En Aldo Bonzi, la cooperativa Reciclando Sueños acostumbró a los vecinos a separar la basura por tipos. Ya procesan casi el 15 por ciento de los desperdicios.
› Por Laura Vales
Esta cooperativa de cartoneros trabaja con los vecinos, a los que pide que separen previamente la basura apta para el reciclado. Pasan a buscarla casa por casa, de lunes a sábado: frente a cada puerta golpean las manos o tocan el timbre y retiran lo que la gente separó para ellos. La experiencia se hace en Aldo Bonzi, partido de La Matanza, donde la cooperativa consiguió un fuerte respaldo: ya procesa entre el 10 y el 15 por ciento de los residuos domiciliarios del distrito.
Es jueves a la tarde, y en el depósito de la calle Anatole France al 5900 están reunidos sus integrantes. Son quince; juntaban cada cual por su lado hasta que se asociaron, con la idea de vender a mejor precio lo que conseguían. “Al principio no sabíamos que existen muchas clases de plástico diferentes, ni cómo tratar los materiales para darles valor agregado, pero al movernos en grupo ya conseguíamos mejores resultados”, cuenta Marcelo Loto.
“Una cosa que nos cambió la historia fue que nos invitaron a viajar a Brasil, de donde trajimos la propuesta de la ‘colecta selectiva’.” Para implementarla armaron recorridos fijos y buscaron relacionarse con los vecinos. Visitaron organizaciones barriales, ONG y clubes de la zona a los que explicaron la propuesta e incluso hicieron un acto de lanzamiento en la plaza principal, con el respaldo de la intendencia. Además decidieron usar chalecos para identificarse, porque veían que había gente que reaccionaba con miedo. Algunos creían, por ejemplo, que eran ladrones que iban a marcarles las casas para robar.
Para Enrique, que hasta el año 2000 había trabajado en un laboratorio de cosméticos, pasar de la oficina a la calle había sido como el golpe de un mazazo, que sólo toleró “porque tenía una hija de diez años a la que le tenía que dar de comer”. Fue por ella que, después de meses de no tener ingresos y malvender sus cosas, sacó del ropero la valija con rueditas (“era la valija que usaba para viajar en avión a Tucumán tres veces al año, mandado por la empresa”) y empezó a juntar cartones. No le molestaba tanto revolver la basura, “pero se me caía la cara de vergüenza cuando pensaba que mis vecinos me podían ver”.
Otros tres miembros de la cooperativa venían de ser piqueteros y el resto vivía de changas; sólo uno, Hugo, es ciruja con diez años de antigüedad. Por eso, el día que empezaron el recorrido tocando timbres, a todos les costó más de lo que podían esperar. No consiguieron mantener el plan inicial de ocuparse cada cual de una manzana, “porque nadie quería a ir solo a tocar el timbre –dice Loto–, así que por un tiempo, hasta tener confianza, anduvimos de a dos”.
Eso fue hace diez meses. Hace poco tiempo ampliaron su área a 152 manzanas, en las que viven 16 mil habitantes; en la actualidad tienen sueldos (retiros semanales de 140 pesos), procesan muchos de los materiales y están fabricando fratachos para albañilería con material reciclado.
“Nosotros no sabíamos cómo se manejaba una cooperativa y muchos temas todavía los estamos aprendiendo”, señala Loto. “Una de las primeras cosas que nos pasó es que la gente, además de cartón y botellas, empezó a darnos objetos especiales; así le decimos sí por ejemplo a un televisor, una silla o un mueble. Nos llevó mucho tiempo ponernos de acuerdo en qué teníamos que hacer con eso, y finalmente vimos que la gente no le daba ese televisor a una persona porque sí sino porque era parte de la cooperativa. Tuvimos seis meses de discusiones. Al principio dijimos: ‘Que se lo lleve el que lo necesite’. Pero la verdad es que todos necesitamos de todo, televisores, cuadernos para los pibes y hasta una bolsa de arroz. Ahora quedan en la cooperativa y si alguno lo quiere comprar, le ponemos un precio social, que no supera el 10 por ciento de lo que vale y en cuotas de no más del 10 por ciento del retiro semanal.”
La cooperativa diseñó sus propios carros de tres ruedas (una ley prohíbe a los cartoneros circular con tracción a sangre) y máquinas para moler el plástico y enfardar las botellas y el cartón.
“Fuimos buscando cómo sumarles valor agregado, porque la diferencia es importante. Las botellas de gaseosas sueltas, por ejemplo, se pagan a 70 u 80 centavos el kilo, pero si están enfardadas el precio pasa a ser 1 peso con 30”, detallan en el galpón.
Al primer molino se los proveyó un fabricante, para que trabajaran para él. Eso les dio la idea de pedirle financiamiento al Estado, con el que armaron sus propias máquinas. El plástico, por ejemplo, se clasifica según su origen (hay 15 tipos y muchos no deben mezclarse entre sí para ser reutilizables), se muele, se lava en piletas de decantación, se embolsa y vende como materia prima. También los papeles y el cartón se procesan, y las pilas son utilizadas para armar bloques, ya que el cemento, explican, las aísla y evita el daño ambiental.
La producción de fratachos es una novedad a la que llegaron por un camino inesperado: le vendían la materia prima a un fabricante, quien ahora les alquila sus máquinas y recibe en pago el producto terminado.
Hasta diciembre del año pasado, el cirujeo era un delito. Así lo había establecido una ley sancionada en la dictadura, en base a la cual las empresas de residuos vieron aumentadas sus ganancias: cobran por la recolección de la basura y también por su enterramiento. Como es público, la enorme cantidad de desechos generados en Buenos Aires está haciendo colapsar el sistema. El cinturón ecológico está saturado, genera problemas de contaminación, hallar un lugar donde depositarla es un problema que todavía no tiene solución. La recolección diferenciada es, en ese marco, una actividad que no sólo genera fuentes de trabajo, sino que beneficia a toda la sociedad. El reciclado todavía está lejos de su techo: se estima que el 30 por ciento de los residuos domiciliarios están compuestos por materiales que se pueden recuperar.
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