, es otro ridículo episodio de una oposición que no tiene claro, si no fuera por la opinión episcopal, a qué oponerse ni a quién apoyar. Aunque le facilite el trámite electoral al Gobierno, no es una buena noticia, porque la democracia todavía no está asentada sobre bases firmes ni tiene ganadas todas las voluntades, de manera que hay bolsones de poder, algo así como los núcleos duros de la derecha, que harán todo lo posible para dificultar la gobernabilidad de la próxima etapa. Toda clase de versiones siguen a la candidata como nube de mosquitos.
Si es más autoritaria que el marido, si es más culta pero inexperta en la gestión ejecutiva, si derrocha tiempo en su arreglo personal con increíble frivolidad, si la Argentina profunda no se conformará con tener a una mujer en el sillón de Rivadavia, si habrá un gobierno bicéfalo en lugar de una presidencia fuerte, si no entiende nada de economía justo cuando se viene toda clase de complicaciones nacionales e internacionales, si Kirchner no necesitó gabinete sino operadores, ella en cambio dependerá y mucho de la calidad y la iniciativa de sus ministros, y así podría seguir la enumeración hasta ocupar casi todas las páginas de este diario. Algunas expresan legítimas preocupaciones de un país que está a punto de hacer una elección de riesgo, por lo inusual de la continuidad con relevo del titular y no por el mero género, pero la mayoría son de acción psicológica destinada a desacreditar a la candidata y preparar a la población a un fracaso cierto. Razón de más para que el Gobierno enfríe la cabeza y vuelva a mirar el paisaje, para que nada importante se le escape.
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