Lun 01.10.2007

EL PAíS  › OPINION

De manual

› Por Eduardo Aliverti

A veces hay zonceras que son muy importantes. La cobertura periodística del viaje presidencial a Estados Unidos es un buen ejemplo.

Tanto él como ella, que funcionan hasta ahora como una sociedad política sin fisuras en cuanto a qué dicen y cómo se muestran y al margen de que el estilo no sea muy simpático que digamos, resolvieron que la campaña se hace en el exterior. La protagoniza ella. Se los persigue adonde vayan –ella o él, para el caso neoyorquino, pero sobre todo ella– con la decisión de ensimismarse hasta el más mínimo detalle en torno de lo que hacen o dejan de hacer. La agenda mediática es exclusivamente fijada por ella y él, o viceversa, alimentado todo (entre otros) por una oposición que siempre los corre de atrás y que termina convertida en mera comentarista. Nada de esto excluye la necesidad de señalamientos críticos, como el haber escogido informales diálogos en Nueva York para admitir por fin lo que cualquiera con medio dedo de frente sabía desde un principio: la planta de Botnia ya está ahí, su relocalización es una quimera y sólo resta acordar y extremar el control de la contaminación. Fue este mismo gobierno quien exacerbó el ánimo de los vecinos de Gualeguaychú, con una cortedad de miras insólita siendo que las propias autoridades eran conscientes de que esa historia acabaría indefectiblemente así. Y ahora se trataba (y trata) de poner la cara aquí, no afuera: fue una decisión de muy mal gusto que, con enorme previsibilidad, acaba de reencender la caldera. Cuando hay de por medio tanta sensibilidad, cuidar algunas formalidades se torna imprescindible.

Pero volviendo: no es que haya ausencia de temas, profundos o coyunturales, capaces de producir otra cosa. De generar otro tipo de discusión. No. Hay la inflación, la perspectiva de que el verano reinstalará dudas sobre el soporte energético, el temor de cómo sobrellevaría el país un tsunami financiero internacional, el aumento de las tasas de interés y la falta de crédito, el hasta cuándo sin crecimiento de la inversión, el quiénes invertirían con cuál orientación social, la persistencia de una distribución de la riqueza ferozmente injusta. Temas sobran, o hay suficientes. Pero resulta que la atención de los medios se centró en perseguir a sol y sombra el periplo de la pareja real, sin que importe mucho si el motivo fue la habitual dosis desmedida de cholulismo yanquidependiente o el hecho de que fronteras adentro no se percibe que alguien despierta algo más atractivo. O una simbiosis de ambos.

En los Estados Unidos interesa más o menos un pito una visita argentina, así sea de rango presidencial y así incluya a la candidata oficialista y favorita de elecciones inminentes. Se la considera como poco menos que exótica; no origina más que algún artículo de prensa del mismo tamaño que se le dispensa a una comitiva africana; y habiendo de por medio la Asamblea General de las Naciones Unidas, con el primer mandatario iraní de cuerpo presente, con las presuntas amenazas nucleares en la región y con el resultado de la invasión a Irak taladrando la popularidad de Bush, creer o querer creer en la atracción o importancia del viaje kirchnerista al centro del mundo es, simplemente, una afrenta a la razón. El discurso del Presidente sobre la hipotética responsabilidad de Irán en el atentado contra la AMIA, que engendró un sinfín de interpretaciones de todo tipo, no cuenta en el concierto internacional. No le importa a nadie, por fuera de las especulaciones domésticas acerca de cuánto cedió, o no, a las presiones de algunos sectores de la comunidad judía. Y después de todo, el reclamo de Kirchner no pasó el límite de la juridicidad; y la respuesta de Irán (calificada como “dura” y en puesto protagónico por los histéricos medios argentinos) bien se cuidó, en forma y fondo, de cuestionar claramente al gobierno argentino. Qué le puede quedar, entonces, a la polémica desopilante en torno de por qué los periodistas argentinos de medios privados no pudieron cubrir el encuentro de la senadora Fernández con un grupo de científicos. De por sí, la primera crítica que cabe es a esos mismos periodistas, que no fueron capaces de entrevistar luego a los contertulios de la candidata porque lo único que les importó es correr detrás de ella, en lugar de inquirir acerca de qué hablaron, qué se propuso, qué alcances prácticos tendrá el encuentro, en cuánto y hacia dónde se incrementarán los fondos para la investigación científica de cara a impulsar cuál desarrollo. Los participantes quedaron ahí, a la mano de cualquiera que quisiera hablar con ellos. Tal vez los colegas sí hicieron su trabajo, o alguno lo hizo, y a los editores no les pareció de interés. Como sea: dos días consecutivos de cruces entre funcionarios, cronistas y opinólogos, considerando como ombligo del universo la vedada asistencia de la prensa a una reunión respecto de la que sería fantástico saber por qué tiene que asistir la prensa, ya que estamos.

¿No está diciendo nada esto que cubren y dicen los grandes medios? ¿No está revelando el grado de deterioro del debate político, a menos de un mes de una elección presidencial? ¿No refleja hasta dónde los temas baladíes, o secundarios, ocupan el lugar que no ocupan quince indios del Chaco muertos de hambre, o el año sin López, o la profundización del poder económico concentrado como respuesta del proceso inflacionario? En modo alguno esas preguntas cargan culpabilidad, parcial o total, sobre las corporaciones de prensa (bueno: “de prensa” entre otros negocios). Sí responsabilidad. El firmante insiste con el criterio de que los medios pueden manipular “la realidad”, pero no inventarla. Pueden construir simbología y grilla de polémica, pero nunca desde la nada. La discursividad de los medios siempre ancla en un humor social determinado, en unos prejuicios determinados, en una expectativa popular determinada y en una actuación determinada de los actores políticos y sociales que conforman la llamada “opinión pública”. Si es un tanto patético que la única agenda que marca el paso sea la presidencial, corresponde el interrogante de qué otra cosa podría esperarse si lo único que promueve la oposición son comentarios, chicanas intestinas y una misa del Museo de Cera en la Catedral metropolitana, encabezada por el jefe opositor, monseñor Bergoglio.

Las zonceras, sin dejar de serlo, son demostrativas. Arturo Jauretche escribió un manual sobre eso y varias décadas después convendría repasarlo.

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