EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Hace un año, México comenzó a arder y todavía hay brasa encendida. Hace poco, los congresistas del PRD vaciaron las bancas cuando le tocaba al presidente Felipe Calderón rendir su primer informe al Poder Legislativo. Todo comenzó en los últimos comicios presidenciales con una denuncia de fraude electoral, presentada por el PRD contra el gobernante PAN, en lo que pudo ser uno de esos clásicos pleitos verbales de apoderados y abogados de las partes ante el tribunal electoral. Hasta los denunciantes quedaron sorprendidos por la envergadura de la reacción popular que ganó las calles, en una movilización que excedió la capacidad de convocatoria del partido opositor. En uno de los actos centrales en El Zócalo, la plaza principal del Distrito Federal (DF), se congregó más de un millón de ciudadanos, que además comenzaron a sesionar en asamblea abierta. Durante esas semanas de movilización multitudinaria parecía que, por fin, después de décadas de manipulación y fraude, los mexicanos decidieron que ya había sido suficiente. López Obrador, ex alcalde del DF y candidato del PRD, decidió funcionar en gobierno paralelo, con banda presidencial y todo, sin los atributos legales pero con la legitimidad que otorga la ciudadanía en vilo. Cuando los analistas empezaron a poner en orden todos los elementos de la pueblada, hubo un dato sobresaliente por su densidad: había mucho más que la reacción ante una denuncia oportuna, era una profunda insatisfacción con la representación institucional y con los resultados económico-sociales producidos por “el régimen”. Si es así, apenas tengan la oportunidad esas señales de hastío volverán a aparecer.
Aquí, como allá, hay brigadas cívicas tratando de encontrar los relevos a la vieja guardia de la política. Cuando ya casi no quedan señales de aquellos fuegos del 2001 ni asambleas vecinales ni cacerolas sonando, hasta los piquetes son distintos, pero la persistente voluntad de cambios sigue allí, siempre presente. No tiene una única mano de circulación ni los colores son los mismos en todos lados, pero apenas tiene una brecha, asoma. Hay poco en común, sin duda, entre Mauricio Macri, Fabiana Ríos y Alberto Rodríguez Saá, pero al menos dos de tres están inaugurando experiencias. Veteranos políticos se resisten a creer que algo está cambiando y así terminan haciendo papelones como Carlos Menem en La Rioja, el añejo feudo de familia. En los próximos comicios, con seguridad, asomará el cambio donde pueda, del mismo modo que sucedió en Santa Fe, donde el primer gobernador socialista concluyó un cuarto de siglo de sucesiones peronistas. En más de un distrito la vieja política seguirá quedándose, mientras tenga aliento y recursos. Es como un antiguo muro, sobre el que van apareciendo fisuras, grietas, hoyos, hasta que un día, como sucedió en Berlín, ya no queden ni rastros. Los ciudadanos involucrados en el cambio usan el voto como patrimonio personal, sin entregárselo a ningún aparato preconcebido. No descartan, a la vez, el uso de otras formas de manifestar, pero cuando la pueblada se pone en movimiento sorprende a más de uno.
Está pasando en Córdoba desde el último domingo, cuando el escrutinio se estiró dieciséis horas sin que en esos momentos nadie tuviera una explicación racional y creíble para justificar el retraso. Injustificable porque además sufrió la comparación con Santa Fe, donde el número de empadronados era casi idéntico, pero a las cuatro horas más de la mitad de las urnas tenían resultados en el escrutinio provisional. Para colmo, Luis Juez, del partido Nuevo, resultó perdedor por 17 mil votos, algunas décimas por encima de un punto porcentual, una diferencia tan mínima que ni George W. Bush, en la primera elección, pudo decidir en otra jurisdicción que no fuera la que gobernaba su hermano Jeb. En la provincia mediterránea el candidato oficialista, vicegobernador Juan Schiaretti, se había proclamado ganador por seis puntos de diferencia a la hora del crepúsculo dominical. Al día siguiente, con la misma seguridad de algunas horas antes, aseguró que se imponía por 1,2 por ciento de los votos positivos. En verdad, la simple enumeración cronológica despierta dudas y sospechas. Era inevitable que Juez, que impuso su candidato en la capital cordobesa, pidiera urgente recuento, voto por voto si fuera necesario, y no vacilara tampoco en ponerle nombre al proceso: fraude. La maquinaria legal está cumpliendo las normas del reglamento, pero han sacudido la cola al tigre. Desde el lunes hay ciudadanos movilizados y dispuestos a exigir cuentas claras.
Es posible que los protagonistas directos no puedan apagar los ruidos a su alrededor, pero sería bueno que con alguna distancia, desde la Casa Rosada, por ejemplo, peguen la oreja al piso para escuchar esos sordos rumores que están en la base profunda de las emociones populares. En este país de cultura presidencialista, la sociedad espera hasta lo imposible del Poder Ejecutivo nacional, porque lo único que importa es cuánta atención merecen los cordobeses en llamas, sin detenerse a pensar en las implicancias de una injerencia directa. Bueno, dicen los vecinos sublevados, si pudieron meterse antes, el ministro De Vido con Schiaretti y el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, con Juez, podrían intervenir ahora que nos hace falta a los ciudadanos, no a los políticos profesionales. El Presidente se abstuvo de exponer apoyo para nadie y la candidata pasó tan rápido por la provincia que hasta parece que nunca estuvo. La senadora Cristina enfocó su campaña hacia niveles más altos que una controversia de provincia. Mientras los cordobeses ardían, la candidata recomendaba templanza y tolerancia en la catedral de los neoliberales, el coloquio de IDEA. Aunque en su momento la senadora confesó su preferencia juvenil por la Evita de puño crispado, la historia hizo su obra para que la candidata abra la mano y encoja el dedo índice. A lo mejor no es un atajo ideológico, sino la construcción de una imagen que sea parecida pero diferente a la de Néstor, pero hay riesgos evidentes cuando la realidad con la que se dialoga es la de los micromundos diplomáticos o la de los viejos adversarios de los años ’90, esos ejecutivos que tienen la sartén por el mango y el mango también. Entre ellos hay más de un simpatizante de Alain Touraine que acaba de pasar por Buenos Aires y comentó su encuentro con Cristina en París: “Yo le dije, estoy de acuerdo con todo lo que dice y lo que hace, excepto en una sola cosa. Deje de ser peronista”.
Todos los candidatos, en estos días, han tenido el cuerpo metido en la confección de las listas de candidatos, ese momento en que hay que repartir entre propios y aliados las posiciones con chances de ganar. También cabe pensar en los cinco mil cargos de confianza que maneja el Ejecutivo nacional, más las embajadas que quedarán a disposición. Satisfacer las ambiciones de tantos y a la vez conseguir un grado razonable de competencia en la gestión es un verdadero alarde de simetría. Los profesionales de la política, por lo general, son más renuentes que los ciudadanos del común a aceptar cambios fundamentales, a lo mejor porque sus riesgos de pérdida son más altos que los de cualquiera. Al mismo tiempo, como lo indica la práctica, el que cambie mejor acertará con el futuro.
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