EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca *
El último domingo electoral trajo una confirmación de expectativas previas y una sorpresa. Diferentes en muchos aspectos, el triunfo de Binner en Santa Fe y la notable elección de Juez en Córdoba confluyen en la insinuación de un cambio profundo en el paisaje político nacional.
La victoria del Frente Progresista en Santa Fe era muy previsible. Con la excepción de la llamativa encuesta de una prestigiosa empresa que había revalidado sus títulos con el pronóstico del abultado triunfo de Macri en la primera vuelta porteña y que era presentada por el agitado mundo político-mediático opositor como un ejemplo de probidad, todos los pronósticos coincidían en ese resultado. La previsibilidad, sin embargo, no disminuye el impacto: aun las poderosas estructuras que permanecían invictas en casi un cuarto de siglo de vida democrática están expuestas a la incertidumbre constitutiva de las elecciones limpias. Todo lo sólido se desvanece en el aire. El bien ganado prestigio de Binner lo convirtió a él y a su partido socialista en eje de una coalición progresista, cuya composición reproduce con bastante fidelidad los trazos del centroizquierda de hace una década. Una confirmación más de que, aun en el vértigo de la política actual, los procesos políticos que a veces se consideran agotados resurgen fortalecidos. Por primera vez un socialista está a punto de gobernar una provincia; también lo hace por primera vez el centroizquierda, sin alianzas con ninguno de los grandes partidos “tradicionales”.
La escandalosa tramitación del escrutinio cordobés ha engendrado un drama institucional que tiende a tapar la repercusión que tendrán sus resultados, aun cuando se confirmaran las cifras provisorias. También en este caso se conmovió la estructura del gobernante Partido Justicialista; también en este caso la fuerza que por lo menos equilibró los guarismos electorales proviene del espacio de centroizquierda. Ninguna encuesta pronosticó un resultado de estas características que termina desnudando la vulnerabilidad de la estructura justicialista.
Argentina es un país políticamente plural, incierto, cambiante y hasta volátil en sus preferencias. Su ethos político no tiene ningún parecido con esa pintura de líderes hegemónicos y poblaciones cautivas que tanto agrada a cierto republicanismo neoliberal o conservador. Las diferencias de comportamiento entre centros urbanos y periferias “profundas” son las que pueden observarse en cualquier país de mediano desarrollo, forman parte de la pluralidad y no separan al mundo civilizado de la barbarie. Por si hiciera falta, nos lo han recordado los comicios del último domingo y ése parece ser uno de los principales mensajes.
Desarrolladas dos meses antes de la elección nacional, las disputas santafesina y cordobesa serán –ya lo están siendo– reapropiadas por los actores de la competencia presidencial. No parece que los resultados, por sí mismos, impacten de modo decisivo en la configuración de la lucha hacia octubre. En cambio, conviene estar muy atento a las derivaciones políticas e institucionales del drama cordobés porque, según se lo maneje, puede acarrear dificultades al tejido de alianzas del kirchnerismo. Nunca hay que dejar de considerar el peso de lo impensado en la marcha de la política, pero nada habilita la espera de un vuelco espectacular del electorado de aquí hasta el 28 del mes próximo. Tal vez sea más útil pensar el significado de las elecciones recientes en la escena inmediatamente posterior al esperable triunfo oficialista.
En esa perspectiva, que nos lleva en el tiempo al test electoral de 2009, aparece un país en el que las dinámicas de cambio en los reagrupamientos políticos se irán acelerando. En nuestro país, desde la crisis de 2001, esas dinámicas y esos reagrupamientos no siguen los ritmos ni las formas que marcan los partidos políticos; conviene, en cambio, pensar el nuevo tablero alrededor de aquellos líderes que previsiblemente ocuparán el centro de la escena. Si los pronósticos no fallan escandalosamente, el primer lugar en esa constelación de nuevos actores lo ocupará Cristina Fernández de Kirchner. En un inmediato círculo concéntrico habrá que situar a Daniel Scioli –presumiblemente nuevo gobernador bonaerense–, Mauricio Macri, jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y Hermes Binner, al frente de Santa Fe. Es decir un peronista indescifrablemente exitoso de la política “pospartidaria” hoy alineado con el kirchnerismo, un político-empresario claramente orientado a luchar por la presidencia al frente de una coalición de centroderecha y un dirigente socialista que pasará, muy probablemente, a ser referencia principal del centroizquierda no kirchnerista. Ningún proyecto político sustentable podrá prescindir de estos nombres que sintetizan, más o menos, todas las variantes posibles del futuro político argentino.
Para el proyecto político del actual gobierno, las elecciones últimas dejan mensajes e incógnitas muy significativas. La historia de su lucha por constituir una base política propia se puede relatar como el conflicto de una formulación estratégica (la “transversalidad”, la “concertación”) con las demandas duras y perentorias de la construcción de los apoyos provinciales, parlamentarios y sociales que suelen codificarse con el nombre de “gobernabilidad”. Como es lógico, estos últimos dictados terminan imponiéndose, sobre todo en una época en la que no resulta fácil una construcción política que apele a nuevos actores sobre la base de relatos épicos. Se podría decir que entre 2005 y 2007 el impulso renovador sufrió un freno importante, cuyo fundamento en las consabidas razones de la gobernabilidad resulta por lo menos discutible. Lo que parece más claro es que el domingo 2 de septiembre está marcando un punto de inflexión en esta historia.
Quienes dentro de la coalición gobernante sostienen el discurso “panperonista”, es decir, la reducción del proceso de recomposición de las fuerzas políticas en el país a un nuevo arreglo entre facciones del peronismo han recibido malas noticias el domingo pasado. Hasta ahora la realpolitik estaba de su lado: “las quimeras de la transversalidad y la concertación son un discurso muy lindo, pero los ‘porotos’ los aporta la maquinaria peronista y, entonces, lo principal es asegurar que la maquinaria funcione bien y a favor de nuestros propósitos”. No es que ese discurso se haya derrumbado y al peronismo pueda ponérsele “fecha de vencimiento”. Quienes sostengan esa tesis tendrán que demostrar cómo se hace para gobernar el país prescindiendo de la identidad peronista y la estructura justicialista del conurbano bonaerense. Pero aparece más claro que la convivencia entre tradición e innovación política sufre nuevas tensiones. Y que, en consecuencia, el realismo político puede aconsejar una mayor dosis de audacia innovadora.
Por otro lado, el panorama político posterior a octubre incluye fuertes tensiones al interior de la estructura justicialista. Las primeras reacciones de De la Sota frente a la crisis provincial con motivo de la irregularidad del escrutinio electoral indican que los tiempos de esas tensiones se han acelerado. Hasta aquí el operativo de “recuperación peronista” poskirchnerista no ha sido sino el desfile de oscuras figuras fuera de su época trasuntado en la reunión de Potrero de Funes y la pobre perspectiva electoral de Alberto Rodríguez Sáa. Está claro, sin embargo, y lo demuestra la conducta del gobernador cordobés, que el potencial disruptivo del justicialismo respecto del actual elenco gobernante es mucho más que esa fantasmal escena.
De manera que lo que está a prueba es la potencia de la concertación enunciada por Kirchner y fuertemente sostenida en los primeros discursos de Cristina posteriores al lanzamiento de su candidatura. Después del domingo, parece claro que la concertación, si pretende traer alguna novedad a la vida política nacional, debe concebirse como un proceso de construcción amplio y respetuoso de la diversidad que, desde diciembre, incluirá nuevos actores con importante sustento de poder tras de sí.
* Politólogo.
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